Este artículo pertenece a una serie mensual de biografías breves que hemos estado publicando sobre cristianos que fueron usados por el Señor para impactar a incontables vidas, y de los cuales podemos aprender. Lee más biografías aquí.
Algunos datos sobre George Whitefield son casi increíbles. ¿En verdad predicó a audiencias atentas de hasta ochenta mil personas al aire libre en una época sin micrófonos?1 ¿Es cierto que su cuerpo resistió predicar hasta sesenta horas semanales por varios meses a lo largo de su ministerio?2
La realidad es que Whitefield fue un hombre usado por Dios de manera única en la historia. El teólogo John Wesley, líder del movimiento metodista y a quien mencionaremos otra vez más adelante, expresó en el funeral de este evangelista:
“¿Hemos leído u oído hablar de alguna persona desde los apóstoles, que haya testificado el evangelio de la gracia de Dios a través de un espacio tan ampliamente extendido, a través de una parte tan grande del mundo habitable? ¿Hemos leído o escuchado de cualquier persona que haya llamado a tantos miles, tantas miríadas de pecadores al arrepentimiento?… ¿Hemos leído o escuchado a cualquiera que haya sido un instrumento bendito en Su mano para traer tantos pecadores de tinieblas a luz, y del poder de Satanás a Dios [como Whitefield]?”.3
Predicadores como Martyn Lloyd-Jones, Charles Spurgeon, y J. C. Ryle, —entre otros muy usados por el Señor— han dicho palabras similares sobre Whitefield. Diversos historiadores están de acuerdo con ellas.
¿Quién era este evangelista, qué lo movía, y qué podemos aprender de él?
Renacido para predicar a Cristo
George Whitefield nació el 16 de diciembre de 1714 en Gloucester, Inglaterra. Fue el hijo menor de su familia. Cuando era joven estuvo involucrado en pleitos, mentiras, y robos. El teatro fue su mayor interés en aquel entonces. Tenía un talento indiscutible para la actuación y la oratoria, que luego emplearía en su predicación. El actor David Garrick diría años más tarde: “Daría 100 guineas si tan solo pudiera decir ‘¡Oh!’ como el señor Whitefield”.4
A los 18 años, Whitefield entró en Pembroke College, en la Universidad de Oxford, trabajando como conserje. Atendía a estudiantes más adinerados para así poder costear sus estudios. Allí conoció a los hermanos Charles y John Wesley, y se unió a un grupo de estudiantes llamado El Club Santo de Oxford. La meta de los integrantes del grupo era vivir en correcta moralidad religiosa a través de extensos ayunos, oraciones, lectura de la Biblia, etc. Sin embargo, ninguno de sus miembros era un creyente genuino en aquella época.
Whitefield esforzó tanto su cuerpo ayunando y soportando dolores mientras buscaba ser aceptado por Dios, que esto le ocasionó una profunda debilidad física por el resto de su vida. En medio de su esfuerzo agonizante, leyó un libro que le dio su amigo Charles Wesley, “La vida de Dios en el alma del hombre”. Este clásico de la literatura cristiana, escrito por Henry Scougal, habla sobre los primeros versos del capítulo ocho de Romanos. El Señor usó ese libro para que Whitefield entendiera la necesidad del nuevo nacimiento. A los 21 años, George escribió:
“¡Dios me mostró que debo nacer de nuevo o estar condenado! Aprendí que un hombre puede ir a la iglesia, decir oraciones, recibir los sacramentos, y aún así no ser un cristiano… ¡Señor, si no soy un cristiano… muéstrame lo que es el cristianismo, para que yo no sea condenado al final!”.5
Whitefield se vio en una intensa lucha dentro de sí al ser confrontado con su incapacidad de salvarse a sí mismo y el significado del evangelio. La tormenta duró hasta el día en que escribió en su diario, estando aún en Oxford,
“Dios se complació en quitar la pesada carga, para permitirme aferrarme a su querido Hijo por una fe viva, y al darme el Espíritu de adopción, para sellarme, hasta el día de la redención eterna. ¡Oh! Con qué alegría, gozo inefable, hasta el gozo lleno y grande de gloria, mi alma se llenó cuando el peso del pecado se apagó, y una sensación permanente del amor de Dios entró en mi alma desconsolada. Seguramente fue un día para ser tenido en eterno recuerdo”.6
Desde entonces, Whitefield tuvo el deseo de profundizar en la Palabra y predicarla. La doctrina del nuevo nacimiento fue clave en toda su predicación. Su testimonio nos recuerda que no podemos nacer de nuevo y salvarnos por nuestros esfuerzos. Dependemos por completo de la gracia de Dios.
