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Nota del editor: 

Este artículo pertenece a una serie mensual de biografías breves que hemos estado publicando sobre cristianos que fueron usados por el Señor para impactar a incontables vidas, y de los cuales podemos aprender. Lee más biografías aquí.

Un día de julio de 1505, mientras Lutero era un brillante estudiante de leyes y regresaba a la Universidad de Erfurt luego de visitar a sus padres, una tormenta conquistó los cielos sobre él. Un rayo descendió con furia desde lo alto y lo tumbó al suelo. Aquel joven luchó consigo mismo para levantarse en medio de la lluvia y el sonido de los relámpagos. Entonces, aterrorizado, pronunció un voto solemne cargado de angustia: “¡Ayuda, Santa Ana! ¡Me convertiré en monje!”.

Como el biógrafo Richard Baiton señala:

“El hombre que así invocó a un santo repudiaría más tarde el culto de los santos. El que juró convertirse en monje, más tarde renunció al monasticismo. Un hijo leal de la Iglesia Católica, más tarde destrozaría la estructura del catolicismo medieval. Siervo devoto del papa, más tarde identificó a los papas con el Anticristo. Este joven era Martín Lutero”.[1]

Lutero sigue siendo controversial hoy. Junto a sus convicciones y personalidad arrolladora, es evidente que no es ejemplar en todo para nosotros. Su retórica al final de su vida contra los judíos, por ejemplo, es inadmisible en cualquier cristiano.[2] Además, erró en algunas de sus creencias, como su convicción de que la sangre y el cuerpo de Jesús estaban presentes en la Cena del Señor; una convicción que impidió mayor unión entre los primeros reformadores.

Con todo, no podemos dejar de agradecer a Dios por Lutero. Conocido como el “Hércules alemán” debido a lo prolífico que fue al escribir cientos de publicaciones y predicar siete mil sermones durante su ministerio, son demasiados los aportes de él que podemos mencionar. Aportes que van desde su composición de himnos, hasta su rescate de la doctrina del sacerdocio de todo creyente, entre muchos otros.

Sin embargo, su vida revela que tal vez su legado más grande es su ejemplo de confianza en la Palabra. “El hombre que quiera oír hablar a Dios, que lea las Santas Escrituras”, dijo Lutero.[3] Como el historiador Stephen Nichols afirma, “el verdadero personaje en el día de la Reforma no es Lutero: es la Palabra de Dios”.[4]

Su confianza en la Biblia lo llevó a ser valiente al proclamar el evangelio y descansar en su poder. “Ustedes, papistas, nunca lograrán lo que desean, hagan lo que hagan. Todos se rendirán ante el evangelio que yo, Martín Lutero, he predicado; el papa, obispos, monjes, reyes, príncipes, demonios, la muerte, el pecado y todo aquello que no es Cristo ni está en Cristo. Serán subyugados por este evangelio”.[5] Así expresó el monje que Dios usó para cambiar al mundo.

El monje atormentado

Lutero nació en Eisleben, Alemania, el 10 de noviembre de 1483. Fue nombrado Martín debido al santo del día en que fue presentado a las autoridades de su país. Sus padres, Hans y Margaret, eran campesinos corrientes en una época de supersticiones que hoy nos harían reír.

Desde niño, Lutero mostró una mente excepcional y penetrante. Su padre quiso que él fuese abogado, y por eso se enojó con Martín cuando hizo su voto de convertirse en monje. Dos semanas después de aquella tormenta, Lutero ingresó al monasterio riguroso de los frailes agustinianos en Erfurt.

“Durante quince años de mi vida como monje, me agotaba hasta más no poder con los sacrificios diarios; me torturaba con ayunos, vigilias, oraciones y otras obras muy rigurosas. En verdad pensaba que podía justificarme con mis obras”[6], dijo Lutero años después.

En su búsqueda de paz con Dios, él era riguroso en extremo. Los otros miembros del monasterio llegaron a pensar que tenía serios problemas mentales. Martín podía pasar horas enteras confesando sus pecados, para luego salir del confesionario, recordar algún pecado no mencionado, y volver al padre confesor para seguir atormentándolo por horas.

Una mirada más detallada a su vida y educación nos ayuda a entender lo que ocurría en su mente. Como R. C. Sproul explica:

“Se dice que hay una fina línea entre la genialidad y la locura y que alguna gente la cruza para atrás y para adelante. Quizás ése era el problema de Martín Lutero. Él no estaba loco. Era sin duda un genio que tenía un entendimiento superior de la ley. Una vez aplicó su astuta mente legal a la ley de Dios, vio cosas que mucha gente no ve… La mente de Lutero era acosada con la pregunta, ¿Cómo puede una persona injusta sobrevivir en la presencia de un Dios justo?”.[7]

Entonces el joven monje atormentado recibió el equivalente a ganar un boleto de lotería: fue enviado a Roma en un viaje para asuntos del monasterio.

