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Nota del editor: 

Este artículo pertenece a una serie mensual de biografías breves que hemos estado publicando sobre cristianos que fueron usados por el Señor para impactar a incontables vidas, y de los cuales podemos aprender. Otras biografías en esta serie: Martyn Lloyd-Jones, Martín Lutero, George Müller, George Whitefield, John Newton, Francis Schaeffer, William Wilberforce, Jonathan Edwards, David Brainerd, J. I. Packer, y los puritanos.

El 27 de octubre de 1553 es una fecha importante para la pequeña ciudad protestante de Ginebra, en la actual Suiza.

El teólogo español Miguel Serveto había llegado a ella huyendo de los católicos que estaban tras su cabeza, ya que él negaba la doctrina de la Trinidad. Aquellos eran tiempos muy diferentes a los nuestros, en los que protestantes y católicos lamentablemente creían que la muerte era una sentencia apropiada para los herejes.[1]

Puesto que apoyaba la causa protestante, Serveto pensó que le iría mejor en Ginebra en caso de ser atrapado. Además, él ya había tenido cierta correspondencia con Juan Calvino durante años, quien ahora pastoreaba y servía en esa ciudad. Calvino había tratado de convencerlo de que la Trinidad es bíblica.

Serveto sabía que Calvino no era muy querido en Ginebra en aquellos días. Así que este fue su plan: cuando llegó a la ciudad y fue capturado, él le escribió al concilio de la ciudad, demandando que Calvino fuese arrestado, y ofreciéndose para hacerse cargo de su casa y sus bienes cuando Calvino fuese ejecutado.[2] Sí, esto ocurrió, realmente.

Los católicos acusaban que Ginebra era un refugio para herejes, así que el concilio de la ciudad entendía que no podía tolerar en ella a alguien tan repudiado y problemático como Serveto. Así que, consultando con personas importantes de la ciudad, el concilio enjuició al hereje y fue hallado culpable.

Calvino fue uno de los testigos principales en el juicio y no tenía poder para cambiar la sentencia de muerte. Sin embargo, trató insistentemente de persuadir a Serveto para que se retractara de sus falsas enseñanzas. Luego de que fracasó, solicitó al concilio que Serveto fuese decapitado y no quemado, para ahorrarle dolor.

La petición fue rechazada y Serveto fue a la hoguera.

Este evento es, para muchas personas, la mancha más grande en la vida de Calvino. Incluso conozco a cristianos que piensan que Calvino estaba sonriendo macabramente mientras veía a Serveto agonizar al ser quemado. Evidentemente, Calvino no se gozó con lo sucedido.

Este hecho horrible ha contribuido a que exista mucha confusión sobre Juan Calvino. Con permiso de Lutero, posiblemente no hay nadie más controversial en la historia de la Iglesia. Hay tantos mitos entorno a su nombre, que para muchos cristianos en latinoamérica es difícil pensar objetivamente sobre él.

Sin embargo, a pesar de la desinformación sobre Calvino, si somos humildes para conocer un poco más de su vida y enseñanza antes de satanizarlo o idolatrarlo, podemos encontrar en él a un hombre que tiene mucho para enseñarnos.

¿Quién era realmente Juan Calvino y por qué es tan relevante para la iglesia de hoy?

Primeros años

Jean Cauvin, más adelante conocido como Juan Calvino, nació el 10 de julio de 1509, en el pueblo de Noyon al norte de París (Francia), justo a tiempo para conocer cómo era el mundo antes de la Reforma protestante que estallaría con Martín Lutero en la siguiente década.

Desde pequeño, su padre Gerard quiso que él se dedicará al ministerio, así que envió a Calvino a París a estudiar teología a la edad de 12 años, en el célebre Collège de la Marche (Colegio de la Marcha). Pero cinco años después, su padre lo envió a la Universidad de Orleans para que mejor estudiara leyes, pues creyó que así ganaría más dinero. Allí Calvino fue muy influenciado por el humanismo renacentista que florecía en el ambiente académico.

