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Hablemos de la pereza.

La pereza es idolatría. Está estrechamente relacionada con su opuesto, la adicción al trabajo. Ambos pecados de pereza y adicción al trabajo son pecados de adoración propia. El comportamiento se ve diferente, pero la raíz de la idolatría es la misma. Y el problema que enfrentamos es que la Ley no puede hacer por ninguno de estos pecados lo que hace la gracia. No hay poder de salvación en la Ley. Además, y este es el punto crucial de esta discusión en particular, no existe una forma sostenible de mantener la Ley aparte del impulso de la gracia. Podemos (y debemos) mandar que haya arrepentimiento del pecado, pero es la gracia lo que permite el arrepentimiento y la fe que lo acompaña. Los problemas de arrepentimiento siempre son problemas de creer. Cuando somos liberados de la maldición de la Ley, somos liberados a las bendiciones de la Ley. Lo que hace la diferencia es el evangelio y la adoración gozosa que crea. Cualquier otro intento de respetar la Ley es solo un manejo de nuestro comportamiento.

De modo que no podemos curar la pereza espiritual derramando leyes sobre ella. Dios convierte los huesos secos en cuerpos vivos que respiran, adoran, y trabajan cuando sobre ellos se derrama la proclamación del evangelio. Cuando verdaderamente contemplamos el evangelio no podemos hacer más que crecer en Cristo y en el fruto del Espíritu. Pablo capta la esencia de esta verdad en 2 Corintios 3:15-18:

“Y hasta el día de hoy, cada vez que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. Pero cuando alguien se vuelve al Señor, el velo es quitado. Ahora bien, el Señor es el Espíritu; y donde está el Espíritu del Señor, hay libertad. Pero todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu”.    

La Ley no puede quitar el velo. No puede proveer lo que exige. Pero cuando por el poder del Espíritu volteamos a contemplar al Señor, no solo lo vemos, sino que lo contemplamos, y el velo se quita y somos transformados poco a poco, mientras le contemplemos. Esto no se genera solo. Viene, dice Pablo, “por el Señor, el Espíritu”.

De una manera muy real, uno llega a ser al contemplar.

De una manera muy real, uno llega a ser al contemplar.

Este parece ser el impulso de 2 Corintios 3:15-18, por ejemplo. Y mira cómo el salmo 119:18 muestra que la obediencia nos ayuda a cómo ser al contemplar: “Abre mis ojos, para que vea las maravillas de tu ley”.

¿Qué debe pasar para que una persona perezosa se vuelva diligente? Debe contemplar las cosas maravillosas en la Ley de Dios.

¿Qué debe pasar para que una persona perezosa se vuelva diligente? Debe contemplar las cosas maravillosas en la Ley de Dios.

¿Simplemente se decide a hacer eso? No. Bueno, sí… algo así. Pero debe ser movido a decidir ser diligente por una fuerza fuera de él mismo. Sus ojos deben ser abiertos por el Espíritu. Y al esto suceder, la Ley y el observarla se vuelve en algo maravillo, no tedioso. Esto es realmente lo que pretendemos decir con la centralidad en el evangelio, y es lo que sobrenaturalmente produce estar despierto al evangelio: obedecer a Dios como una respuesta de adoración, no como una palanca de mérito. Estamos fijando nuestros ojos en la obra consumada de Cristo para que podamos ser libres y, por lo tanto, libres para deleitarnos en la ley, no hundirnos en ella.

Las personas religiosas no pueden deleitarse en la ley como lo hacen los salmistas. Primero deben liberarse y sentirse libres de su maldición. Aquí es donde la acusación de que la centralidad en el evangelio hace fácil el antinomianismo es absurda. En términos generales, las personas no son perezosas porque creen que serán perdonadas por quebrantar la Ley; son flojas porque piensan que la Ley no se aplica a ellas. La verdad es que adoramos nuestro camino al pecado, y tenemos que adorar para salir. Cuando las personas son perezosas (o no se están quietas), tienen un problema de pecado, pero el problema del pecado es solo un síntoma de un problema de adoración más profundo. Sus afectos están puestos en otro lado. Y donde sea que se establezcan nuestros afectos, nuestro comportamiento irá con ellos.

Entonces, tener conciencia del evangelio no lleva a, ni produce, pereza. Lo que tener conciencia del evangelio hace al trabajo de obediencia es algo que no podemos sacar de nuestro propio poder. Es la diferencia entre conducir nuestro automóvil y empujarlo. O mejor, es la diferencia entre ver la vida cristiana como un bote de remos y verla como un velero.


Publicado originalmente en For the Church. Traducido por Iván Díaz.
Imagen: Lightstock.
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