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El silencio de la madrugada fue interrumpido por los gritos de unos hombres armados que entraron violentamente en la casa de los Rodriguez, dándoles apenas unas horas para irse de su hogar.

Muy lejos de allí, el sonido de las sirenas anunció una nueva ronda de ataques aéreos; pero esta será la última vez que la familia Melnyk lo escuche, porque están decididos a marcharse en busca de seguridad.

A otros miles de kilómetros, la hambruna y la sequía obligan a la familia Nwosu a dejar su parcela en búsqueda de una vida mejor. Como ellos, hay poco más de 108 millones de personas desplazadas (según un informe de la ONU), quienes han tenido que marcharse de sus hogares, sin elegir el cómo o el cuándo y, muchas veces, sin saber a dónde.

Quizás has escuchado historias como estas. Quizás, como yo, has visto a tu familia sufrir por el desarraigo. Quizás sufriste el despojo de todo aquello que te daba una identidad, para transitar con dolor e incertidumbre hacia un lugar desconocido. Es posible que aún estés tratando de adaptarte a una nueva cultura mientras extrañas todo lo que un día fue tuyo: tu tierra, tus costumbres, tus seres queridos.

Si has experimentado el dolor del desarraigo, quiero contarte una historia parecida a la tuya para que encuentres esperanza en tu situación.

La primera expulsión de la historia

Esta historia comienza con un jardín hermoso lleno de toda la provisión necesaria. Allí Dios puso a los seres humanos para que llenaran la tierra y la cultivaran (Gn 1:28, 2:15). Todo era bueno en gran manera (1:31), un hogar del que nadie querría salir.

Seguramente conoces lo que pasó después. Un enemigo entró en el jardín e indujo con engaños a Adán y Eva a comer el fruto que Dios les había prohibido (Gn 3:1-6). Debido a su pecado, sucedió la primera expulsión en la historia de la humanidad: los seres humanos fueron exiliados del Edén a causa de su desobediencia, hacia un desierto desconocido (v. 24), donde la tierra produciría espinos y cardos, y sería difícil la vida (vv. 17-19).

Jesús, el Rey sin hogar, nos enseña con Su vida cómo debemos vivir en el exilio: ¡sé humilde! ¡Espera en Dios!

Pero antes de expulsarlos, Dios les prometió que no sería así para siempre. Él les dio palabras de esperanza de que un día se levantaría un descendiente de Eva, quien derrotaría a aquel por cuyos engaños comenzó la historia del destierro de la humanidad (Gn 3:15).

La vida en el exilio

La Biblia no esconde las consecuencias del pecado humano. Luego de la caída de Adán y Eva, la vida en el exilio de la presencia de Dios está marcada por el hambre, la guerra, las enfermedades, el sufrimiento y la muerte.

Pero a medida que la historia avanza, Dios revela más de Su plan de redención, pues promete darle una tierra a Abraham y a sus descendientes (Gn 15:18). Dios no solo ha prometido a un descendiente que aplastará la cabeza de la serpiente, sino también una tierra para habitar. Dios prometió un hogar permanente para Su pueblo.

La promesa se cumplió (al menos, parcialmente) cuando, bajo el liderazgo de Josué, los israelitas tomaron la tierra de Canaán que Dios les había prometido (Jos 21:45). Pero siglos después, el pecado del corazón de Israel haría que fueran expulsados de aquella tierra y llevados en cautiverio a Babilonia. Se repetía la historia del Edén.

Cristo sufrió el desarraigo y la muerte para que tú y yo seamos herederos de la tierra donde mora la justicia para siempre

Como el pueblo de Israel, nosotros también sufrimos las consecuencias de aquella primera expulsión del Edén y de vivir en un mundo alejado de Dios. Como Abraham, hemos peregrinado de un lugar a otro mientras esperamos en Dios; como Jacob, hemos intentado escapar de las consecuencias de  nuestros pecados; como José, hemos sufrido tiempos de injusticia y esclavitud; como David, tuvimos que huir por las amenazas; como Rut, hemos quedado desamparados por la realidad de la muerte; como Elías, hemos sufrido persecución por predicar la Palabra del Señor; como Jeremías, hemos tenido que llorar por el aumento de la decadencia social.

Desde su lugar de destierro y sufrimiento, los israelitas cantaron salmos para recordar la promesa de Dios y vivir de acuerdo a esa esperanza:

Confía callado en el SEÑOR y espera en Él con paciencia;
No te irrites a causa del que prospera en su camino,
Por el hombre que lleva a cabo sus intrigas…
Porque los malhechores serán exterminados,
Pero los que esperan en el SEÑOR poseerán la tierra.
Un poco más y no existirá el impío;
Buscarás con cuidado su lugar, pero él no estará allí.
Pero los humildes poseerán la tierra
Y se deleitarán en abundante prosperidad (Sal 37: 7, 9-11).

A pesar del exilio de Israel, la promesa de una tierra que fluye leche y miel seguía firme para el pueblo de Dios. Mientras avanza la historia, Dios confirmó una y otra vez Su promesa de redimir a Su pueblo de las consecuencias de su pecado.