Calvino pertenecía a la Iglesia de Roma, pero en la universidad, mientras aprendía griego, se rodeó de algunos protestantes, llegó a conocer sobre la Palabra de Dios, y se hizo protestante. En aquellos días escribió: “Dios, por una conversión repentina, sometió y trajo mi mente a un estado enseñable”. Ahora era un “amante de Jesucristo”.[3] Esto es básicamente todo lo que sabemos sobre la conversión de Calvino, quien siempre fue tímido para hablar de sí mismo.

A comienzos de la década de 1530, en Francia crecía la tensión en relación al protestantismo. El papa exigía al rey Francis I que expulsara al protestantismo de sus tierras, mientras que ciertos protestantes radicales traían mala fama a la Reforma al cometer actos vandálicos en rechazo al catolicismo. Esto hizo que el rey empezara a perseguir a los protestantes.

El teólogo Michael Reeves comenta: “Tal vez movido por esto, [Calvino] escribió su primera obra de teología no en contra de Roma, sino en contra de los anabaptistas [radicales en contra de Roma]. Esto nos da una clara señal de aquello que nunca dejaría su pensamiento: él odiaba a aquellos que, al pervertir la Reforma o tener un comportamiento desenfrenado, traían un mal nombre a la Reforma”.[4]

La persecución aumentó y Calvino huyó a la ciudad de Basel, en Suiza, donde se juntó con otros jóvenes reformados. Desde allí escribió a los veintiséis años la primera edición de su obra magna: Los institutos de la religión cristiana. El (originalmente) pequeño libro, dedicado al rey de Francia, buscaba presentar los rudimentos de la fe cristiana y una defensa de la misma. En los próximos años, Calvino realizaría numerosas ediciones al texto hasta completar el libro grandísimo que tenemos hoy; uno de los textos más importantes no solo en la historia de la Iglesia, sino en la historia universal.

Después de las tinieblas

En aquel año, en 1536, Calvino decidió que lo mejor para él sería establecerse en Estrasburgo (actual sede del Parlamento Europeo), una ciudad libre del Santo Imperio Romano y en donde los protestantes hallaban refugio. Para realizar el viaje, tendría que pasar por París. Pero en el resto del camino a Estrasburgo había peligros debido a una guerra entre Francia y el Imperio. Así que Calvino tomó un desvío pasando por Ginebra, donde esperaba pasar la noche.

Ginebra era una ciudad comprometida con la Reforma, aunque con mucho desorden al respecto, y prácticamente independiente. Su lema era: “después de la tinieblas, espero la luz”, pero luego de expulsar a los obispos católico romanos y cancelar las misas en la ciudad, cambió su lema a: “después de las tinieblas, luz”; palabras emblemáticas para la Reforma.[5]

En aquel lugar ministraba el reformador Guillermo Farel, y cuando él supo que el joven autor de los Institutos estaba en la ciudad, trató de convencerlo para que se quedara a servir allí con él. Calvino relata lo que ocurrió después:

“Entonces Farel… cuando se dio cuenta de que yo estaba decidido a estudiar en privado en algún lugar oscuro, y vio que no ganaba nada con súplicas, descendió a maldecir, y dijo que Dios seguramente maldeciría mi paz si yo me retrasaba en dar ayuda en aquel momento de gran necesidad. Aterrorizado por sus palabras y consciente de mi propia timidez y cobardía, abandoné mi viaje e intenté aplicar [en Ginebra] cualquier don que tuviera en defensa de mi fe”.[6]

Así fue involucrándose en el ministerio, ayudando a Farel a introducir cambios importantes en la ciudad, como una nueva confesión de fe y la predicación versículo a versículo. Sin embargo, la relación con Ginebra empeoraba. Algunas de las medidas que ellos querían introducir no agradaban a la ciudad. En especial, los reformadores querían prohibir la Cena del Señor a los pecadores notorios en la sociedad que no se arrepentían. Esto desagradó al concilio de la ciudad, así que les prohibieron predicar. Sin embargo, ellos siguieron predicando, y entonces fueron expulsados.

