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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Providencia (Poiema Publicaciones, 2022), de John Piper.

La existencia misma del sufrimiento —más explícitamente, el sufrimiento de Cristo— forma parte de la trama de la realidad que Dios planificó para la historia humana, para poder mostrar la gloria de Su gracia en el sufrimiento de Su Hijo por pecadores indignos. 

Dios planeó permitir

Si Dios planeó el sufrimiento de Su Hijo antes de la creación, y, por lo tanto, antes del pecado de Adán y Eva, como registra la Biblia (Ap 13:8 y 2 Ti 1:9), entonces, Él previó la llegada del pecado y planeó permitir que entrara al mundo. Elijo esas palabras con cuidado: «planeó permitir». A veces decimos que Dios permitió algo. Esto es perfectamente adecuado, ya que la providencia de Dios no gobierna todos los eventos precisamente de la misma manera, y «permiso» es una forma de describir algunos de Sus actos de providencia. Por ejemplo: «dejando las enseñanzas elementales acerca de Cristo, avancemos hacia la madurez… Y esto haremos, si Dios lo permite» (He 6:1-3; Lc 8:32; 1 Co 16:7).

Pero lo que a veces pasamos por alto es que, puesto que Dios conoce previamente lo que puede o no permitir, elige si lo permite o no. Y todas las decisiones de Dios concuerdan con Su perfecta sabiduría, justicia y bondad (Sal 104:24; Is 28:9; Neh 9:33; Sal 145:17; Dn 9:14; Sal 145:7, 9). Dios no es caprichoso. Él nunca decide de forma insensata o pecaminosa. Él elige lo que permite «conforme al consejo de Su voluntad» (Ef 1:11). Él elige teniendo en cuenta todas las consecuencias (dolorosas y agradables) que se derivarán de lo que permite. Por lo tanto, podemos hablar con propiedad de lo que Él planeó permitir. Así podemos, y debemos, hablar del propósito de Dios al permitir. 

El plan de Dios de permitir la caída

Dios previó que Adán y Eva pecarían y traerían la ruina a Su creación. Tomó esta realidad en el «consejo de Su voluntad», consideró todas sus consecuencias y todos Sus propósitos, y decidió permitir su caída en pecado. Lo hizo de acuerdo con Su perfecta sabiduría, justicia y bondad. Puesto que podría haber elegido no permitir este primer pecado, al igual que eligió no permitir el pecado de Abimelec («Yo te guardé de pecar contra Mí», Gn 20:6), sabemos que Dios tenía propósitos sabios, justos y buenos al permitirlo.

Si Dios tuvo propósitos sabios, justos y buenos al permitir la caída de Adán y Eva, podemos hablar del plan de Dios al permitirla. Es decir, podemos hablar de que Dios planeó u ordenó la caída en este sentido. Por planificar y ordenar, quiero decir simplemente que Dios podría haber elegido no permitir la caída, pero, al elegir permitirla con fines sabios, la planificó y ordenó. Consideró todo (trillones de cosas) que haría con ella y la hizo parte de Su plan final.

Esto significa que Dios planea y ordena que ocurran algunas cosas que Él odia. Dios odia el pecado (Pr 6:16-19). El pecado lo deshonra y destruye a las personas (Ro 3:23; 6:23). Sin embargo, Él planeó permitir que el pecado entrara en Su perfecta creación. Por lo tanto, en la infinita sabiduría y santidad de Dios, no es pecaminoso que Él planee que el pecado llegue a suceder. Hay, sin duda, innumerables razones sabias y santas por las que Dios planea permitir el pecado. Pero una sola consideración nos ha traído a estas reflexiones: a saber, que el objetivo último de Dios en la creación y en la providencia, es mostrar la gloria de Su gracia, especialmente en los sufrimientos de Cristo, que resuenan eternamente en las alabanzas absolutas de los redimidos. Ese es el propósito supremo, sabio, justo y bueno de Dios, al permitir la caída. 

