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Todos hemos escuchado de niños que fueron obligados a vivir situaciones muy difíciles, lejos del cuidado que necesitaban y privados de la dignidad que les corresponde por haber sido creados a la imagen de Dios.

Es difícil ver las noticias sin enterarnos de algún caso de abuso infantil, con víctimas de malos tratos o abandono. Es natural y correcto que nuestros corazones se lamenten al escuchar estas historias dolorosas.

Con todo, ese lamento no es suficiente.

Como alguien que ha trabajado durante los últimos 17 años con niños que sufrieron trauma, puedo decir que la empatía es un buen primer paso, pero no bastará para que estos niños lleguen a conocer la verdad y encuentren sanidad.

Una cosa es sentirse impactado por un video lleno de rostros de niños abandonados; otra cosa es experimentar la realidad de que un pequeño con una historia de trauma te desafíe y rete tu autoridad, rechazando el amor y cariño que le ofreces.

Como adultos, debemos amar a los niños de manera integral sabiendo que el pecado en sus vidas es algo que debemos ayudar a mitigar y evitar. Pero, antes de implementar nuestras estrategias tradicionales de disciplina, debemos entender que en los pequeños que tienen historias de violencia y abandono, la mala conducta no es únicamente una expresión de rebeldía sino también de la confusión y caos que el trauma provocó.

Es necesario fomentar la empatía, asegurándonos que nuestra respuesta ante los niños nazca desde la compasión, para poder hacer preguntas importantes antes de responder y disciplinar. Nunca debemos justificar el pecado, pero es necesario entender las razones profundas que llevan a los niños a rechazar la autoridad y perder el control.

¿Qué es el trauma infantil?

Para poder actuar a favor de las víctimas de trauma infantil, necesitamos primero comprender qué es el trauma y cómo afecta al ser humano.

La amígdala es la parte de nuestro cerebro que sirve como sistema de alerta ante situaciones peligrosas. Como adultos, cuando algo amenaza nuestra seguridad (un choque en el auto, por ejemplo), nuestro cuerpo responde enfocando todos nuestros sentidos y esfuerzos en el peligro latente con la intención de salvar nuestras vidas. En los niños, este sistema de alerta está en pleno crecimiento; la interrupción de este desarrollo por un evento traumático puede afectarlos por el resto de sus vidas.

Cuando un niño es agredido físicamente, cuando es víctima de tratos negligentes, o cuando es arrancado de su hogar sin explicación alguna, su cerebro se abruma al ser inundado de químicos y hormonas diseñados para proteger pero que acaban haciendo daño.

Mi esposa es de Nueva Orleans y recuerda el daño duradero causado por el huracán Katrina. El problema más grande no fue el viento ni la lluvia, sino que la ciudad, situada al lado de un lago muy grande, fue inundada cuando no se logró vaciar la sobrecarga de agua. El sistema de bombeo de agua del lago no funcionaba como debía y convirtió a la ciudad en una laguna. De manera similar, el trauma viene como una tormenta a nuestras vidas y nuestros cerebros responden con la producción de diferentes químicos, hormonas y otros neurotransmisores para prepararnos y protegernos ante la amenaza. El mayor daño viene por la sobrecarga de estos químicos cuando el sistema no logra sacarlos de una forma segura y natural.

Igual que los barrios inundados y destruidos por el agua en la secuela del huracán, regiones cerebrales como la misma amígdala y la corteza prefrontal quedan inundadas por hormonas de estrés, dejando daños incalculables.

Como adultos, nuestras experiencias y relaciones nos enseñan a construir sistemas de protección para afrontar las tormentas con cierta resiliencia. Pero para un niño que carece de un adulto seguro en su vida, una situación traumática puede llegar a ser el huracán que le afecta para el resto de su vida. Es posible reconstruir, pero siempre quedarán marcas.

Como indica el psiquiatra Van de Kolk, nuestro sistema de alerta se recalibra debido al aumento de actividad de las hormonas del estrés.[1] El cortisol se convierte en una fuerza dañina, específicamente en el hipocampo, el área de nuestro cerebro responsable de ordenar y archivar nuestros recuerdos. Por esta razón, las personas que han sufrido trauma pueden tener hipocampos más pequeños, resultando en poca habilidad para ordenar y recordar los eventos de una manera correcta. 

Los niños por naturaleza son resilientes y capaces de superar lo peor que la vida les puede dar. Sin embargo, esto es cierto solo con el factor protector más importante que un niño tiene: la gracia de Dios vertida en un adulto seguro y de confianza que acompaña y ayuda a procesar lo vivido. Por esta razón, el abandono y la negligencia pueden llegar a ser mucho más dañinos que cualquier otro tipo de abuso.

