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Lectura: Mateo 27:62-66; Isaías 53:9-10; Salmo 31:1-4, 15-16.

El silencio es estrepitoso. La tumba está sellada. La gente, en sus casas. Los discípulos, escondidos. Temerosos. Preguntándose cómo sucedió todo tan rápido. Tan solo unos días atrás entraban a Jerusalén al son de cánticos de hosanna, ¡bendito el que viene en el nombre del Señor! Esos cánticos quedaron en el olvido, reemplazados por uno escalofriante:

¡Sea crucificado! ¡Caiga Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!

Es sábado. Día de reposo. Pero el sabbat se rompe cuando los principales sacerdotes y fariseos entran en la cámara de Pilato. Mateo el evangelista cuenta la historia y es muy específico sobre cuándo sucedió esto: “Al día siguiente, que es el día después de la preparación” (Mt. 27:62). Se refiere al día después de la preparación para el día de reposo. En otras palabras, los sacerdotes y fariseos, quienes se jactaban de cumplir la ley al pie de la letra, estuvieron dispuestos a quebrantar una de sus leyes más sagradas porque había algo más importante para ellos: asegurarse de que el cuerpo de Jesús se mantuviera en la tumba.

“Señor, nos acordamos que cuando aquel engañador aún vivía, dijo: ‘Después de tres días resucitaré’. Por eso, ordene usted que el sepulcro quede asegurado hasta el tercer día, no sea que vengan Sus discípulos, se Lo roben, y digan al pueblo: ‘Él ha resucitado de entre los muertos’; y el último engaño será peor que el primero”, Mateo 27:63-64.

“Aquel engañador”, lo llaman, aprovechando la oportunidad para burlarse de Él una última vez. Pilato accede a su petición y les manda una guardia, dándoles una instrucción: “Asegúrenlo como ustedes saben” (Mt. 27:65). La guardia marcha, sus pasos rompiendo la tranquilidad del día, y se instala frente a la tumba. Los sacerdotes están satisfechos. Los soldados romanos son máquinas de guerra. Nadie podría removerlos. Nadie.

El silencio regresa. Todo está en quietud. El hombre que turbaba la región ya no existe. Su voz —piensan sus enemigos— ha sido silenciada de una vez y para siempre. El poder ha regresado a quienes lo tenían antes: los religiosos, los políticos.

El silencio del sábado nos recuerda que Dios a veces guarda silencio. Y cuando lo hace, nos ponemos nerviosos. No queremos un Dios que guarde silencio, queremos al Dios cuya voz es un trueno. En momentos así nos sentimos como el salmista: “Oh Dios, no permanezcas en silencio; no calles, oh Dios, ni Te quedes quieto. Porque Tus enemigos rugen, y los que Te aborrecen se han enaltecido” (Sal. 83:1-2).

Y sin embargo, el silencio nos recuerda quiénes somos y quién es Él. Nos recuerda la importancia de esperar, de confiar, de creer que su plan es más grande. “Bueno es esperar en silencio la salvación del SEÑOR”, dice el profeta (Lm. 3:26). ¡Pero qué difícil es! Es más fácil andar por vista, no por fe.

Queremos escuchar la voz de Dios en un gran y poderoso viento, en un terremoto que podamos sentir, en un fuego que podamos ver. Pero no. Es allí, en el silencio, donde podemos escuchar el silbo apacible y delicado de la voz de Dios que nos recuerda que Él está en control.

Pero hoy… hoy es sábado. Sábado de silencio.

Sin embargo, mañana será domingo.


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IMAGEN: LIGHTSTOCK.
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