Aquella ciudad estaba llena de lugares y reliquias que, según la Iglesia Romana, al ser visitadas y veneradas, hacían que las personas reducieran años en el purgatorio y acumularan mérito delante de Dios; ese mérito incluso podría darse a terceros. Entre las reliquias se encontraban cosas como presuntos trozos de la cruz de Jesús, un pedazo de la zarza ardiente que vio Moisés, y un montón de objetos de ese tipo.

Lutero aprovechó ese viaje amasando mucho mérito y ayudando a personas en el purgatorio (o así creía), pero vio de cerca la corrupción en el seno de la iglesia. Salió de aquella ciudad desilusionado y cargado de inquietudes. Seguía atormentado.

95 tesis de fuego

Luego de volver a Erfurt, Lutero fue transferido a la Universidad de Wittenberg. Allí recibió su doctorado en teología en 1512 y empezó a enseñar la Biblia como profesor, cargo que mantuvo hasta el día de su muerte.

En 1517, la vida de la pequeña ciudad de Wittenberg empezaría a cambiar. Aquel año, el Papa Leo X autorizó reducciones en el castigo por los pecados a las personas que diesen dinero para la construcción de la Basílica de San Pedro en Roma. La forma en que se vendían y promocionaban estas reducciones, conocidas como indulgencias, resultó escandalosa para Lutero. “Tan pronto caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela”, exclamaba en público John Tetzel, el principal encargado de la venta de indulgencias.

El 31 de octubre de 1517, Lutero clavó 95 tesis al respecto en la puerta de la Iglesia del Castillo en Wittenberg. Todos los que irían a la iglesia al día siguiente, el Día de los Santos según el calendario, verían esas tesis clavadas. Era normal clavar avisos en las puertas de la iglesia, pero aquel martillo cambiaría la historia.

Las tesis estaban en latín, la lengua de los estudiosos. Lutero quería un debate académico y no una revuelta pública. En sus tesis argumentó que el arrepentimiento requerido por Dios para el perdón de los pecados involucraba una actitud interna en la persona, y no consistía solo en un acto exterior sacramental.

El monje agustiniano no actuó como un reformador en ese momento. No lo era. Más bien actuó como un católico que quería ver a su iglesia cada vez mejor. Pero, desde el punto de vista humano, los eventos salieron de control.

Algunas personas tomaron esas tesis y, gracias a la imprenta, en cuestión de días estaban siendo conversadas en toda Alemania. A la gente muy poderosa no le gustó lo que Lutero enseñó (empezando por John Tetzel), y lo acusaron de hereje. Muchas otras personas estaban de acuerdo con las tesis. Así, Lutero se vio envuelto en diversos debates que, en la soberanía de Dios, lo presionaron a examinar conforme a la Biblia los cimientos del catolicismo romano.

Por ejemplo, Johann Eck, uno de los oponentes más formidables de Lutero, expresó en un debate en 1519 que el verdadero asunto de disputa era sobre autoridad: O el papa tiene la última palabra, o la tiene la Biblia. Lutero no había considerado eso con detenimiento hasta entonces. Así, Eck fue usado por Dios para conducir a Lutero a profundizar en lo que serían sus convicciones reformadas. El Señor tenía en mente una Reforma, y usó hasta a los enemigos de ella para llevarla a cabo.

Las puertas del cielo abiertas

En los días posteriores a la divulgación de las tesis, Lutero abrazó el significado de Romanos 1:17 durante su estudio de la Palabra. “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá”.

Para Lutero, este pasaje hablaba de la justicia activa de Dios contra los pecadores. Por eso, en el fondo de su corazón, odiaba a Dios viéndolo como un juez cruel hacia él, hasta que llegó a ver de qué se trata realmente ese texto.

“Al fin, por la misericordia de Dios, meditando día y noche, presté atención al contexto de las palabras [de Romanos 1:17]. Allí comencé a comprender que la justicia de Dios es aquello por lo cual el justo vive gracias al don de Dios, es decir, la fe. Y este es el significado: la justicia de Dios es revelada por el evangelio, es decir, la justicia pasiva con la cual el Dios misericordioso nos justifica por fe, como está escrito: ‘El justo vivirá por la fe’. Entonces sentí que había nacido de nuevo por completo y que había entrado al paraíso a través de puertas que estaban abiertas”.[8]

Lutero abrazó la doctrina de la justificación únicamente por medio de la fe en Cristo. Conoció el evangelio y la paz que tanto anhelaba su alma atribulada. Su testimonio nos recuerda que Dios tiene poder para reformar el corazón de cualquier persona, por más hundida que esté en la falsa doctrina.