Predicación sin descanso
Los hermanos Wesley, aún inconversos, partieron de Oxford a la colonia americana de Georgia y dejaron a Whitefield como líder del Club Santo. Allí George predicó el evangelio y organizó reuniones de estudio bíblico. Los miembros de este grupo de estudiantes llegaron a ser etiquetados como Metodistas, debido a su estricta disciplina de profundizar en la Palabra.
Luego de su graduación, George fue ordenado como diácono y poco después como pastor. Empezó a predicar el evangelio en distintas iglesias y cada vez más personas se acercaban a donde él estuviese para escucharlo. En una época donde la predicación del evangelio había estado oscurecida en incontables púlpitos, Whitefield fue como un relámpago dondequiera que fuera.
Impulsado por su amigo Howell Harris, Whitefield comenzó a predicar al aire libre a multitudes. Esta fue una de las decisiones más importantes en la vida del predicador, en vista de que algunas iglesias cerraron sus puertas a él. Tal acción del evangelista fue controversial y vista por muchas personas como fanatismo. Su predicación fue confrontante, exponiendo el evangelio, señalando que muchos ministros en la iglesia de sus días no habían nacido de nuevo en realidad, y causando extremo fervor sobre su audiencia de miles y miles.
Cuando llegó a Norteamérica en 1738 a petición de los Wesley, ellos habían regresado a Europa. Allí asumieron el liderazgo del nuevo movimiento conocido como Metodismo. Whitefield aprovechó su viaje a América para predicar a Cristo. Muchedumbres le seguían a todas partes, pueblos enteros fueron trastornados por su predicación. Ese fue el primero de siete viajes que realizó a Norteamérica, entre 1738 y 1770.
Así Whitefield fue instrumento de avivamiento tanto en Europa como al otro lado del Atlántico. “El mundo entero es ahora mi parroquia”, dijo en 1739 y otra vez 30 años después, cerca de su muerte. “A donde sea que mi Maestro me llame, estoy listo para ir y predicar el evangelio eterno”.7
Durante su ministerio soportó fuerte adversidad por parte de muchas personas. Incluso por algún tiempo fue vilipendiado por John Wesley, quien se opuso con denuedo al calvinismo enseñado por Whitefield. Más adelante, ambos volvieron a llegar a términos amistosos, aunque tomando caminos separados. A pesar de su popularidad, George fue perseguido en varios lugares a los que iba a predicar. “Somos inmortales hasta que nuestro trabajo en la tierra esté hecho”, dijo, reconociendo la soberanía de Dios luego de sobrevivir a uno de varios intentos de asesinato.8 Este hombre era imparable en su ambición de anunciar a Cristo.
Se estima que Whitefield predicó a tal vez 10 millones de oyentes durante su ministerio.9 La historia testifica del poder en sus sermones y el avivamiento polémico que se desató en su predicación, con multitudes llorando a gritos al ser encaradas con los sufrimientos de Cristo y la gracia de Dios, y siendo transformadas por la Palabra. William Cowper, poeta y escritor de himnos, llegó a decir que en Whitefield “los tiempos apostólicos parecen haber regresado a nosotros”.10
Whitefield fue conocido por predicar desde el corazón, con una convicción incontenible. Lloraba a menudo por los pecadores en sus sermones y usaba toda su capacidad oratoria en la exposición de la Palabra. Su pasión era conducir a la gente a mirar a Cristo y aferrarse a Él.
Aunque plantó tres iglesias y fundó un orfanato, la proclamación de la Palabra como evangelista itinerante fue el centro de su ministerio; fue lo que consumió su vida en una época en la que no era fácil viajar largas distancias. Su titánico ritmo de predicación tuvo terribles efectos sobre su cuerpo, acortando sus días.
El 29 de septiembre de 1770, cuando George se preparaba para predicar al aire libre en el pueblo de Exeter, en los Estados Unidos, alguien le dijo: “Señor, usted está más apto para ir a la cama que para predicar”. “Eso es verdad”, respondió Whitefield. Entonces oró: “Señor Jesús, estoy cansado en tu obra, pero no de tu obra. Si no he terminado mi curso todavía, déjame ir una vez más y hablar por ti en los campos, sellar tu verdad, y venir a casa y morir”.
