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Nota del editor: 

Este artículo pertenece a una serie mensual de biografías breves que hemos estado publicando sobre cristianos que fueron usados por el Señor para impactar a incontables vidas, y de los cuales podemos aprender. Otras biografías en esta serie: Martyn Lloyd-Jones, Martín Lutero, George Müller, George Whitefield, John Newton, Francis Schaeffer, y William Wilberforce.

A comienzos de la década de 1740, en la Universidad de Yale (Connecticut, Estados Unidos) había una fuerte tensión entre estudiantes y autoridades.

Los alumnos, llenos de fervor por el evangelio gracias a la predicación apasionada de hombres como George Whitefield y Gilbert Tennent, entre otros, se llenaron de descontento con los profesores de la universidad, a quienes empezaron a considerar como menos espirituales.

Para calmar la situación, Jonathan Edwards (el mayor teólogo en la historia de Estados Unidos) fue invitado por el personal de la universidad a predicar en el discurso de graduación de 1741. Edwards los decepcionó. Argumentó que lo que ocurría en los estudiantes era una obra de Dios a pesar de los excesos.

El sermón fue leña para el fuego. Esa mañana, la universidad había resuelto que “si algún estudiante [dice] que el rector, o alguno de los síndicos o tutores, es un hombre hipócrita, carnal o inconverso, por esta primera infracción hará confesión pública en el salón, y por la segunda infracción será expulsado”.[1]

En la providencia de Dios, Edwards llegó a ser el primer biógrafo de David Brainerd, un joven estudiante brillante quien escuchó aquel sermón, y que a comienzos de 1742 fue expulsado de aquella universidad. Se reportó que Brainerd dijo en una conversación que uno de sus tutores “no tenía más gracia que una silla”, y que se preguntaba por qué no “había caído muerto” el rector de Yale por oponerse al celo de los estudiantes.[2]

El efecto en los próximos siglos de estas palabras fue diferente al que Brainerd, Edwards, y la universidad pudieron imaginar. Para Brainerd, la expulsión fue devastadora. Él deseaba el pastorado, pero una ley prohibía la ordenación de pastores en Connecticut al menos que ellos fuesen graduados en Yale, Harvard, o en alguna institución europea.

Los planes de aquel joven se frustraron, pero los de Dios dieron fruto. El Señor usó esta expulsión para redirigir el corazón de Brainerd a la obra misionera entre aborígenes norteamericanos, apartado del mundo civilizado, en medio del sufrimiento y la debilidad. Allí Brainerd dejó una huella indeleble en la historia de las misiones a pesar de vivir tan solo 29 años.

Dios puede extender el fruto de su gracia en nosotros mucho más allá de nuestras muertes, si esa es su voluntad, si vivimos entregados a Él.

Del legalismo a la gracia de Cristo

David Brainerd nació el 20 de abril de 1718 en Haddam, Connecticut. Fue el sexto hijo de nueve que tendrían Hezekiah Brainerd y su esposa Dorothy. Hezekiah fue un legislador en aquel lugar, con un fuerte compromiso puritano a las disciplinas espirituales, algo que enseñó a su familia.

A los nueve años, el padre de David falleció. Cinco años después, su madre también. Y en los próximos años, perdió a varios de sus hermanos. Parece que había una seria tendencia a la debilidad física en su familia, además de la inclinación a la depresión que tenían por generaciones y que Brainerd heredó.

“Yo era desde mi juventud algo sobrio, e inclinado más bien a la melancolía que al extremo contrario; pero no recuerdo ningún cosa de convicción de pecado, digno de comentario, hasta que tuve, creo, alrededor de siete u ocho años de edad”, escribiría Brainerd años después en su diario, junto a muchos testimonios de sus luchas con la depresión y su dolor por el pecado.[3]

Luego de vivir algunos años con una de sus hermanas y heredar una granja a los 19 años, Brainerd se propuso en 1938 estudiar en Yale para ingresar al ministerio. Pero había un problema: su corazón era legalista e hipócrita, algo que entendió a la luz de la Palabra. Él escribió en su diario un año después:

“[He llegado a ver que] no había más virtud o bondad en mis oraciones que la que podría haber en chapotear agua con las manos… y esto es porque no eran realizadas desde ningún amor o consideración a Dios. Vi que había estado acumulando mis devociones delante de Dios, ayunos, rezos, etc, pretendiendo… que estaba apuntando a la gloria de Dios; mientras que yo nunca quise realmente eso, sino mi propia felicidad… Ahora vi que en mis deberes había algo peor que apenas unas distracciones [en mis oraciones y momentos de devoción], porque todo lo que hacía no era más que auto-adoración”.[4]

La lucha se intensificó en el corazón de Brainerd. Quería amar más a Dios y disfrutar la salvación, pero veía sus esfuerzos como legalistas y sentía al mismo tiempo una profunda convicción de pecado. Esto siguió hasta que Dios obró el milagro el 12 de julio de aquel año:

“Mientras caminaba en una arboleda oscura y gruesa, la gloria indescriptible parecía abierta a la vista y aprehensión de mi alma. No me refiero a ningún brillo externo, porque no vi tal cosa; tampoco me refiero a la imaginación de un cuerpo de luz, en algún lugar del tercer cielo, o cualquier cosa de esa naturaleza; pero fue una nueva aprehensión interna o visión que tuve de Dios… Nunca había visto algo comparable a ella por excelencia y belleza; era muy diferente a todas las concepciones que alguna vez tuve de Dios… Mi alma se regocijó con alegría indescriptible, de ver a un Dios así, un ser Divino tan glorioso; y yo estaba internamente satisfecho de que él debería ser Dios sobre todo por los siglos de los siglos….

Así Dios, confío, me trajo a una disposición cordial para exaltarlo… En este tiempo, el camino de la salvación se abrió a mí con una sabiduría tan infinita, idoneidad, y excelencia, que me preguntaba si alguna vez debería pensar en cualquier otra forma de salvación; estaba sorprendido de que [yo] no hubiera dejado caer antes mi propios artilugios, y cumplido con este encantador, bendito y excelente [camino]. Si pudiera haber sido salvado por mis propios deberes, o de cualquier otra manera que yo hubiera ideado anteriormente, toda mi alma ahora lo habría rechazado. Me preguntaba ahora por qué todo el mundo no veía y cumplía con esta forma de salvación, totalmente por la justicia de Cristo”.[5]

Dios es soberano para abrir nuestros ojos a la belleza de su gloria en la faz de Cristo y darnos salvación cuando antes estábamos ciegos.

Brainerd nos recuerda lo que el apóstol Pablo enseñó: Que Dios es soberano para abrir nuestros ojos a la belleza de su gloria en la faz de Cristo y darnos salvación cuando antes estábamos ciegos (2 Cor. 4:3-6).

Dos meses después, Brainerd entró a Yale. En su segundo año de estudios, fue enviado de vuelta a casa debido a una enfermedad que lo llevaba a toser sangre. Hoy se cree que esto estuvo relacionado a la tuberculosis que acabó con su vida pocos años después. Al volver a Yale, pasó poco más de un año antes de ser expulsado de la universidad en 1742.

Labor misionera bañada en dolor

Luego de la expulsión, Brainerd fue sorprendido por Dios al recibir una licencia para predicar de parte de “Nuevas Luces”, un grupo de pastores evangélicos que apoyaron el Gran Avivamiento de aquellos días.

Cuando no pudo ser readmitido en Yale, se sugirió que Brainerd fuese misionero entre los nativos americanos bajo el patrocinio de una sociedad escocesa misionera. Así, Brainerd fue nombrado el 25 de noviembre abrazando este llamado. Después de servir unos meses en iglesias en Long Island, al este de Estados Unidos, Brainerd empezó su labor misionera el 1 de abril de 1743.

En los siguientes años antes de su muerte, él llegaría a trabajar predicando el evangelio y traduciendo porciones de la Biblia entre los indios Houstonic, luego a los indios Delaware (al noreste de Pennsylvania), y luego en Crossweeksung (New Jersey), en donde tuvo un ministerio especialmente fructífero. En tan solo un año, la iglesia ya tenía 130 miembros por la gracia del Señor.