“Aquí permanezco, que Dios me ayude”

En junio de 1520, el papa emitió una bula declarando que Lutero sería excomulgado de la iglesia si no se arrepentía en sesenta días. Lutero respondió siendo más audaz en la proclamación de sus ideas reformadoras basadas en la Palabra, en las cuales estaba profundizando más aún, y quemando el edicto papal en público, un acto de rebelión contra el papa. La enseñanza de Lutero ganaba muchos adeptos que veían en él a alguien que estaba trayendo libertad.

El 16 de abril de 1521, a pesar de las advertencias de muerte, Lutero se presentó ante la Dieta Imperial en la ciudad de Worms convocada por Carlos V, emperador romano. El Santo Emperador había convocado para que Lutero fuese juzgado y se retractase de manera oficial.

El ambiente en Worms era de leyendas. La ciudad estaba rebosando de expectativa. Un pobre monje encararía a las personas más poderosas del mundo. En la Dieta, los escritos de él fueron puestos sobre una mesa y se le dijo: “¿Te retractas de ellos, o no?”. Luego de pedir un día para considerarlo (oró con fervor aquella noche), Lutero volvió y, al recibir de nuevo la pregunta, respondió:

“A menos que sea convencido por el testimonio de las Escrituras o por razón clara (pues no confío en el papa o en concilio, ya que es bien conocido que se han equivocado y se han contradicho a sí mismos con frecuencia), las Escrituras que he citado me obligan a mantenerme firme en esta posición, pues mi conciencia está cautiva a la Palabra de Dios. No puedo y no voy a retractarme de nada, ya que no es seguro ni correcto ir en contra de la conciencia. No puedo hacerlo de ninguna otra manera; aquí permanezco, que Dios me ayude, amén”.[9]

Así Lutero afirmó su convicción de que la Palabra es nuestra máxima autoridad, en su momento más decisivo y uno de los más dramáticos de la historia.

El resultado de la Dieta: Lutero fue condenado a muerte. Le dieron 21 días para volver a Wittenberg y dejar su vida en orden, pero en el camino fue secuestrado por sus seguidores y escondido en el castillo de Wartburg. Aquel castillo, según Lutero, fue su Patmos en el periodo más difícil de su vida.

“La Palabra lo hizo todo”

En Wartburg, el Hércules alemán luchó contra su soledad, ocio, dudas, y temores, aferrándose a la Palabra de Dios y siendo prolífico en la escritura. Entre sus hazañas, produjo en meses una traducción impresionante de la Biblia al alemán del pueblo, marcando un hito en la historia de la lengua de la nación.

Mientras tanto, la Reforma se expandía, con reyes y personas poderosas abrazándola. Y en Wittenberg, los seguidores de Lutero buscaban implementarla a través de la fuerza. El historiador Michael Reeves explica,

“[Ellos] daban la impresión de que la Reforma era realmente sobre atacar a sacerdotes y las imágenes de los santos, comiendo tanto como sea posible en los días de ayuno, y haciendo generalmente todo diferente solo para morderse las viejas maneras. Para la mente de Lutero, esto era un error demente. Era tan malo como Roma al obsesionarse con lo exterior y entonces forzar cierto comportamiento. El problema que él vio en la iglesia no eran las imágenes físicas; primero, las imágenes necesitaban ser removidas de los corazones”.[10]

Lutero tomó la determinación valiente de salir de su exilio y volver a Wittenberg, donde eventualmente fue protegido por personas influyentes. Allí se propuso buscar la Reforma, pero a no a través de la fuerza, sino a través de la predicación de la Palabra. Como dijo a sus seguidores al volver,

“Denle tiempo a los hombres. Me tomó tres años de estudio constante, reflexión, y discusión para llegar a donde estoy ahora, ¿y se puede esperar que el hombre común, sin enseñanza en tales asuntos, se mueva la misma distancia en tres meses? No supongan que los abusos son eliminados al destruir el objeto que es abusado. Los hombres pueden errar con el vino y las mujeres. ¿Deberíamos entonces prohibir el vino y abolir las mujeres? El sol, la luna, y las estrellas han sido adoradas. ¿Deberíamos entonces quitarlas del cielo? Tal apuro y violencia es una falta de confianza en Dios. Miren cuánto Él ha sido capaz de lograr a través de mí, aunque yo no hice más que orar y predicar. La Palabra lo hizo todo. De haberlo deseado, yo hubiese iniciado un gran incendio en Worms. Pero mientras yo me sentaba quieto y bebía cerveza con Felipe y Amsdorf, Dios le dio al papado un poderoso golpe”.[11]

