¡Únete a nosotros en la misión de servir a la Iglesia hispana! Haz una donación hoy.

×

Daniel 9:20 – 12 y 1 Juan 2-3

“Pero tú, persevera hasta el fin y descansa, que al final de los tiempos te levantarás para recibir tu recompensa” (Daniel 12:13 NVI).

A pesar de no conocerla personalmente, la muerte de Helena Tang a los 43 años me produjo mucha tristeza. Durante el tiempo que viví en Canadá, varios años atrás, seguí a través del periódico su lucha contra el cáncer. Ella le había permitido a un periodista y a un fotógrafo seguirla durante su periplo por operaciones, quimioterapias, recuperaciones, y recaídas a lo largo de más de siete meses. En algunos momentos veíamos cómo se iba recuperando, y en otros nos frustramos al ver que ningún tratamiento le hacía el efecto esperado.

Helena, una creyente que se había reconciliado con el Señor y vuelto a la comunión con su iglesia, pidió que celebrarán la navidad porque ella se daba cuenta que no le quedaba mucho tiempo más de vida. Después de esa reunión, ella le entregó una carta al periodista dándole a conocer que ella había decidido no permitir la presencia de la prensa en sus momentos finales. En la carta mencionó que su intención fue “romper el hielo alrededor del tabú que existe alrededor de la muerte, esperando que la gente pueda estar mejor preparada para su propia muerte”. Helena decidió que el momento final merecía el respeto que solo la privacidad le podía proveer. Sin embargo, sus últimos meses compartidos luchando con su propia muerte, nos dejaron un hermoso legado de coraje y entereza.

La muerte no es el fin de la existencia, sino un cambio radical en el estado del ser humano.

¿Cómo podríamos definir a la muerte? Es la terminación de la vida física por medio de la separación del cuerpo y el alma. Para nosotros, los cristianos, la muerte no es el fin de la existencia, sino un cambio radical en el estado del ser humano. Desde el punto de vista espiritual, es la prueba y la sanción de la desobediencia humana, que separada de la Vida (Jesucristo mismo) muere irremediablemente. Para todos los seres humanos, la muerte encierra una gran frustración, ya que en nuestros corazones anida el ansia por la inmortalidad. Todos sabemos que moriremos, pero eso no es lo importante en esta materia. Lo que definitivamente nos acongoja es el proceso de muerte, el cómo moriremos. El temor y la agonía, el rechazo y el dolor, el miedo al castigo o lo incierto de la vida más allá de la vida terrena, son las pautas dramáticas que hacen que veamos la muerte como una gran tragedia. 

En la Biblia, Dios nos presenta la vida más allá de la muerte de una manera oscura en cuanto a sus detalles y formas, más no en cuanto a su propósito, realidad, tragedia, y también esperanza. El profeta Daniel recibió las palabras arriba mencionadas al final de sus días. Debía tener por lo menos unos noventa años al escuchar esas palabras que señalaban el punto final de su existencia terrena. Había sido receptor de sorprendentes visiones del futuro, pero por su propia finitud, él no llegaría a ver lo que había anunciado. Dios no presenta la partida de Daniel de una manera dramática; simplemente la señala como un hecho ineludible. No había nada que temer, Él lo tenía todo dispuesto.

Para nosotros, los cristianos, la muerte no es más que un estado intermedio. Es el período entre la partida de este mundo y la resurrección con Jesucristo. No es un doloroso “purgatorio”, ya que pasado el umbral de la muerte no hay posibilidades de cambio, ni tampoco, como algunos lo entienden, un tiempo de inconsciencia. Es simplemente estar con el Señor, reposando de los trajines de la vida y recibiendo su inmensa consolación. De acuerdo con lo que Dios le había mostrado a Daniel, el mundo seguiría viviendo los embates y los dolores de la ambición y la soberbia de los hombres y mujeres que lo pueblen. Sin embargo, en el centro del huracán de las tensiones y el devenir de los humanos, el plan perfecto de Dios seguiría su curso inalterable. Así lo decía Juan: “El mundo se acaba con sus malos deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:17 NVI). 

Arturo Uslar Pietri (1906 – 2001), célebre político e intelectual venezolano, escribió un artículo décadas atrás con las reflexiones que le suscitó la muerte temprana de uno de sus hijos. Citaré algunas frases: 

“La desaparición de mi hijo mayor me devuelve súbitamente a la vieja e inagotable reflexión de la condición humana. Lo sabemos todos pero tendemos a olvidarlo, acaso por inconsciente reacción defensiva, sin lograr borrar nunca la constante presencia de ese límite fundamental… ya desde el mundo pagano y en toda la amplitud y variedad de la presencia humana en el planeta, esa angustia condicionante está presente en todos los seres humanos.