Brainerd tuvo muchas luchas durante sus cortos años de ministerio. Entre ellas, estuvo la falta de comida, su sentimiento de soledad predicando apartado de la civilización sin amigos creyentes cercanos para él, su lucha para amar cada día más a los nativos; y en especial, contra su pésima salud y su depresión recurrente. Esto le llevó a desear la muerte en al menos 22 ocasiones según su diario.

Por ejemplo, el 1 de mayo de 1744 escribió sobre su salud: “Anduve varias horas bajo la lluvia a través de los aullidos del desierto, aunque estaba tan desordenado en el cuerpo, que poco o nada excepto sangre salió de mí”.[6] En otra ocasión, sobre su depresión y cómo Dios lo sostenía en la predicación, escribió:

“Estaba tan abrumado por el abatimiento, que no sabía cómo vivir. Anhelaba la muerte en exceso: mi alma estaba hundida en aguas profundas, y las inundaciones estaban listas para ahogarme… No tenía ninguna duda angustiante sobre mi propio estado; pero me habría aventurado alegremente (por lo que podría saber) a la eternidad. Mientras iba a predicar a los indios, mi alma estaba angustiada; estaba tan abrumado por el desaliento, que me desesperé de hacer algo bueno, y fui llevado a mi ingenio. No sabía qué decir, ni qué camino tomar. Pero finalmente insistí en la evidencia que tenemos de la verdad del cristianismo de los milagros de Cristo; muchos de los cuales puse delante de ellos, y Dios me ayudó a hacer una aplicación cercana a aquellos que se negaron a creer la verdad de lo que les enseñé. De hecho, pude hablar a las conciencias de todos, en cierta medida, y de alguna manera me animé a encontrar que Dios me permitió ser fiel una vez más”.[7]

Partida temprana, legado duradero

Para noviembre de 1746, Brainerd estaba tan grave en su salud que tuvo que apartarse de la misión e ir a vivir a casa de su amigo Jonathan Dickinson en Elizabethtown. Luego de unos meses, partió a casa de Jonathan Edwards en  Northampton, Massachusetts, donde estuvo hasta el final de su vida.

Allí fue atendido por Jerusha, la hija de Edwards. Se ha sugerido que ambos estuvieron enamorados. En mayo de 1747, Brainerd fue diagnosticado con una tuberculosis incurable y su dolor no dejó de crecer en los próximos meses.

“Jueves, 24 de septiembre. Mi fuerza comenzó a fallar tan excesivamente; que parecía más como si ya hubiera hecho todo mi trabajo… estaba en la mayor angustia que jamás haya soportado, teniendo un tipo de hipo poco común; lo que me estranguló o me obligó a vomitar; y al mismo tiempo estaba angustiado con dolores punzantes. ¡Oh, la angustia de esta noche! Tenía pocas esperanzas de vivir durante toda la noche, y tampoco tenía nada de mí. ¡Anhelé el momento final!… ‘Mi alma tiene sed de Dios… ¿Cuándo vendré y me presentaré delante de Dios?’”.[8]

Lo último que escribió en su diario fue:

“Viernes, 2 de octubre. Mi alma estaba en este día, por turnos, dulcemente centrada en Dios: anhelaba estar con Él, para poder contemplar su gloria… Oh, que su reino pueda venir en el mundo; para que todos puedan amarlo y glorificarlo, por lo que es en sí mismo; y que el bendito Redentor pueda ver ‘el trabajo de su alma, y estar satisfecho’. Oh, ven, Señor Jesús, ¡ven rápido! Amén”.[9]

David Brainerd murió el 9 de octubre de 1747 en cada de Edwards, aferrándose a Dios hasta el final. Hoy su cuerpo yace enterrado en Northampton, al lado de Jerusha, quien también murió de tuberculosis en febrero del siguiente año. Se sugiere que contrajo la enfermedad mientras cuidó a Brainerd.

