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Tener un tiempo intencionalmente separado en el año para meditar en la encarnación del Verbo es un gran regalo. Junto con Adviento, la Navidad nos provee una instancia única para rememorar, desde el jardín del Edén hasta el establo de Belén, el desarrollo histórico de la promesa del Redentor que aplastaría la cabeza de la serpiente. Estas razones por sí mismas ya son suficientes para celebrar la Navidad.

Quisiera, sin embargo, compartir una razón adicional para celebrar el nacimiento de Cristo este próximo 25 de diciembre. Permíteme plantearla como un relato.

Hubo un tiempo, hace más de quince siglos atrás, que los habitantes de lo que hoy es Europa vivían de la tierra y su supervivencia dependía de los ciclos estacionales. Aunque vivían en idolatría, no dejaron de tener el testimonio que Dios les dio de sí mismo: granos, frutos, hijos, animales, lluvias, y sol (Hch 14:17). En ese contexto, ¿a quién alabar por estos dones? Especialmente en las regiones del norte, ¿a quién agradecer por la luz del sol en una región donde los días invernales son fríos y oscuros?

Los más sabios entre estos paganos observaron los ciclos. Notaron que en una fecha determinada del invierno, los días dejaban de acortarse y, a partir del día siguiente, comenzaba a haber cada vez un poco más de sol. Es lo que hoy conocemos como el solsticio de invierno. En sus corazones entenebrecidos que se habían negado a adorar al Creador y adoraban a las cosas creadas (Ro 1:25), dijeron: “¡El sol es invencible! Parece que pierde la batalla contra la oscuridad, pero llega un momento en que él vuelve a recuperar su fuerza”.

El Cordero nacido, inmolado, y resucitado establecerá una nueva creación y Su Reino jamás tendrá fin

Así establecieron una celebración con toda la belleza de seres creados a imagen de Dios, pero con toda la fealdad de pecadores alejados de su Creador: adornaron árboles, encendieron luces, y celebraron un festín comunitario. Eran tiempos de ignorancia espiritual, pues aún no habían conocido al Dios que, con mucha misericordia, había dado alegría a sus corazones.

Así pasaron los siglos hasta que un día una comunidad de misioneros cristianos se instaló en las inmediaciones de sus aldeas. Levantaron una capilla con una cruz en su cúspide, construyeron una casa donde vivir juntos, y se dedicaron a aprender la lengua y a conocer las costumbres de estas tribus. Evangelizaron mediante la hospitalidad, la predicación, y la educación.

Fue así como el anuncio glorioso del evangelio llegó a estas tribus paganas. Muchos se convirtieron sinceramente al mensaje de Cristo, otros no. Todos, sin embargo, profesaron ser cristianos, ya que, conforme a su cultura, si el rey se convertía todo el pueblo estaba obligado a bautizarse. Las cosas comenzaron a cambiar para todos de forma drástica pero paulatina, como la luz solar después del solsticio de invierno: un poco más de rectitud y dignidad para todos. Un poco más de respeto hacia niños y ancianos. Un poco más de compasión hacia el desvalido. Un poco más de igualdad entre hombres y mujeres. Un poco más de ciencia y sabiduría en lugar de superstición y mitología. Un poco más de paz y justicia en lugar de guerra y saqueos.

Llegó un punto en que acordaron: “¿Qué tal si mantenemos la fecha del solsticio, pero dándole un nuevo significado? ¿Y si adornamos árboles para recordar que Cristo es el retoño que volvió a brotar del tronco cortado de Isaí? ¿Y si encendemos luces para rememorar que la Luz del mundo nació entre nosotros? ¿Y si hacemos un festín comunitario para celebrar el nacimiento del Redentor? ¿Y si cantamos canciones sobre nuestro Salvador Jesucristo, quien iluminó ese humilde establo de Belén al nacer y, tras Su muerte y resurrección, extiende más y más su luz por todo el mundo?”.

Lo que vino después lo conocemos bien: Martín Lutero amó esta fiesta y compuso himnos para festejarla; Juan Calvino quiso celebrarla en Ginebra, pero el consejo de la ciudad se opuso; J. S. Bach compuso el más bello oratorio para meditar en su significado; los estados laicos decretaron esta fiesta cristiana como un feriado para todos y, en general, los no-cristianos guardan relativa reverencia ante esta fecha.

En la cultura pop no pasa inadvertida, como cuando Linus, amigo del perro Snoopy, recitó el capítulo 2 de Lucas en el jazzístico Especial de Navidad de Charlie Brown, o cuando el pequeño Macaulay Culkin, en su papel de Kevin, el niño olvidado por su padres en la película Home Alone (“Mi pobre angelito”), cobra ánimo mientras se refugia en una iglesia.

Una razón más para celebrar la Navidad es que ella nos recuerda la victoria cultural del cristianismo en Occidente

Me parece, por lo tanto, que una razón más para celebrar la Navidad es que ella nos recuerda la victoria cultural del cristianismo en Occidente. Celebrar a Jesucristo y Su encarnación con sencillez, en estos tiempos en que el moderno paganismo consumista pretende volver a oscurecer esta fecha, es un acto misional de subversión piadosa. Es una manera de encender nuestros corazones de pasión por la extensión del Reino de Dios.

En muchos lugares de Occidente el cristianismo parece perder importancia y su influencia en los valores e instituciones parece una reliquia del pasado. Pero nosotros hemos leído la Escritura y conocemos el final de esta historia: ¡Cristo vence! El Cordero que fue inmolado pronto volverá a juzgar. Él establecerá una nueva creación inundada de justicia, amor, y paz. Su Reino jamás tendrá fin.

Celebremos esta Navidad porque ella es el testimonio de la victoria de Jesucristo como Señor de las naciones. Mediante esta celebración llenémonos de esperanza hacia el futuro mientras miramos el pasado y vemos cuán gloriosas conquistas el Espíritu de Dios realizó mediante la predicación, el servicio, y las obras de misericordia de la Iglesia.

Que esta Navidad nos sirva para adorar a Cristo y alegrarnos en su salvación y… también para cobrar ánimo para la misión.

¡Feliz Navidad!

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