Calvino sintió que fracasó como reformador, pero retomó consuelo y esperanza al dirigirse a Estrasburgo, donde sirvió predicando en diversas iglesias, y escribiendo. Allí creció mucho como teólogo, viendo cómo puede lucir una ciudad impactada por la Reforma. Además, contrajo matrimonio con una viuda llamada Idelette de Bure, quien tenía dos hijos.

La vida tranquila en Estrasburgo no duraría mucho. En 1540, el concilio de Ginebra le pidió a Calvino que volviese. “Preferiría cien veces más someterme a la muerte que a esa cruz en la que tuve que perecer mil veces al día”, pensó Calvino.[7] “Pero —añadió— cuando recuerdo que no soy mío, ofrezco mi corazón, presentado como un sacrificio al Señor”.[8]

Así, animado por Farel (que se había ido a otra ciudad) y el reformador Martín Bucero, Calvino regresó a Ginebra para servir allí por el resto de su vida.

El mensaje fue claro: Calvino no volvió a Ginebra para seguir una agenda personal, sino para predicar la Palabra.

Cuando Calvino regresó y subió al púlpito para predicar su primer sermón, sus oyentes estaban listos para el regaño más severo que podían concebir. Puedo imaginarlos preparados para recibir un torrente de acusaciones y maldiciones. La audiencia esperaba eso, pero Calvino no se los dio. En cambio, abrió la Biblia y predicó desde el versículo que seguía en su exposición que había quedado suspendida al salir expulsado de la ciudad.

El mensaje fue claro: Calvino no volvió para seguir una agenda personal, sino para predicar la Palabra.[9] Así sirvió arduamente en enseñar la Biblia y formar maestros, llegando a ser el fundador de lo que hoy es la Universidad de Ginebra. Dios lo usó con poder para hacer que la luz de Cristo brillara en una ciudad que en el pasado había estado en tinieblas.

Cuando él, conocido por su trabajo inagotable, su cuerpo débil, y su disciplina de ayunar mucho, ya no podía caminar para ir a la iglesia, era cargado en una silla hasta el púlpito para que pudiese predicar. Casi al final de su vida, cuando su médico le prohibió salir de casa en invierno, él enseñaba dando cátedra en su habitación abarrotada de oyentes. Y cuando algunas personas le decían que descansara, él respondía: “¿Qué? ¿Harías que el Señor me encuentre ocioso cuando Él venga?”.[10]

Calvino partió con el Señor el 27 de mayo de 1564. Antes de morir, solicitó ser enterrado en el cementerio común con una lápida sin marcar, ya que nunca quiso ser un centro de atención. Estas fueron algunas de sus últimas palabras:

“Doy gracias a Dios, no solo porque Él ha tenido compasión de mí, su pobre criatura, para sacarme del abismo de la idolatría en el cual fui sumergido, para llevarme a la luz de su evangelio… [sino también porque] me ha sostenido en medio de tantos pecados y fallas, que fueron tales que bien merecí ser rechazado por Él cien mil veces. Más aún, Él ha extendido su misericordia hacia mí en cuanto a hacer uso de mí y de mi trabajo para comunicar y anunciar la verdad de su evangelio”.[11]

El legado de un reformador

La vida de Calvino nunca fue fácil en Ginebra. Así como tuvo un gran impacto positivo, también tuvo muchos enemigos que se oponían a su enseñanza y que sencillamente no querían a un refugiado como pastor entre ellos. Él prácticamente vivía con una maleta lista en caso de que tuviese que abandonar la ciudad en cualquier momento. A veces recibía amenazas de muerte, y había personas que querían sabotear sus sermones.

Además, el sufrimiento también impactó su matrimonio, que llegó a tener dificultades debido a las enfermedades que afectaron profundamente a la familia. Su hijo con Idelette murió a las dos semanas de nacido, y ella murió en 1549 dejando a Calvino con dos hijastros y mucho dolor. “A pesar de que la muerte de mi esposa ha sido extremadamente dolorosa, sin embargo, he sometido mi dolor lo mejor que he podido… He perdido a la mejor compañera de mi vida”, escribió en una carta.[12]

Calvino, al igual que nosotros, también está lejos de ser perfecto. “Debo confesar que por naturaleza no tengo mucho coraje y que soy tímido, débil de corazón”, decía.[13] A veces mostraba poca amabilidad y un mal sentido del humor bajo mucha presión.