Brained nos recuerda que lo verdaderamente importante no es cuántos años vivimos en este mundo, sino cómo los vivimos.

Pero allí no terminó su legado, como puedes imaginar. Edwards compiló y publicó el diario de David Brainerd extendiendo su influencia a lugares que ambos jamás imaginaron. Misioneros y predicadores como John Wesley, Henry Martyn, William Carey, David Livingstone, Robert McCheyne, John Mills, y Jim Elliot, entre muchos otros a lo largo de la historia, han visto en Brainerd un ejemplo inspirador. Haríamos bien nosotros en verlo así también.[10]

Más de 250 años después, Brainerd nos recuerda que Dios es tan soberano, que puede hacer que un ministerio de solo cuatro años tenga más impacto que otros que han durado décadas. Él puede hacer en poco tiempo lo que nosotros no podríamos hacer en toda una vida. Él puede extender el fruto de su gracia en nosotros mucho más allá de nuestras muertes, si esa es su voluntad, si vivimos entregados a Él. Como Brained nos recuerda, lo verdaderamente importante no es cuántos años vivimos en este mundo, sino cómo los vivimos.

Sostenido por la gracia de Dios

La lección más valiosa de la vida de Brainerd es que ejemplifica cómo Dios se complace en exaltarse en nuestras debilidades. Brainerd se aferró a la gracia del Señor en medio de sus travesías y sentimientos de abandono:

“Dios se ha complacido en mantener mi alma hambrienta, casi continuamente; por lo que he estado lleno de una especie de dolor agradable. Cuando realmente disfruto de Dios, siento que mis deseos de Él son más insaciables, y mi sed de santidad es más inextinguibles; y el Señor no me permitirá sentir como si estuviera completamente satisfecho, sino que me mantiene aún avanzando. Me siento estéril y vacío, como si no pudiera vivir sin más de Dios… Oh, ¡este dolor agradable! Hace que mi alma se esfuerce por alcanzar a Dios; su lenguaje es: “Entonces me sentiré satisfecho cuando despierte a la semejanza de Dios” (Salmos 17), pero nunca, nunca antes… ¡Oh, si pudiera sentir esta hambre continua, y no ser retardado, sino más bien animado por cada “racimo de Canaán”, para avanzar hacia adelante en el camino angosto, para el pleno disfrute y posesión de la herencia celestial! ¡Ojalá nunca merodee en mi viaje celestial!”[11]

Cuando consideramos la Gran Comisión que tenemos, puede ser fácil pensar que somos muy pequeños y débiles para toda esa tarea. Pero Brainerd nos recuerda que Dios es experto en usar a los débiles para su gloria.

Así Brainerd perseveró en su labor misionera aferrándose al Señor, buscando su satisfacción en Él, dándonos una gran lección. Cuando consideramos la Gran Comisión que tenemos y la enorme cantidad de personas que aún nos quedan por alcanzar con el evangelio incluso en nuestras tierras en Latinoamérica, puede ser fácil pensar que somos muy pequeños y débiles para toda esa tarea. Y tendríamos razón al pensar así. Pero Brainerd nos recuerda que Dios es experto en usar a los débiles para su gloria.

“Y El me ha dicho: ‘Te basta Mi gracia, pues Mi poder se perfecciona en la debilidad’. Por tanto, con muchísimo gusto me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 11:9-10).


[1] John Piper, La sonrisa escondida de Dios (Editorial Unilit, 2008), p. 134

[2] Más adelante, Brainerd se disculparía por el primer comentario pero negaría haber hecho el segundo.

[3] The Life and Diary of David Brainerd (Monergism), loc. 170.

[4] Ibíd, loc. 342.

[5] Ibíd, loc. 349.

[6] Ibíd, loc. 1898.

[7] Ibíd, loc. 2394.

[8] Ibíd, loc. 4184. La alusión es al salmo 43.

[9] Ibíd, loc. 4272. La alusión es a Isaías 53.

[10] Piper, p. 138.

[11] The Life and Diary of David Brainerd (Monergism), loc. 953.

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