Necesitamos entender lo que Lutero tenía en mente aquí si queremos ser usados en una nueva reforma en nuestros países. Solo porque una iglesia luzca reformada no significa que en verdad lo sea. La clave en una reforma no son los cambios simplemente externos, sino el cambio que solo la Palabra puede producir en nuestros corazones para que adoremos solo a Cristo como nuestro Señor, Rey, y Salvador. Por eso la confianza en el Señor y la paciencia son necesarias si hemos de predicar a Cristo. La Palabra en el poder del Espíritu Santo lo hace todo, no los memes en Facebook, el carisma de algún predicador, el legalismo vestido de piedad, el libertinaje vestido de gracia, o cualquier otra cosa.

El púlpito de Lutero fue uno de los más poderosos en la historia de la iglesia. Él era un hombre de la iglesia local, y por el resto de sus días, mientras al mismo tiempo fue un padre de familia (se casó con una monja fugitiva), su trabajo consistió en orar y enseñar la Palabra de Dios. Para la gloria de Dios.

“La Biblia es una fuente admirable: mientras más uno saca de ella y bebe de ella, más estimula su sed”.[12] Para él, toda ella es acerca de Jesús, quien vino a salvar a pecadores. “Si sacas a Cristo de las Escrituras, ¿qué te queda?”.[13].

Así, Lutero nos pregunta hoy: ¿Confiamos en la Biblia? ¿Vemos a Cristo central en ella?

“Todos somos mendigos”

En todo su ministerio, Lutero atesoró a Cristo como su roca y castillo fuerte. Su convicción de que el evangelio eran las buenas noticias de lo que Cristo hizo para nuestra justificación lo sostuvo y lo abrumaba cada día. Como escribió, “Es cierto que la doctrina del evangelio les quita toda la gloria, la sabiduría, la justicia y demás a los hombres, para atribuírselas solo al Creador, que hace todo de la nada”.[14] Por tanto, no tenemos nada para jactarnos.

Antes de morir el 18 de febrero de 1546, en lo que podemos ver como una especie de eco de la Dieta de Worms, alguien le preguntó, “¿Estás listo para morir confiando en tu Señor Jesucristo y confesar la doctrina que tú has enseñado en su nombre?”. Lutero respondió con un “sí”.[15] En aquel día para Lutero no habían reliquias, ni confesiones extensas, ni súplicas a Santa Ana. Tampoco temía a la muerte como el joven que fue abrumado por una tormenta un día de julio hacía más de 40 años atrás. Su confianza estaba en el Señor. Sus últimas palabras fueron, “Somos mendigos. Eso es cierto”.[16]

Y hoy, 500 años después de los martillazos, en los inicios de esta Nueva Reforma, nosotros también somos mendigos. Que el Señor nos dé la confianza en Su Palabra como la dio a aquel monje que cambió el mundo.


[1] Roland Baiton, Here I Stand: A life of Martin Luther (Bainton Press, 2013), pos. 250.
[2] Recomiendo el artículo Luther’s Jewish Problem [El problema judio de Lutero] en The Gospel Coalition.
[3] John Piper, El legado del gozo soberano: la gracia triunfante en las vidas de Agustín, Lutero y Calvino (Editorial Unilit, 2008), p. 90.
[4] Stephen Nichols, What Is Reformation Day? (consultado el 24 de octubre de 2017).
[5] Steven Lawson, La heroica valentía de Martín Lutero (Poiema Publicaciones, 20017), p. 96.
[6] Lawson, p. 5.
[7] R. C. Sproul, La Santidad de Dios (Publicaciones Faro de Gracia, 1998), p. 76-77.
[8] Lawson, p. 11.
[9] Lawson, p. 15. Baiton señala que en los primeros escritos de la respuesta de Lutero, no aparece la frase “aquí permanezco, que Dios me ayude, amén”
[10] Reeves, p. 56.
[11] Bainton, pos. 2914-2915).
[12] Piper, p. 107.
[13] Lawson, p. 62.
[14] Piper, p. 122.
[15] Reeves, p. 66.

[16] Piper, p. 122.


Imagen: Lightstock.

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