Con todo, él permanece como el teólogo más importante del protestantismo llegando a sistematizar la doctrina protestante para siguientes generaciones.

Durante su ministerio, Ginebra llegó a ser un centro de operaciones reformado de donde salieron muchos misioneros y pastores entrenados por Calvino y los otros ministros de la ciudad. Al mismo tiempo, Ginebra recibió a miles de refugiados protestantes y la ciudad dio testimonio al mundo de cómo la Reforma puede transformar a la sociedad.

Calvino no vivía para ser venerado, sino para dirigir la mirada de otros a Dios.

En todo esto, Calvino enfáticamente advirtió a los creyentes fuera de Ginebra del peligro de hacer de él un ídolo, y de hacer de la Ginebra de sus días un modelo de la Nueva Jerusalén.[14] Él nunca quiso ser visto como alguien importante, ni fundó el “calvinismo” (nombre con el que se llegó a describir muchos años después su postura sobre la soberanía de Dios en la salvación). Calvino no vivía para ser venerado, sino para dirigir la mirada de otros a Dios.

De hecho, en su enseñanza destaca un énfasis en la gloria de Dios sobre todas las cosas:

“El mundo entero es un teatro para exhibir la bondad divina, su sabiduría, su justicia, y poder, pero la Iglesia es la orquesta, por así decirlo —la parte más notable de ella; y cuanto más cerca están los enfoques que Dios nos hace [de su gloria], cuanto más íntima y condescendiente es la comunicación de sus beneficios, más atentamente estamos llamados a considerarlos”.[15]

En la enseñanza de Calvino también resalta su visión rica de la liturgia cristiana. Para él, la vida espiritual privada es nutrida y fortalecida por la vida espiritual en comunidad, en especial en el servicio en la iglesia. “Aquel que quiere ‘ver’ a Dios, que venga a la iglesia, al santuario de Dios, donde Él es ‘visto’ en la Palabra y los sacramentos”.[16]

Además, clave en el legado de Calvino es su entendimiento del trabajo y la vocación. Él rechazó la idea de que solo los ministros y trabajadores en la iglesia tenían una vocación por parte de Dios. Para Calvino, todo cristiano, en donde sea que se encuentre, puede glorificar al Señor en su trabajo obrando con excelencia y para Él. Dios nos ha puesto en nuestros trabajos y nos llama a realizarlos en el día a día.

Sin duda, hay mucho más para decir de alguien tan importante en la historia. No obstante, considerando que muchos creyentes en nuestros países están aprendiendo de él sobre cómo toda nuestra vida debe ser para la gloria de Dios, en lo que queda del artículo me enfocaré en tres lecciones que Calvino nos enseña sobre cómo luce vivir para el Señor.

En busca de mayor unidad

Hay varias lecciones en la vida y teología de Calvino. La primera es que debemos procurar la unidad en la iglesia si hemos de glorificar al Señor. Para Calvino, la unidad es vital para honrar a Cristo. Tal como Pablo escribió en Filipenses 1:27: “Solamente compórtense de una manera digna del evangelio de Cristo, de modo que ya sea que vaya a verlos, o que permanezca ausente, pueda oír que ustedes están firmes en un mismo espíritu, luchando unánimes por la fe del evangelio”.

De hecho, en 1557, Calvino propuso al reformador Felipe Melanchthon la convocatoria a “un concilio libre y universal para poner fin a las divisiones de la Cristiandad”.[17] Por supuesto, esto nunca se concretó como Calvino esperaba.

