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Nota del editor: 

Este devocional está tomado del ebook Noticias de gran gozo: 25 reflexiones para celebrar el Adviento.

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«Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús, el cual, aunque existía en forma de Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse, sino que se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Filipenses 2:5-8).

En la película El camino hacia el Dorado, el sacerdote pagano Tzekel-Kan se da cuenta de la farsa de los supuestos dioses Tulio y Miguel, al ver que la ceja de uno de ellos está sangrando después de un juego de pelota particularmente intenso. Tzekel-Kan explica a su aterrado siervo: «¿Sabes por qué los dioses exigen sangre? Porque los dioses no sangran».

Es claro que los dioses de Tzekel-Kan no tienen relación alguna con el Dios verdadero. 

Desafortunadamente, muchos de nosotros tenemos una visión de Dios tan distorsionada como la de este sacerdote ficticio. El dios de nuestra imaginación es un dios lejano y colérico, listo para señalar cada una de nuestras faltas y acusarnos por nuestro pecado. Un dios que no está satisfecho en sí mismo, sino que vive sediento de nuestra sangre.

Pero la Escritura nos presenta a un Dios distinto. Un Dios que rompe con todo esquema y expectativa humana. Un Dios santo, sin duda, pero cuya santidad no lo lleva a alejarse con rabia sino a acercarse con ternura, de la forma más increíble posible: tomando forma humana y entregándose hasta la muerte por los pecados de su pueblo.

El Dios de la Biblia, lejos de exigir como si algo le hiciera falta, se desbordó en amor por su creación y vino al mundo para restaurarla. Jesús nos mostró que los sacrificios del Antiguo Testamento solo eran una sombra del sacrificio perfecto que acabaría con el poder del pecado para siempre. Jesús se humilló hasta morir para que nosotros no tuviéramos que morir eternamente. 

¿Cómo puede un Dios infinitamente glorioso humillarse y sufrir? No hay palabras para expresar el amor sublime de aquel que «no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse». No hay palabras para expresar la majestad eterna de aquel que lavó los pies de aquellos a quienes conoció desde antes de la fundación del mundo.

Si el Rey eterno se humilló y sirvió a su pueblo, ¿cómo no lo haremos nosotros? Vivamos con alegría en obediencia a Dios, «puestos los ojos en Jesús […] quien por el gozo puesto delante de Él soportó la cruz» (Heb 12:2).

Tzekel-Kan miró la herida de un hombre y dijo: «Él no puede ser un dios». Nosotros miramos las heridas de Cristo en la cruz y clamamos: «¿Qué dios es como nuestro Dios?». ¡Sirvamos a Él con humildad y gozo!

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