Cuando Whitefield subió al púlpito luego de esa oración, se hizo un silencio en la multitud mientras él se encontraba muy débil para hablar. “Esperaré por la asistencia de gracia del Señor”, dijo luego de varios minutos. Y entonces predicó sobre 2 Corintios 13:5, tal vez su sermón más célebre.11 A la mañana siguiente, Whitefield partió a la presencia del Salvador que lo llamó a predicar su Palabra.
“Lo que él predicó, él vivió”
Por supuesto, George no fue perfecto. Su matrimonio en sus comienzos, movido más por pragmatismo que por amor, tal vez está lejos de ser ejemplar aunque más adelante floreció.12 Además, al inicio de su ministerio no fue cuidadoso en cómo expresó algunas enseñanzas. Sus críticos usaron eso para decir que él afirmaba recibir revelación especial fuera de la Escritura, lo cual era mentira. En ocasiones fue impulsivo. Y aunque se expresó contra el maltrato a los esclavos, no se opuso a la esclavitud como tal. En aquel entonces, la conciencia de la mayoría de los cristianos era insensible a este mal.
A pesar de sus defectos, este hombre nos modela la importancia de vivir en integridad si queremos ser usados por el Señor, reconociendo nuestras fallas y caminando en el Espíritu. Como ha dicho su biógrafo E. A. Johnston: “lo que Whitefield predicó, él realmente creyó. Y más que eso, lo que él predicó, él vivió”.13 Él fue conocido no solo por predicar a Cristo desde el púlpito, sino también por predicarlo con toda su vida.
Whitefield fue un hombre de íntima comunión con Dios, orando por muchas horas todos los días. Él entendió que sin el Espíritu, jamás podría ser útil y mantenerse humilde. “Dios, dame una profunda humildad, un celo bien conducido, un amor ardiente y un solo [objetivo frente a mis ojos], y entonces deja a los hombres y demonios hacer lo peor”, clamaba.14
Fue por eso que no permitió que alguna institución religiosa llevase su nombre. “Que perezca el nombre de Whitefield, pero que Cristo sea glorificado. Que mi nombre muera en todas partes, que incluso mis amigos me olviden, si de esa manera la causa del bendito Jesús pueda ser promovida”, expresó.15 En sus cartas solía hablar de él mismo en los términos más bajos, y se nombraba a sí mismo simplemente como “siervo de todos”.
Su amor y humildad para con otros cristianos, incluso por encima de ciertas diferencias doctrinales, es admirable para nosotros. Por ejemplo, se cuenta que cuando alguien le preguntó si él pensaba que vería a John Wesley en el cielo, George respondió: “Me temo que no, porque él estará tan cerca del trono eterno y nosotros a tal distancia, que difícilmente podremos tener un vistazo de él”.16
Muchas veces quisiéramos ser usados por Dios como Whitefield pero, ¿buscamos su rostro en oración tanto como él lo buscaba? ¿Nuestras vidas procuran mostrar que creemos lo que enseñamos? ¿Las personas que nos rodean pueden testificar que somos humildes? Este evangelista nos recuerda que no podemos aspirar predicar con efectividad la Palabra si no somos hacedores de ella.
Las doctrinas de la gracia nos impulsan a evangelizar
Así como Whitefield nos confronta a buscar vivir en más integridad, también nos reta a evangelizar más si hemos creído las doctrinas de la gracia. Estas enseñanzas permeaban su predicación, con la convicción de que eran bíblicas y preciosas.
“Yo abrazo el esquema calvinista, no por Calvino, sino porque Jesucristo me lo ha enseñado”, expresó.17 A su amigo, James Harvey, le escribió en una carta: “Déjame aconsejarte, querido señor Harvey, dejando todo prejuicio a un lado, que leas y ores sobre las epístolas de Pablo a los Romanos y Gálatas, y entonces déjale decirme qué piensa de esta doctrina”. También afirmó:
“Las doctrinas de nuestra elección y justificación gratuita en Cristo Jesús se imprimen cada día más y más en mi corazón. Ellas llenan mi alma con un fuego santo y me brindan una gran confianza en Dios mi Salvador. Espero que el fuego se contagie entre cada uno de nosotros… Nada más que la doctrina de la Reforma puede hacer esto”.
