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Cuando cursaba un semestre en la universidad, mis amigas y yo pasábamos el tiempo libre leyendo y discutiendo el libro de Wendy Shalit, A Return to Modesty: Discovering a Lost Virtue [Regreso a la modestia: Descubriendo una virtud perdida]. Shalit, filósofa judía, argumentaba que una cultura de sexo sin límites es perjudicial y que la modestia femenina* es buena tanto para las mujeres como para la sociedad en su conjunto.

Cada semana, mis amigas y yo tendíamos una manta en una parte soleada del césped en el campus y debatíamos cosas como si el pudor femenino es inherente o cultural, si los estándares de la modestia disminuyen o empoderan a las mujeres, si el argumento de Shalit es consistente con las enseñanzas de la Biblia, y si nuestra modestia es tan importante como Shalit parecía pensar.

Al oír hablar de nuestra discusión, un grupo de chicos cristianos del campus empezó a referirse a nosotras como «las puritanas».

No era un cumplido.

Un tema difícil

En los veinte años que han pasado desde mi época universitaria, hablar de la modestia femenina no ha resultado más fácil. Por un lado, los cristianos que denuncian el legalismo de la cultura de la pureza se oponen a las enseñanzas que pretenden establecer normas de vestimenta y conducta sexual dirigidas específicamente a las mujeres y que no se mencionan específicamente en las Escrituras. Por otro lado, el mundo incrédulo echa por tierra todos los límites de la autoexpresión sexual y odia cualquier intento de corregir las preferencias de alguien. Más allá de eso, todos nosotros, con razón, somos cuidadosos para no colocar con negligencia la responsabilidad del abuso sobre las víctimas.

La modestia femenina plantea preguntas sobre normas culturales, diferencias sexuales e interpretación bíblica. Para algunos, también evoca culpa y vergüenza. No es de extrañar que prefiramos ignorar el tema por completo.

Cada mañana, las mujeres siguen vistiéndose. Si no examinamos las decisiones que tomamos, no obedecemos el mandato «tengan cuidado cómo andan»

Pero cada mañana, las mujeres siguen vistiéndose. Si no examinamos las decisiones que tomamos, no obedecemos el mandato de Pablo de «tengan cuidado cómo andan» (Ef 5:15). Es más, si no hemos reflexionado sobre cómo nos vestimos, tampoco podremos ayudar a la siguiente generación a reflexionar al respecto.

Oportunidad para el discipulado

Las madres que me preguntan sobre la modestia suelen preguntar algo así como: «¿debo permitirle que use tops cortos?» o «¿qué hay de los bikinis?». Pero, si bien esas pueden ser las preguntas inmediatas, el asunto más profundo tiene que ver con la clase de personas en las que Dios nos está convirtiendo. Para ayudar a nuestras hijas a tomar decisiones acertadas, debemos poner un fundamento firme.

De pie ante el armario de los pantalones cortos y los trajes de baño, tenemos una oportunidad para el discipulado. La verdadera pregunta no es qué tan corto o qué tan bajo (aunque puede que tengamos que responder esas preguntas en el camino para ser realmente de ayuda); se trata de identidad.

Shalit dice que una mujer vestida de manera inmodesta «se está presentando de una manera que hace violencia a lo que realmente es». Lo que vestimos cuenta una historia sobre quiénes somos. Cuando Dios confeccionó las primeras ropas para Adán y Eva (ropas que, estoy convencida, estaban bellamente confeccionadas y no eran en absoluto los andrajosos trajes de Pedro Picapiedra que aparecen en los materiales de escuela dominical), estaba expresando algo sobre quiénes eran ellos: personas caídas y, sin embargo, tiernamente cuidadas por Dios. Y todo lo que hemos sacado de nuestros armarios en las generaciones posteriores debería contar una historia similar.

Como madres que hablan a sus hijas y como mujeres mayores que animan a las más jóvenes, tenemos la oportunidad de dar forma no solo a dobladillos o escotes, sino a personas con almas inmortales. Cuando llamemos a las jóvenes a recordar quiénes son, les ayudaremos a decidir qué ponerse.

Vístete. Cuenta una historia real.

Considera cinco verdades sobre nuestra identidad que pueden ayudar a las mujeres (jóvenes y mayores) a vestirse.

1. No te perteneces.

«No se pertenecen a sí mismos», escribe Pablo, «porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo» (1 Co 6:19-20). Todo lo que hagamos con nuestro cuerpo debe hacerse reconociendo que no nos pertenece. Para los hijos e hijas de Dios, las opciones de vestimenta no son ilimitadas. Tenemos la oportunidad de señalar a nuestras hijas el privilegio de elegir la ropa con el fin de glorificar a Dios en el mundo. Porque Él nos creó y nos redimió, nos vestimos —y hacemos todo lo demás— para honrarle.

2. Eres una mujer.

En el principio, Dios los creó hombre y mujer, a Su imagen y semejanza. No somos simplemente personas en general; somos mujeres. Las instrucciones del Nuevo Testamento sobre la longitud del cabello masculino y femenino (1 Co 11:14-15) indican que las mujeres deben tener un aspecto diferente al de los hombres. Somos mujeres diversas —con preferencias diversas, cuerpos diversos, antecedentes culturales y étnicos diversos, circunstancias diversas— y una mujer necesitará ropa diferente de la otra. Pero, elijamos lo que elijamos, nuestra ropa no debe buscar la androginia. Su objetivo debe ser expresar (y disfrutar) el hecho de que Dios nos creó mujeres.