Adán y Eva pensaron hacer mal, pero Dios lo cambió en bien 

En otras palabras, aunque hay misterios en cuanto a cómo Dios quiere que exista el pecado, sin pecar Él mismo, se nos da una orientación bíblica sobre cómo pensar y hablar de esto. Por ejemplo, podemos hablar adecuadamente del pecado de Adán y Eva con las palabras que José dijo del pecado de sus hermanos, que lo vendieron como esclavo: «Ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien» (Gn 50:20). La palabra cambió es la misma palabra que se usa para la intención pecaminosa de los hermanos: ellos pensaron hacerle mal. Ellos tienen una intención en la acción, de igual modo, Dios tiene otra intención en la acción. La de ellos es pecaminosa, pero la de Dios es salvadora: preservar «la vida de mucha gente» (Gn 50:20; cp. Gn 45:7; Sal 105:17).

Dios nos ha dado estas palabras para que podamos comprender, en alguna medida, cómo Su providencia se relaciona no solo con el pecado de los hermanos de José, sino con todo pecado, incluido el primer pecado humano. De manera que podemos decir: «En cuanto a ustedes, Adán y Eva, pensaron hacer mal, pero Dios lo hizo para bien. Su propósito al pecar fue la vana búsqueda del placer a través de la autoexaltación de la autonomía. Sin embargo, el propósito de Dios al permitir su pecado fue dar a Su pueblo el placer de ver y saborear la gloria de Su gracia en el inexpresable sufrimiento y los triunfos de Su Hijo».

Juicio de sufrimiento: justo y lleno de gracia

Así, este despliegue de la gloria de la gracia de Dios ocurriría supremamente en y a través del sufrimiento del Hijo de Dios en favor de indignos rebeldes contra Dios. Pero para que eso ocurriera, era necesario que existiera el sufrimiento. Por tanto, no solo fue la justicia, sino también la misericordia, lo que movió a Dios a fijar el sufrimiento como consecuencia del pecado. A la mujer dijo: «En gran manera multiplicaré tu dolor en el parto» (Gn 3:16). Al hombre le dijo: «Maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida» (Gn 3:17). Estos sufrimientos se extendieron a toda la creación habitada:

Porque la creación fue sometida [por Dios] a vanidad, no de su propia voluntad, sino por causa de Aquel [Dios] que la sometió, en la esperanza de que la creación misma será también liberada de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto (Ro 8:20-22). 

La «vanidad», la «esclavitud de la corrupción» y el «gemido» de la creación —con todos los horrores que la acompañan de enfermedades, desastres naturales y atrocidades humanas— son consecuencias físicas y psicológicas del horror moral y espiritual del pecado. Su espanto corresponde al espanto de la rebelión contra el Creador. Son una parábola, por así decirlo, del mal indecible de menospreciar a Dios por la rebelión del corazón. Son un toque de trompeta de advertencia para los sentidos físicos del hombre caído, cuya capacidad espiritual para discernir el horror del pecado contra Dios ha sido atrofiada. Esta fue la interpretación de Jesús de la atrocidad de los adoradores asesinados y del mortal desastre natural: «si ustedes no se arrepienten, todos perecerán igualmente». Morir en una calamidad no significa que merezcas la muerte más que otro (Lc 13:2; cp. vv. 3, 5). Más bien es un mensaje para todos, pues todos merecen la muerte: ¡Arrepiéntanse!

Todo el pecado y el sufrimiento en la tierra comenzaron con la sentencia de muerte impuesta por Dios tras el pecado de Adán (Gn 2:17; Ro 5:12). Sorprendentemente, mezclado con este juicio, en el mismo aliento —por así decirlo— Dios señala el triunfo final de la gracia a través del sufrimiento: «Pondré enemistad entre tú [la serpiente] y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; Él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el talón» (Gn 3:15).

En última instancia, Cristo, aunque herido, vencerá al maligno (Col 2:15; He 2:14). Este fue el evangelio de Romanos 5:19, pronunciado con esperanza miles de años antes de Cristo: «Porque así como por la desobediencia de un hombre [Adán] los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de Uno [Cristo] los muchos serán constituidos justos».

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