Las doctrinas de la gracia llenaban de gozo a Whitefield. Él no las veía como simple información para el entretenimiento intelectual, sino como combustible para su ambición de alcanzar a los perdidos para Cristo y adorar al Señor. En una carta sobre predicación a su amigo a Howell Harris, dijo:
“Coloca en sus mentes la libertad y la eternidad del amor elector de Dios, y anímalos a apoderarse de la perfecta justicia de Jesucristo por la fe. Habla con ellos, oh habla con ellos hasta la medianoche, de las riquezas de Su gracia todo-suficiente. Diles, oh diles, lo que Él ha hecho por sus almas, y cuán fervientemente Él está ahora intercediendo por ellos en el cielo … ¡Presiona sobre ellos para [llamarlos a] creer inmediatamente! Dispersa oraciones con tus exhortaciones, y por tanto llama al fuego del cielo, incluso el fuego del Espíritu Santo [para que descienda]… Habla en todo momento, mi querido hermano, como si fuera el último. Llora, si es posible, cada argumento y, por así decirlo, obliga a gritar: ‘¡Mira cómo nos ama [Dios]!’”.
La soberanía de Dios en la salvación debe conducirnos a decir con Pablo, “todo lo soporto por amor a los escogidos, para que también ellos obtengan la salvación que está en Cristo Jesús, y con ella gloria eterna” (2 Tim 2:10). Whitefield entendió eso. Su ejemplo es relevante para quienes estamos en el despertar a las doctrinas de la gracia que vemos hoy en la iglesia de habla hispana.
Los calvinistas deberíamos ser los más fervientes evangelistas, caracterizados por humildad y amor. Si nuestro Dios es el mismo que rescató a George Whitefield, y creemos las mismas verdades que él, ¿cómo podemos justificar a menudo tanto orgullo en nosotros, y tan poca pasión para compartir el evangelio con otras personas? Esta pregunta retumba en mi mente cuando veo a este hombre.
Whitefield fue un personaje único en la historia que Dios está escribiendo en y con la Iglesia, pero la Biblia sí nos dice a cada creyente que somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para posesión de Dios, a fin de que anuncien las virtudes de Aquél que los llamó de las tinieblas a Su luz admirable” (1 Pedro 2:9). Por tanto, cobremos ánimo al mirar el ejemplo de este gran evangelista. Busquemos anunciar más el evangelio en medio de las diversas vocaciones que el Señor nos ha dado.
Agradezcamos a Dios por Whitefield, mientras oramos que nos conceda mayor celo evangelístico, amor por los perdidos, y deseo de ver Su nombre exaltado.
1. Arnold A. Dallimore, George Whitefield: God’s Anointed Servant in the Great Revival of The Eigthteen Century (Crossway, 1990), pos. 781. Para más información, recomiendo el artículo The Science of Sound: Whitefield’s Massive Crowds, de Thomas Kidd para The Gospel Coalition.
2. John Piper, Seeing Beauty and Saying Beautifully: The Power of Poetic Effort in the Work of George Herbet, George Whitefield, and C. S. Lewis (Crossway, 2014), p. 80.
3. On The Death of The Rev. Mr. George Whitefield. Consultado el 15 de sept. de 2017.
4. Bruce L. Shelley, Church History in Plain Language (Thomas Nelson, 2013), p. 351.
8. Steven J. Lawson, The Evangelist Zeal of George Whitefield (Reformation Trust, 2013), p. 21.
9. George Whitefield: Sensational Evangelist of Britain and America. Consultado el 14 de sept. de 2017.
12. El relato que Arnold Dallimore hace del casamiento de George Whitefield con Elizabeth James, nos presenta cierta desconexión emocional por parte de Whitefield, al menos en un comienzo. George no consideró a su esposa como hermosa, y no quería que ella interfiriera con su ministerio. No obstante, el matrimonio llegó a ser considerado como feliz por ambos. Ver Dallimore, capítulo 12; y Piper, pag. 83-85.
16. Citado en: Lee R. McGlone, The Minister’s Manual (Jossey Bass, 2010), p. 178.
17. Esta cita y las siguientes son tomadas de: Dallimore, pos. 1000-1029.