Cuando llamemos a las jóvenes a recordar quiénes son, les ayudaremos a decidir qué ponerse

Toda persona tiene partes del cuerpo que son «no presentables» y por eso deben ser «tratadas con mayor modestia» (1 Co 12:24). Una mujer, por designio del Señor, tiene un cuerpo particular, y por eso lo que elegimos vestir debe acomodarse al cuerpo que el Señor nos ha dado. Cubrir ciertas partes no niega el hecho de nuestra sexualidad dada por Dios ni pretende disminuir nuestra belleza. Al contrario, como indica la analogía de Pablo, tratar estas partes con modestia es señal de honrar su importancia.

Como escribió Elisabeth Elliot en Let Me Be a Woman [Dejame ser mujer]: «El hecho de ser mujer no me convierte en un tipo diferente de cristiana, pero el hecho de ser cristiana me convierte en un tipo diferente de mujer». Dios te hizo mujer. Vístete como tal.

3. Perteneces a una comunidad.

En toda la Escritura no hay cristianos solitarios. Tan pronto como Dios llama a alguien a Sí mismo, inmediatamente une a esa persona con todo Su pueblo. Formamos parte de la iglesia, la comunidad de los redimidos.

Esto significa que no nos vestimos pensando solo en nosotras mismas. Nos vestimos como personas que pertenecen a otras personas. Cuando los apóstoles instruyeron a las mujeres para que se adornaran con delicadeza más que con joyas (1 P 3:3-5) y con buenas obras más que con ropas costosas (1 Ti 2:9-10), escribían a la iglesia reunida. Estas palabras llamaban públicamente a las congregaciones a crear una cultura en la que la piedad fuera más importante que la ropa. Como individuos y como grupo, la apariencia de las mujeres en nuestras iglesias debería testificar que nos importan mucho más los corazones que los atuendos.

Esto también significa que haremos todo lo que esté en nuestras manos para promover la santidad en los corazones y las mentes de nuestros compañeros y compañeras en la fe. Estamos «llamados a ser santos con todos» (1 Co 1:2). No queremos que nuestra ropa sea ocasión de celos o de lujuria. Puede que no sea nuestra responsabilidad si alguien peca, pero es nuestro privilegio ayudar a evitarlo. Porque amamos a los santos —porque Cristo ama a los santos— estamos dispuestos a elegir nuestra vestimenta para fomentar la santidad de la comunidad.

4. Estás llamada a servir.

En la Biblia abundan los vestidos elegantes: trajes de boda, túnicas de fiesta, abrigos ornamentados para los niños favorecidos. El mandamiento de «gozarnos con los que se gozan» (Ro 12:15) significa que algunos días nos vestiremos con ropas diseñadas para celebrar los buenos dones de Dios y para unirnos al gozo de otras personas. Pero la mayoría de los días no son días de fiesta.

La mayoría de los días son días de trabajo. Por eso, la mayor parte de nuestra ropa debe permitirnos servir: inclinarnos para cargar a un bebé, agacharnos y limpiar algo que se haya derramado en el comedor, subir una escalera para visitar a una amiga, subirnos a una plataforma y enseñar, ayudar a llevar las pertenencias de alguien o a colocar los suministros en un estante.

Cuando se habla de vestirse, las traducciones antiguas de las Escrituras utilizan la palabra «ceñirse», el lenguaje para atarse un cinturón como paso final de preparación. Los hijos de Aarón se ceñían para el ministerio del sacerdocio; los soldados de David se ceñían para la batalla; Jesús se ciñó antes de lavar los pies a los discípulos.

Nuestra ropa no debe impedirnos ser útiles; debe ayudarnos a serlo. Si se nos llama a trabajar y a servir —y así es—, debemos ceñirnos teniendo en cuenta nuestro llamado.

5. Estás bajo autoridad.

Los padres cristianos oran por sus hijos, los guían hacia Cristo y procuran formarlos en la verdad bíblica y en el camino de la sabiduría. Según sea necesario, los padres también dan a sus hijos reglas específicas. Esto es obviamente esencial para los niños pequeños, pero es igualmente importante para los adolescentes. Ya se trate de dulces antes de la cena o de ropa para ir a la iglesia, los padres tienen la obligación de discipular a sus hijos para que amen lo que es mejor.

No siempre es fácil tomar decisiones sobre lo que nuestras hijas deben vestir, y también suele ser tentador desestimar la autoridad legítima de quienes establecen los códigos de vestimenta. Hace varios años, cuando trabajaba en el intercambio de uniformes en la escuela de mis hijas, a menudo me encontraba con faldas que se habían acortado o ajustado en contra de las normas de vestimenta, no por razones de ajuste, sino simplemente porque las niñas preferían ese estilo y los padres accedían.

Pero somos personas bajo autoridad. En primer lugar, nos sometemos a la autoridad del Señor, pero también a toda autoridad legítima que Él haya establecido (1 P 2:13-14). Por eso nos vestimos como personas bajo autoridad. Las normas de los padres sobre la vestimenta, el código de vestimenta en la escuela o en el campamento, y las directrices en la piscina o en el lugar de trabajo, por arbitrarias que parezcan, han sido dictadas por la autoridad. Desechamos esas normas en detrimento de nuestras almas; o nos sometemos gozosamente a ellas bajo la autoridad del Señor.

Aunque la imaginación popular asume que la modestia no es más que unos centímetros de piel, la modestia comienza con un discipulado robusto y no es una cuestión trillada. Con la ropa que elegimos, contamos una historia sobre quiénes somos.

Digamos la verdad.


*Seguramente hay cosas que decir sobre la modestia masculina, pero yo soy una mujer discipulando a otras mujeres y, aunque mucho de lo que digo aquí también puede aplicarse a los hombres, los asuntos de la vestimenta masculina están fuera del alcance de este artículo.

Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
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