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Hace algunos años, un miembro de una compañía editorial me pidió que escribiera un libro sobre la oración. Para ser honesto, al ser un tema de vital importancia, y al venir la invitación de una editorial conocida, me sentí halagado. Pero en un instante de honestidad caída del cielo, le dije que el autor de ese libro tendría que ser alguien mayor y más experimentado (por no decir, tristemente, que orara más) que yo. Le mencioné un par de nombres. Mi reacción pareció alentarlo también a ser honesto. Sonrió. ¡Ya le había preguntado a esos líderes cristianos que le acababa de mencionar! Ellos también habían declinado por razones parecidas. Sabios, pensé. ¿Quién podría escribir o hablar con facilidad sobre el misterio de la oración?

Sin embargo, en el siglo y medio pasado se ha escrito y dicho bastante, particularmente sobre “la oración de fe”. El enfoque se ha centrado en la oración que mueve montañas, a través de la cual simplemente “reclamamos” cosas de Dios con la confianza de que las recibiremos, porque creemos que Él nos las dará.

Pero, ¿qué es exactamente la oración de fe?

Asociación con lo dramático

Curiosamente, es en la carta de Santiago (que dice bastante sobre las obras) en la que el término aparece. Es el punto culminante de la maravillosa enseñanza sobre la oración que puntualiza toda la carta (ver 1:5-8; 4:2-3; 5:13-18).

Lo que es aún más sorprendente es que el significado de la frase parece ser ilustrado por la experiencia de un individuo, el profeta Elías. En su caso, la oración de fe fue decisiva para cerrar los cielos. Quizá no nos sorprenda, por lo tanto, que la frase se haya asociado en gran parte, si no exclusivamente, con acontecimientos dramáticos y milagrosos; con lo extraordinario más que con lo ordinario.

Pero esto nos hace perder la idea clave de la enseñanza de Santiago. La razón por la que Elías es usado como ejemplo no es porque fuera un hombre extraordinario; Santiago subraya que él era “un hombre con una naturaleza como la nuestra” (Stg. 5:17), siendo su misma normalidad la que salta a la vista.

La oración de Elías se usa como ejemplo, no porque produzca efectos milagrosos, sino porque nos da una de las más claras ilustraciones de lo que significa orar con fe: creer en la Palabra revelada de Dios, aferrarse al compromiso con su pacto, y pedirle que lo guarde.

La oración de una persona justa

Cerrar los cielos no era, finalmente, una idea nueva que se originó en la creativa mente de Elías. De hecho, fue el cumplimiento de la maldición prometida por el Señor del pacto: “Pero sucederá que si no obedeces al Señor tu Dios… vendrán sobre ti todas estas maldiciones… te herirá el Señor… de gran ardor, con la sequía… el cielo que está encima de tu cabeza será de bronce, y la tierra que está debajo de ti, de hierro. El Señor hará que la lluvia de tu tierra sea polvo y ceniza” (Dt. 28:15, 22-24).

Como todo “hombre justo” (Stg. 5:16), Elías buscó alinear su vida con las promesas y amenazas del pacto de Dios (que es esencialmente lo que significa “justicia” en el Antiguo Testamento: estar alineado al pacto del Señor). Vivió su vida a la luz del pacto que Dios había hecho, por lo que se aferró a sus amenazas de juicio en oración, así como a sus promesas de bendición.

Esta es, pues, la oración de fe: pedir a Dios que cumpla lo que ya prometió en su Palabra. Esa promesa es la única base de nuestra confianza en pedir. Tal confianza no se “genera” desde dentro de nuestra vida emocional; más bien, nos es dada y sustentada por lo que Dios ya ha dicho en la Escritura.

Los hombres y mujeres de fe verdaderamente “justos” conocen el valor de las promesas de su Padre celestial. Se acercan a Él, como un hijo a su amoroso padre humano, sabiendo que si pueden decirle a su padre terrenal: “Pero, papá, tú prometiste…”, también pueden insistir en pedir y confiar en que mantendrá su palabra. ¡Cuánto más nuestro Padre celestial, que ha dado a su Hijo para nuestra salvación! Tenemos el mejor motivo para confiar en que Él oye nuestras oraciones. No necesitamos ningún otro.

Oración legítima

Tal apelación a las promesas de Dios constituye lo que Juan Calvino, así como Tertuliano antes que él, llamó una “oración legítima”.

Algunos cristianos encuentran esto decepcionante. Parece eliminar lo místico de la oración de fe. ¿No estamos encarcelando nuestra fe al pedir solo aquello que Dios ya ha prometido? Pero tal decepción revela un mal espiritual: ¿preferiríamos idear nuestra propia espiritualidad (que prefiere lo espectacular) a la de Dios (a menudo modesta)?

Las luchas que a veces experimentamos en la oración son, por tanto, con frecuencia parte del proceso por el cual Dios gradualmente nos lleva a pedir solo lo que Él ya ha prometido darnos. La lucha no es nuestro intento de hacer que nos dé lo que deseamos, sino que es nuestra lucha con su Palabra, hasta que somos iluminados y sometidos por ella, y decimos: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Entonces, como Calvino dice de nuevo, aprendemos “a no pedir más de lo que Dios permite”.

Esta es la razón por la que la oración genuina nunca puede estar separada de la verdadera santidad. La oración de fe solo puede ser hecha por el hombre “justo”, cuya vida está cada vez más alineada con la gracia y los propósitos de Dios. En el reino de la oración (ya que es un microcosmos de toda la vida cristiana), la fe (oración al Señor del pacto) sin obras (obediencia al Señor del pacto) está muerta.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Carolina López Ortiz.
Imagen: Lightstock
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