El teólogo Michael Horton explica:

“En algunas ocasiones, Calvino mostró una temeridad juvenil, terquedad confusa con fidelidad e impaciencia con coraje. Sin embargo, a medida que maduró en […] conflictos, Calvino se convirtió en un líder notablemente flexible y ecuménico [con otros protestantes], dispuesto a comprometer incluso puntos que consideraba muy importantes, si ofrecía esperanzas de una mayor unidad en la iglesia… En momentos en que otros fueron dados a la vehemencia, él podría ser la dulce voz de la razón y el compromiso”.[18]

“La unidad es invaluablemente buena”, decía Calvino. “[Cuando vemos división] no solo derramamos algunas lágrimas en nuestros ojos, sino todo un río”.[19] Para él, “la Iglesia siempre ha sido y siempre será responsable de algunos defectos que los devotos están obligados a desaprobar, pero que deben ser soportados en lugar de ser causa de feroz contención”.[20]

El principal aspecto en el que Calvino procuró unidad dentro del protestantismo fue en relación a la Cena del Señor. Los protestantes estaban divididos en este punto. Mientras los seguidores del reformador Zwinglio veían la Cena del Señor solo como un memorial, los luteranos creían que Jesús estaba verdaderamente presente en la Cena (a la vez que rechazaban la explicación que Roma daba para esto).

Ante este hecho, Calvino enseñó basado en la Palabra que “el cuerpo humano de Cristo está presente localmente en el cielo, pero que no tiene que descender para que los creyentes puedan participar realmente de Él porque el Espíritu Santo efectúa la comunión”.[21] Así, Calvino esperaba que ambos bandos abrazaran esta postura, lo cual no ocurrió completamente.

Sin el evangelio, todo es inútil y vano; sin el evangelio, no somos cristianos; sin el evangelio, todas las riquezas son pobreza, toda sabiduría es locura delante de Dios.

Estemos de acuerdo o no con Calvino en sus enseñanzas acerca de ciertos temas y la forma en que buscó la unidad, lo cierto es que él nos ejemplifica cómo un corazón entregado al Señor procura mayor unidad con otros corazones entregados también a Él.

Esta lección es relevante para nosotros en medio del despertar a la sana doctrina que vemos en nuestros países. Sin importar cuánto digamos que vivimos para Dios, si somos divisivos, contenciosos, e impacientes con otros hermanos, entonces no estamos viviendo para Él.

“Sin el evangelio, todo es vano”

La segunda lección que mencionaré, y que nos enseña Calvino, es que los cristianos necesitamos mantener en primer lugar lo que debe estar en primer lugar: el evangelio. Debemos procurar la unidad, pero no a expensas de Cristo y su obra. Los cristianos necesitamos vivir centrados en Él.

Aunque algunas personas piensan que lo más importante para Calvino era su doctrina de la soberanía de Dios en la predestinación y la salvación, lo cierto es que él enseñó demasiado poco sobre esos temas en comparación a otros como el amor de Dios, la oración, seguir a Jesús, y sobre todo el evangelio y la obra de Cristo como nuestro mediador.

Notamos esto en Calvino de manera especial en una histórica carta que escribió al cardenal Sadoleto, teólogo católico romano. El reformador se encontraba aún en Estrasburgo cuando Ginebra le pidió que escribiese una respuesta a un escrito de Sadoleto en el que invitaba a la ciudad a volver a Roma. Así que Calvino respondió señalando que la Reforma era un verdadero regreso a la Palabra de Dios y lo que la iglesia primitiva enseñó, y que la doctrina protestante y bíblica de la justificación solo por fe en Cristo es innegociable:

“Dondequiera que se quite el conocimiento [de la justificación solo por fe], la gloria de Cristo se extinguirá, la religión será abolida, la Iglesia destruida, y la esperanza de salvación completamente derrocada”.[22]

No basta tener la doctrina correcta en nuestras cabezas; la necesitamos en el corazón.