Es esa, precisamente, la condición fundamental que distingue al hombre de los demás seres vivientes. Es el único animal que ha llegado a saber que ha nacido para morir, los demás lo ignoran o lo advierten apenas en el instante mismo de su acabar. El Hombre, antropológicamente, comenzó a ser hombre genuino cuando excavó la primera tumba. Era, a la vez, su manera de reconocer la muerte y de rechazarla. Los animales no entierran.

Es la respuesta a esa condición (la angustia existencial hacia la muerte) la que hace la diferencia fundamental entre los seres humanos. Las maneras de enfrentarla, de esquivarla, de olvidarla, de aceptarla y de acomodarse a ella. La gran rebelión humana es la rebelión contra la muerte. Aún la voz de la mística, ‘muero porque no muero’ o ‘el placer de morir’, como rechazo de una vida mezquina en espera de otra esplendorosa y eterna, no es sino el reflejo sublimado de esa condición. 

Nuestra civilización recientemente pragmática y poco espiritual, adolece mucho de la falta de ese sentimiento. Se vive al día, en la falsa eternidad del día, a corto plazo, acaso como un subterfugio superficial para escapar a la cuestión fundamental. Lo que tiene efectos visibles y negativos en la condición social e individual de la época presente. La devaluación y el repudio de la muerte son, en lo esencial, la devaluación y el repudio del valor y significación de la vida. Se vive sin profundidad, fuera del tiempo, fuera de mesura, fuera de razón, en la misma medida en que esa reflexión central disminuye o se borra. 

Una reflexión más seria y constante sobre ese término ineluctable podría mejorar mucho la situación existencial de los hombres. Los viejos cristianos hablaban de la vida como preparación para la muerte. Hoy, tal vez, habría que crear conciencia sobre la muerte como preparación para la vida. Darle el pleno valor de su brevedad perentoria, que podría ser la más grande fuerza moralizadora y equilibradora de la loca ansiedad que impulsa al hombre a olvidar su condición fundamental. Precisamente, en la medida en que entendamos que estamos tan de paso y que podemos tan poco, podríamos empezar a ser mejores”.

La sinceridad del testimonio me deja sin palabras. La muerte es dolor, pero también reflexión. Las lágrimas de la muerte limpian nuestros ojos para ver con claridad y perspectiva la vida que tenemos por delante. El cristianismo es un canto a la vida que no ignora la realidad de la muerte. No es un simple consuelo tímido al dolor, sino una poderosa promesa de Dios: “Ésta es la promesa que él nos dio: la vida eterna” (1 Jn. 2:25 NVI).

Saber que tenemos victoria sobre nuestro mayor enemigo nos da libertad para enfrentar la vida de una manera completamente distinta.

Jesucristo, quien es la vida, se enfrentó a la misma muerte en la Cruz, símbolo eterno de la muerte. Él tomó allí nuestros pecados y fracasos para de una vez y por todas destruir el poder que la muerte tenía sobre nosotros. Se manifestó su victoria en la resurrección de entre los muertos, ya que la muerte no le pudo contener. Así como a Daniel se le ofreció victoria sobre la muerte, el Señor también le ofrece lo mismo a todos aquellos que han hecho un pacto de vida con Jesucristo. El Señor mismo sabe que el hombre o la mujer que muere sin Jesucristo, ya en el corazón está totalmente perdido e irremediablemente muerto.

Justamente, el saber que tenemos victoria sobre nuestro mayor enemigo nos da libertad para enfrentar la vida de una manera completamente distinta. Juan lo describe así: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos. El que no ama permanece en la muerte” (1Jn.3.14). Pablo decía que la muerte es la paga por el pecado, el resultado de nuestra propia separación de Dios, de nuestro propio egoísmo que nos hizo pensar que podíamos ser iguales a Dios y que podíamos menospreciar a nuestros hermanos. Eso es la muerte. Por eso la verdadera vida se manifiesta cuando podemos amar, cuando permanecemos sujetos a Dios, cuando hemos sido limpiados por la Sangre del Cordero y la vida del Cristo resucitado ha dado vida nueva a nuestra propia mortalidad. ¡Bendito milagro!

Los dejo con las maravillosas palabras de un poeta anónimo del Siglo de Oro de las letras españolas, para que sigamos reflexionando sobre un tema universal que solo tiene una solución particular en Jesucristo, el dueño de la vida: 

“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor;
muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero, te quisiera”.


Imagen: Unsplash.
Recibe cada día los artículos, podcasts, y vídeos más recientes.
CARGAR MÁS
Cargando