«Vienen días», declara el SEÑOR,
«En que levantaré a David un Renuevo justo;
Y Él reinará como rey, actuará sabiamente,
Y practicará el derecho y la justicia en la tierra.
En sus días Judá será salvada,
E Israel morará seguro;
Y este es Su nombre por el cual será llamado:
“El SEÑOR, justicia nuestra”.

Por tanto, vienen días», declara el SEÑOR, «cuando no dirán más: “Vive el SEÑOR, que hizo subir a los israelitas de la tierra de Egipto”, sino: “Vive el SEÑOR que hizo subir y trajo a los descendientes de la casa de Israel de la tierra del norte y de todas las tierras adonde los había echado”. Entonces habitarán en su propio suelo» (Jer 23:5-8)

El profeta Jeremías aseguró que vendría un Rey justo que haría que Su pueblo habite nuevamente en la seguridad de la tierra de Dios. ¡Este Rey es la simiente de Eva que esperaba toda la humanidad! ¡Qué esperanza tan maravillosa!

El Rey desterrado y sin hogar

Mateo inicia su evangelio de una manera sorprendente. Finalmente ha llegado el Rey justo y prometido por Jeremías y los demás profetas, el Descendiente que traería fin al exilio: Jesús, el hijo de David (Mt 1:1).

Sin embargo, al inicio solo es reconocido como Rey por unos extranjeros, unos sabios del oriente (Mt 2:2), mientras que tiene que vivir como desterrado de Su propio pueblo. Es así que, siendo apenas un niño, Jesús debe huir con Sus padres a Egipto para evitar ser asesinado por Herodes (v. 13).

Cuando Herodes muere, Jesús vuelve a la tierra de Israel y, cuando inicia su ministerio terrenal, vemos que es ¡un Rey sin hogar!: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (Mt 8:20). Pero a pesar de Su desarraigo, Jesús enseñaba una verdad poderosa: «Bienaventurados los humildes, pues ellos heredarán la tierra» (5:5).

Jesús, el Rey desterrado y sin hogar, haciendo eco del Salmo 37, nos enseña con Su vida cómo debemos vivir en el exilio: ¡sé humilde! ¡Espera en Dios! ¡No te impacientes! ¡Aguarda la justicia! Porque viene el día en que nosotros, como el pueblo de Dios e hijos de Abraham por la fe en Cristo (Gá 3:6-9; Ro 4:8-12), heredaremos la tierra.

Hay esperanza para los desarraigados porque Jesús promete una tierra donde la justicia mora para siempre

Pero al Rey sin hogar le esperaba un último destierro. Expulsado fuera de la ciudad, lo colgaron en una cruz y la ira de Dios cayó sobre Él. Cristo sufrió el desarraigo y la muerte para que tú y yo seamos herederos de la tierra donde mora la justicia para siempre (2 P 3:13). Y porque Él resucitó sabemos que tenemos la esperanza segura de un hogar mejor que cualquiera que alguna vez hayamos habitado o soñado (1 P 1:3-4).

Corriendo la carrera en el exilio

Como Jesús en la tierra, Sus primeros discípulos también vivieron en el desarraigo, la persecución y las amenazas de muerte. Desde su exilio, muchos de ellos escribieron palabras de ánimo para todo aquel que sufre la misma condición por causa de Cristo.

Por ejemplo, Pablo recuerda a los cristianos que ya no somos ciudadanos del mundo, sino del cielo (Fil 3:20), Pedro nos llama extranjeros y peregrinos (1 P 2:11) y el autor de Hebreos nos anima a ver la fe de aquellos que buscaban la patria celestial (He 11). Por consiguiente, estos tres autores nos animan para que, olvidando lo que queda atrás, corramos con paciencia la carrera de nuestra peregrinación, despojándonos de todo peso y del pecado hasta alcanzar la meta, puestos los ojos en Cristo para que no desmayemos (Fil 3:13-14; He 12:1-3).

Esta es una verdad que no debemos olvidar: tu y yo hemos nacido en el exilio. Aunque en esta tierra tengamos algo a lo que llamemos «hogar», en realidad, por medio de Cristo, estamos en camino hacia nuestro verdadero hogar. Mientras tanto, somos llamados a perseverar en la esperanza de Cristo, quien nos prometió un hogar (Jn 14:2-4) y nos dejó Su ejemplo de cómo vivir como peregrinos en este mundo.

Esperanza para los desarraigados

El último de los autores desarraigados del Nuevo Testamento, el apóstol Juan, escribió desde la isla de Patmos estas hermosas palabras sobre el futuro glorioso que nos espera en el cielo y tierra nuevos:

Entonces oí una gran voz que decía desde el trono: «El tabernáculo de Dios está entre los hombres, y Él habitará entre ellos y ellos serán Su pueblo, y Dios mismo estará entre ellos. Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado» (Ap 21:3-4).

Si tus lágrimas corren hoy por causa del desarraigo que sufres, déjame decirte esto: Hay esperanza para los desarraigados porque Jesús promete una tierra donde la justicia mora para siempre y donde nada malo volverá a suceder porque Dios mismo vive ahí. Esa es nuestra esperanza en medio del exilio de este mundo. Y nuestra esperanza es verdadera, porque Sus palabras son fieles y verdaderas (Ap 21:5).

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