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La crianza de los hijos es difícil. Ya sea que estemos lidiando con las rabietas de niños pequeños o temperamentos adolescentes, necesitamos ánimo en las trincheras.

Pero a veces, en lugar de cultivar esperanza en Cristo, minimizamos nuestro pecado para tratar de animarnos a nosotras mismas. En un día lleno de tiempo perdido, palabras impacientes, motivos egoístas, y respuestas furiosas, miramos hacia atrás y nos decimos a nosotras mismas: ¡No te preocupes! Ningún padre es perfecto. ¡Estás haciendo lo mejor que puedes!

Es difícil admitir la profundidad de nuestros fracasos. Quiero ser una buena madre. Amo a mis hijos y quiero que se sientan amados. También quiero hacer mi mayor esfuerzo para ser una mejor madre, una que depende cada vez más del Espíritu para imitar el amor y la paciencia de Dios.

Algunos días soy simplemente una mala madre. Necesito la esperanza de que Jesús puede limpiarme de mi maldad

Pero la verdad es que no siempre hago lo mejor que puedo. Ninguna de nosotras lo hace. A veces le grito a mis hijos. Los avergüenzo por su mal comportamiento. Los trato como un estorbo. No los escucho. Me molestan sus necesidades. Retengo el perdón. Alimento la amargura. Les pongo mala cara y doy portazos. El motivo detrás de mi disciplina se convierte en punitivo en lugar de redentor.

Algunos días soy simplemente una mala madre. En esos momentos no necesito la falsa seguridad de que estoy haciendo lo mejor que puedo, porque no es verdad. Necesito la esperanza de que Jesús puede limpiarme de mi maldad.

Llama al pecado por su nombre

En el fondo, sabemos que nuestro problema no es solo nuestra debilidad, es nuestra maldad. Y nuestras huecas autoafirmaciones y excusas no traen esperanza a nuestros huesos cansados. Debemos dejar a un lado esa fachada de que estamos “haciendo nuestro mejor esfuerzo” y admitir cuando no es cierto. Cuando minimizamos el pecado, negamos la gracia que viene con el arrepentimiento.

Aunque identificar nuestro pecado puede parecer una manera poco probable de encontrar la paz, la Escritura insiste que lo es: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1:8-9).

Si queremos verdadera libertad, libertad que nos limpia de la maldad, debemos nombrar honestamente nuestra maldad. Cuando estamos siendo perezosas en nuestra crianza, no podemos llamarlo “cansancio”. Cuando estamos siendo duras, no podemos llamarlo “disciplina”. Cuando estamos siendo egoístas, no podemos llamarlo “autocuidado”.

Dios nos ha llamado a ser mejores padres, no un “mejor” que sea mejor que la madre de al lado, o un “mejor” moldeado por expectativas sociales, o incluso un “mejor” que ayer, sino un “mejor” que refleje su gracia transformadora. Pero nunca tendremos acceso a esa gracia, y mucho menos deleitarnos en ella, hasta que cambiemos las huecas palabras de ánimo por una confesión honesta.

1. Confiesa a Dios

Dios sabe cuán profundo es nuestro pecado: Él ya ha derramado juicio sobre su Hijo por esa causa. Él conoce los siniestros motivos detrás de cada cosa dura, manipuladora, y egoísta que decimos y hacemos los padres. Limpiar nuestro comportamiento externo no oculta nuestra depravación interna. Dios no está interesado en domar nuestro pecado, está aquí para aplastarlo.

Dios no está interesado en domar nuestro pecado, está aquí para aplastarlo

Dios nos ha liberado del dominio del pecado, nos ha dado la ayuda de su Espíritu, y ha derramado gracia para ayudarnos a vencer la tentación. Para su pueblo comprado con sangre, siempre hay una manera de escapar (1 Co. 10:13). Cuando nuestros hijos se quejan, desobedecen, y nos faltan al respeto, Dios nos da todo lo que necesitamos para vencer la ira que brota en nuestros corazones.

Sin embargo, si tontamente nos volvemos al pecado en lugar del Espíritu, sintiendo luego el peso de nuestro fracaso, podemos correr al trono de la gracia, donde la confesión siempre es bienvenida. Dios ciertamente es “fiel y justo para perdonarnos los pecados” (1 Jn. 1:9), y qué gozo es experimentar la extravagancia de su perdón.

2. Confesemos a nuestros hijos

No recuerdo muchos detalles sobre las formas en que mis padres pecaron contra mí. Lo que más resuena en mi mente es cómo ellos regresaron y se disculparon. En lugar de cambiar la culpa u ocultar su pecado bajo la alfombra, ellos mostraron que el Espíritu estaba trabajando en ellos, dándoles convicción y fortaleciéndolos para cambiar.

Cada vez que confesamos nuestros pecados a nuestros hijos, demostramos el efecto transformador del evangelio que profesamos. Cuando buscamos el perdón de ellos, apropiándonos de la gravedad de nuestra culpa en lugar de tratar de minimizarla, demostramos que en Cristo no necesitamos esconder nuestro pecado ni andar en vergüenza. Podemos confrontar palabras y acciones impías en toda su fealdad, porque la cruz nos cubre. Nuestros fracasos no tienen que ser un obstáculo para la fe de nuestros hijos; en cambio, pueden centrar la atención en las impresionantes buenas nuevas de Jesús.

3. Confiesa a hermanos y hermanas

Cada vez que confesamos nuestros pecados a nuestros hijos, demostramos el efecto transformador del evangelio que profesamos

El pecado crece cuando lo mantenemos en la oscuridad. Una de las bendiciones de la comunión con otros creyentes es que ayuda a traer nuestro pecado a la luz. Después de confesar a Dios y a nuestros hijos, confesar a hermanos y hermanas de confianza en Cristo es un acto de humildad que Él bendecirá.

No me gusta confesar detalles de mi ira a las mujeres de mi grupo comunitario. Prefiero ser el ejemplo estelar de maternidad piadosa, impartiendo sabiduría a todos los que escuchan. Incluso, cuando confieso mi pecado, soy tentada a socavar sutilmente su seriedad. Es mucho más fácil explicar que estaba teniendo un día difícil, y luego rápidamente volcarme hacia la culpabilidad de mis hijos. Al igual que Adán y Eva, señalo a los demás.

Cuando somos tentados a hacer eso, tenemos que rendir nuestro ego; el camino hacia la misericordia es a través de matar el orgullo. Proverbios 28:13 nos recuerda: “El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona hallará misericordia”. Nuestros hermanos y hermanas cristianos pueden ayudarnos a abandonar el pecado, y cuando abrazamos el frecuente trago amargo de la confesión pública, podemos probar la dulzura de la misericordia de nuestro Padre.

Si los padres enojados, egoístas, retraídos, amargos, ansiosos, y controladores tienen alguna esperanza de llegar a ser padres pacientes, generosos, amables, y sufridos que reflejan el amor sacrificial del Salvador, necesitamos algo más que vacías palabras de aliento. Necesitamos invitar a la convicción y corrección del Espíritu para poder llamar a nuestro pecado por su nombre y confesarlo libremente. Solo entonces conoceremos el gozo del perdón. Esto ofrece mucha más esperanza y paz que pretender que estamos haciendo lo mejor que podemos hacer.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Diana Rodríguez.
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