En otro lugar, Calvino escribiría:

“Sin el evangelio, todo es inútil y vano; sin el evangelio, no somos cristianos; sin el evangelio, todas las riquezas son pobreza, toda sabiduría es locura delante de Dios; la fortaleza es debilidad, y toda la justicia del hombre está bajo la condenación de Dios. Pero por el conocimiento del evangelio somos hechos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, conciudadanos con los santos, ciudadanos del Reino de los Cielos, herederos de Dios con Jesucristo, por quienes los pobres se hacen ricos, los débiles fuertes, los necios sabios, el pecador justificado, el desolado consolado, el dudoso seguro, y los esclavos liberados. El evangelio es la Palabra de vida y verdad. Es el poder de Dios para la salvación de todos aquellos que creen”.[23]

El ejemplo de Calvino y su centralidad en el evangelio nos lleva a preguntarnos: ¿también estamos centrados en el evangelio, o estamos priorizando otras cosas por encima de él?

Doctrina en el corazón

Por último, la tercera lección: no basta tener la doctrina correcta en nuestras cabezas; la necesitamos en el corazón. Ser un cristiano no se trata de simplemente saber y hablar mucha doctrina bíblica, sino primeramente de vivir según ella.

“La verdadera doctrina no es una cuestión de la lengua, sino de vida; tampoco la doctrina cristiana es captada solo por el intelecto y la memoria, como la verdad se capta en otros campos de estudio. Por el contrario, la doctrina se recibe correctamente cuando toma posesión del alma entera y encuentra un lugar de morada y refugio en los afectos más íntimos del corazón”.[24]

No podemos esperar dar fruto para la gloria de Dios si simplemente nos entretenemos con la verdad en vez de atesorarla en lo profundo de nosotros:

“Para que la doctrina sea fructífera para nosotros, debe desbordarse en nuestros corazones, difundirse en nuestras rutinas diarias y verdaderamente transformarnos en nuestro interior… El poder del evangelio debe penetrar los afectos más íntimos del corazón, hundirse en el alma e inspirar al hombre cien veces más que las enseñanzas sin vida de los filósofos”.[25]

En última instancia, como Calvino nos enseña, la vida cristiana genuina consiste en vivir presentando nuestros corazones como ofrenda al Señor que nos amó de tal manera que envió a su Hijo a una cruz para salvarnos.

Necesitamos entender esto si hemos de continuar con el legado de la Reforma hoy. Solo así podremos glorificar a Dios. Quiera el Señor que, si algún día la historia del despertar a la sana doctrina en nuestros países se llega a escribir, pueda hallarse que en verdad vivimos para Él.


[1] Recomiendo leer: Juan Calvino y la muerte de Serveto, por Jairo Namnún.

[2] Michael Reeves, The Unquenchable Flame: Discovering The Heart of The Reformation (B&H Academic, 2010), p. 112.

[3] Ibíd, p. 96.

[4] Ibíd, p. 97.

[5] Ibíd, p. 99.

[6] Ed. Joseph Haroutunian, Calvin: Commentaries (Westminster John Knox Press, 1958), p. 53.

[7] Michael Horton, Calvin on the Christian Life: Glorifying and Enjoying God Forever (Crossway, 2014), pos. 222-223.

[8] Ibíd, pos. 231-232.

[9] Reeves, p. 108.

[10] Christian History, John Calvin: Father of the Reformed faith.

[11] Ed. Jules Bonnet, Letters of John Calvin, Volume 4 (Presbyterian Board of Publication, 1857), p. 366

[12] Ed. Jules Bonnet, Letters of John Calvin, Volume 2 (Thomas Constable, 1857), p. 1549.

[13] Horton, pos. 240.

[14] Ibíd, pos. 310-311.

[15] John Calvin, Commentary on the Psalms: Volume 4 (Calvin Translation Society, 1849), p. 178.

[16] Horton, pos. 3211-3212.

[17] Ibíd, pos. 300-301.

[18] Ibíd, pos. 252-257.

[19] Ibíd, pos. 4642.

[20] Ibíd.

[21] Keith Mathison, Calvin’s Doctrine of the Lord’s Supper.

[22] John Calvin’s Letter to Cardinal Sadoleto (1539).

[23] Ed. Joseph Haroutunian, p. 67.

[24] John Calvin, A Little Book on the Christian Life (Reformation Trust Publishing, 2017), p. 12-13.

[25] Ibíd.


Imagen: Lightstock.
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