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“No puedo imaginar a nadie sufriendo más en la vida que yo”, me dijo entre lágrimas de ira. Pero haber venido de él, casi era creíble. Sistémicamente abusado desde la infancia, varias relaciones falladas en la edad adulta, los niños distanciados, y el dolor físico crónico causaron que este hombre sufriera en una manera monumental. Sin embargo, incluso en casos como estos, Hebreos 4:15-16 no deja de ser cierto:

Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino Uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna.

No importa cuánto sufrimos, no hay nadie que comprenda nuestros sufrimientos mejor que Cristo. Él es más experimentado en ellos que nosotros. El hombre que estaba sentado frente a mí había permitido que uno de los aspectos de su identidad cristiana (alguien que padece) tuviera la prioridad, y desde el lugar de prioridad aquel aspecto se convirtió en idolatría.

Siendo cristianos, todos somos una combinación de santo, pecador, y alguien que padece. Esto no quiere decir que hay partes de nosotros que son salvadas y partes que no son salvadas. Hay partes de nosotros que enfatizan un aspecto u otro de nuestra identidad, pero los tres son necesarios para una vida cristiana equilibrada.

¿Demasiado santo?

Sabemos que a los que confían en Jesucristo y solo en Él para la salvación se describen como santos (Efesios 1:1; 1 Corintios 1:2, 6:11) y han sido llamados a comportarse como santos (1 Pedro 1:15-16). Es el aspecto santo de nuestra identidad cristiana que encuentra gozo y paz en la santidad de nuestro Dios y se esfuerza a ser más como Él en nuestras palabras, pensamientos y acciones. Nos recuerda de las riquezas inagotables de la Palabra de Dios y la seguridad de permanecer en Su ley. Sin embargo, cuando se enfatiza este aspecto sobre los otros, perdemos de vista nuestra necesidad de la gracia y el hecho de que somos aún pecadores que lastimamos a los que nos rodean con nuestros pecados.

Nos olvidamos de la necesidad de arrepentimiento hacia al Señor, y también hacia el uno al otro, y nos irritan ante la sugerencia de que tenemos que pedir perdón. Cuando se idolatra este aspecto de la identidad cristiana, frases como “Yo sé que no soy perfecto, pero…” pasan a ser la norma, y ​​el desprecio hacia los otros pecadores —en vez de la compasión— pasa a ser nuestra práctica.

¿Demasiado pecador?

De igual forma nuestra identidad de pecador sirve los propósitos de Dios. La Escritura nos confirma que cada hombre, mujer y niño, incluso los que están seguros en las promesas de salvación de Dios, siguen siendo pecadores (1 Juan 1:8; Romanos 7:19-20). Sí, estamos llamados a ser los que obstinadamente matan al pecado diariamente en sus vidas. Sin embargo, es de suma importancia que nos demos cuenta de que algo de pecado permanece en nosotros hasta que Dios nos lleva a la gloria. Es ese aspecto de nosotros mismos que nos ayuda a correr a las fuentes de la gracia y sentirnos muy renovados por ellas, sabiendo la profundidad de la suciedad que necesita limpieza. Nos recuerda que nosotros también estamos en gran necesidad de la misericordia de Dios. Por lo tanto, el perdón debe ser algo que les extendemos a otros con mucha rapidez (Efesios 4:32). Si no vemos nuestra propia suciedad, el pecado de todos los demás parece principalmente como una ofensa contra nosotros y no contra Dios.

Llegamos a ser frustrados, confundidos, y demasiado fácilmente heridos por los defectos de los demás. Sin embargo, al igual que como algunos cristianos idolatran su sentido de santidad, algunos idolatran su pecaminosidad. Cuando la búsqueda de la piedad personal se denomina “legalismo” o cuando los esfuerzos de matar al pecado se convierten en sinónimo de inutilidad, hay una buena probabilidad de que estamos adorando a los pies de nuestra propia naturaleza pecaminosa.

¿Demasiado alguien que padece?

No solo somos santos y pecadores, sino también somos los que padecen. Incluso Cristo —el Hijo perfecto de Dios, que no conoció pecado (Hebreos 4:15) y por lo tanto merecía nada sino la gloria— tuvo que sufrir. Por lo tanto, los cristianos son los que padecen también. Este es uno de los puntos principales de Pedro en su primera epístola:

Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos. (1 Pedro 5:7).

El sufrimiento es normativo para la vida cristiana, no una rareza. Y no es solo el sufrimiento físico o psicológico, sino nuestras almas gritan a causa de angustia, y anhelan de ser lo que fueron diseñadas ser en lugar de ser distorsionadas por el pecado (Romanos 8:22-23). Aunque no tenemos anhelo de sufrir, es este aspecto de nuestra identidad cristiana que nos permite entender el verdadero costo del pecado. Y tal aspecto conoce íntimamente el dolor del pecado cometido contra sí y el impacto de pecar contra otros. A través de nuestra propia angustia podemos simpatizar con los demás y ofrecerles palabras de consuelo de las Escrituras al igual que exhorta Pablo:

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción, dándoles el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios. (2 Corintios 7:9-11).

Sin embargo, esta identidad también puede encontrarse en el trono de nuestros afectos. Cuando nuestro sufrimiento se hace fuera de los límites, incapaz de soportar el escrutinio de las Escrituras, o cuando se vuelve tan abrumador y único que nadie es capaz de entender, hay una buena probabilidad de que nuestro sufrimiento nos ha hecho su siervo.

La lucha por la armonía

A decir verdad, ninguno de nosotros tiene estos tres aspectos de nuestra identidad cristiana en perfecta armonía. Todos tendemos a dar prioridad a uno sobre los otros o negar que uno de ellos existe. Pero debemos esforzarnos a tener una vista equilibrada de nuestra identidad en Jesús. Santo, pecador, alguien que padece: los tres deben tener su propia voz, los tres necesitan que los otros les den el cuidado y los tres deben atender a los otros.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Scott Matson
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