Convirtiendo lo seguro en amenaza

Cuando una situación traumática altera la capacidad de detectar y responder a las amenazas, las alarmas pueden encenderse frente a situaciones neutrales y lamentablemente incluso en situaciones de mucha alegría, protección, y seguridad. La parte del cerebro que nos ayuda a salvaguardar nuestro bienestar integral empieza a percibir su entorno por medio del lente del temor, convirtiendo lo seguro en amenaza.

Recuerdo cuando unos amigos planeaban con mucha emoción la fiesta de cumpleaños de su hijo por adopción, que cumplía nueve años. Cada globo y regalo expresaba el amor y la emoción de esta pareja, ya que el pequeño nunca había tenido una celebración de cumpleaños. Cuando llegó el cumpleañero, en lugar de alegrarse al ver la decoración y los invitados, explotó en un berrinche incontrolable gritando a los padres como si le hubieran hecho un daño grande. 

Este es solo un ejemplo de cómo el sistema de alerta de un niño puede ser afectado por el trauma; la alarma diseñada para proteger del peligro se convierte en la respuesta reflexiva ante muchas situaciones neutrales y buenas. En otras palabras, el trauma los posiciona para tener conductas reactivas y reflexivas que parecen ser mala conducta, pero realmente son mecanismos de sobrevivencia.

¿Cómo podemos saber la diferencia?

Para poder distinguir entre la rebeldía y la mala conducta como resultado del trauma infantil, la clave está en conocer a cada niño de una forma individual. Al conocer la historia del niño, su contexto actual, sus debilidades y fortalezas, se podrá determinar la capacidad de autorregulación que tiene.

En nuestro contexto cristiano solemos dar un énfasis muy fuerte al comportamiento, específicamente cuando se trata de los niños. Podemos llegar a ver a los niños bien portados como trofeos de los padres, fruto de la orientación, protección, y amor invertidos. Pero ¿qué pasa con las familias que adoptaron a un niño que sufrió trauma?

Muchas veces, estos niños tienen problemas sensoriales en donde su mismo cuerpo tiende trampas para que reaccionen exageradamente ante los estímulos aparentemente inocentes.

Un niño que llora desconsolado durante la alabanza no necesariamente se está rebelando ante la autoridad y estructura; puede ser que no soporte los sonidos y estímulos. Cuando un niño en la escuela dominical tiene mucha dificultad para poner atención y es muy inquieto, puede ser que el ambiente lo lleve a un estado de supervigilancia, donde sospecha que cada adulto, ruido, gesto, y toque es una amenaza.

Este tipo de situaciones indican que hay mucho por trabajar y que, en vez de señalar o criticar a los papás, debemos buscar formas de colaborar en el aprendizaje y desarrollo del niño.

Dios sana

Después de trabajar por varios años con niños y adolescentes que han experimentado trauma, puedo decir con mucha certeza que no hay un caso demasiado difícil para que Dios no lo restaure y cambie el lamento en alegría. Pero este no es un proceso exprés y no sucede sin la intencionalidad de un adulto que acompañe al niño o joven en su proceso de sanidad.

Dios nos creó para habitar en familias, rodeados de personas confiable comprometidas con nuestras vidas, incluyendo las partes que quisiéramos olvidar. Con niños que han experimentado trauma, las conductas adquiridas como mecanismos infantiles de superar el peligro alejan a las mismas personas que los pueden ayudar y amar. 

La iglesia es de vital importancia para amar y servir a las familias con niños de trasfondo de trauma. Las parejas más adultas de nuestras congregaciones pueden apoyar a los padres cuando se sienten muy cansados; los jóvenes pueden ayudar a los niños en la escuela dominical, conociéndolos y ayudándolos a afrontar las emociones difíciles; los pastores pueden ofrecer dirección y consuelo a través de la Escritura. Cada persona de la iglesia juega un papel diferente pero importante, y por medio de la oración, enseñanza, y los gestos amorosos, se fomentará una comunidad de aceptación, pertenencia, y amor genuino. Hagamos lo que hagamos, no debemos dejar solas a estas familias en medio de sus dificultades.

El trabajo con los niños con un trasfondo de trauma me recuerda mucho al evangelio.

Jesús, siendo Dios, buscó la conexión con otros, poniéndose en los zapatos más sucios para entender, atraer, y amar. Jesús sufrió la cruz, el peor trauma de toda la historia, para perdonar el pecado y cargar el dolor de un niño que ha sufrido en las manos de otros. Siguiendo este ejemplo, estos niños necesitan que nuestras vidas sean definidas por amor, aceptación, consistencia, intencionalidad, sacrificio, y confianza siempre con el deseo de canalizar el amor del Padre hacia sus corazones lastimados.


[1] Van der Kolk, B. A. (2014). The Body Keeps The score: Brain, Mind, and Body in The Healing of Trauma. New York: Viking.

Nota del editor: 

Este artículo fue publicado gracias al apoyo de una beca de la Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de la Fundación John Templeton.

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