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Lectura: Mateo 27:32-61; Isaías 53:1-8; Salmo 22.

Su cuerpo pende inerte de la cruz.

A su alrededor se levantan del suelo tanto soldados como judíos. El terrible terremoto los dejó temblando. Algunos aprovechan que la tierra se ha aquietado para correr despavoridos colina abajo, hacia Jerusalén, como si huyeran de aquel que ha entregado su vida, de ese supuesto criminal cuya inscripción clavada en la cruz anuncia:

Jesús Nazareno, rey de los judíos.

Uno de los soldados se acerca, con ojos bien abiertos, y balbucea: “Verdaderamente este era hijo de Dios”. Son las palabras de un hombre gentil que reconoce estar delante de uno diferente a todos. Era hijo de Dios. Esa verdad que los religiosos consideraban blasfemia sale de la boca de un hombre que acaba de estar involucrado con la muerte del mismo que reconoce ser hijo de Dios.

Tan solo unas horas antes todo parecía ir de acuerdo al plan. Los romanos habían crucificado a Jesucristo junto con dos ladrones, uno a su izquierda y otro a su derecha. Los líderes religiosos lo miraban con desdén, musitando entre dientes: “Si es el rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en Él”. Todos los discípulos del crucificado habían huido excepto uno de ellos, joven, quien lloraba junto con algunas mujeres al pie de la cruz. Sí, las mujeres habían permanecido fieles.

Pero a mediodía todo cambió cuando el cielo se puso negro. Oscuridad, ¿a mediodía? Luego, unas tres horas después, un grito desgarrador desde lo profundo de la garganta del condenado a muerte:

Consumado es.

Jesús de Nazaret muere colgado en la cruz, desnudo y desgarrado, un espectáculo para hombres, principados, y potestades. Humillado delante de todos. Desamparado por su pueblo, desamparado por sus amigos… desamparado por su Padre (Mt. 27:46).

La muerte de Jesucristo es la tragedia más horrenda en la historia de la humanidad. El Hijo de Dios, Dios el Hijo, es juzgado injustamente y muere como criminal, siendo inocente.

Sin embargo la historia va más allá de eso. Pues aunque los judíos fueron culpables por su muerte, al igual que los romanos, la realidad es que Jesucristo murió como parte del plan perfecto de redención (Hch. 4:26-28). La muerte de Jesucristo no fue un error cósmico. Mientras que Jesús colgaba de la cruz, el Padre no miraba a su alrededor preocupado, preguntándose qué hacer. No. Todo era parte del plan.

Jesucristo dijo: “Por eso el Padre Me ama, porque Yo doy Mi vida para tomarla de nuevo. Nadie Me la quita, sino que Yo la doy de Mi propia voluntad. Tengo autoridad para darla, y tengo autoridad para tomarla de nuevo. Este mandamiento recibí de Mi Padre” (Jn. 10:17-18). Así que su muerte es el plan perfecto de redención, un plan ideado desde la eternidad pasada en el cual Dios decidió rescatar a pecadores.

Al final, nuestro pecado puso a Jesús en la cruz. Al final, el Padre puso a Jesús en la cruz para propiciar nuestro pecado (1 Jn. 2:2; 4:10). Cristo cargó en la cruz con los pecados del mundo para salvar a aquellos que lo pusieron en esa cruz. La gran ironía es que la humillación de Jesucristo es al mismo tiempo su exaltación. Cristo se humilló a sí mismo y murió para vencer a la muerte y el pecado de una vez por todas.

Pero hoy es viernes, y Jesucristo está en el madero. Pronto su cuerpo será puesto en la tumba. Satanás piensa haber triunfado. Los religiosos piensan haber triunfado.

Pero pronto será domingo.


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IMAGEN: LIGHTSTOCK.
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