Es manifiesto que muchos de nosotros vivimos deprisa y corriendo. Nuestras vidas están sobrecargadas con obligaciones y compromisos. Al final, inevitable y desgraciadamente, cuando tenemos que preparar una lección para los niños de la escuela dominical, una charla para adultos, un devocional para mujeres o una clase de discipulado, recurrimos apresurados a las formas con las que ya estamos familiarizados. Esto, sin duda, afecta la calidad de nuestra enseñanza.
Por eso te animo a que tomes un tiempo delante del Señor para examinar y reflexionar profundamente sobre la labor de enseñanza en la iglesia. Con ese fin, te comparto tres preguntas clave que están íntimamente interconectadas: la primera, ¿por qué enseño?; la segunda, ¿para qué enseño?; y por último, ¿cómo enseño?
¿Por qué enseño?
Pensar por qué enseño me obliga a examinar las motivaciones profundas de mi corazón. Debemos ser conscientes en todo tiempo de que nuestros corazones engañosos, por defecto, tienden a desviarse tras motivaciones y deseos incorrectos.
Al analizarnos, quizás debamos confesar nuestra propensión a contabilizar nuestras buenas obras en la carrera hacia la santidad; a querer maximizar las inversiones de estudios hechas en tiempo y dinero; a usar nuestra posición de maestros como una «plataforma» para llenar el tanque de mis anhelos egoístas.
Si nuestras motivaciones no están alineadas con el llamado de Dios y con una actitud de servicio y amor al prójimo, el Señor nos invita a arrepentirnos
La Palabra nos exhorta: «Todo lo que hagan, háganlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres, sabiendo que del Señor recibirán la recompensa de la herencia. Es a Cristo el Señor a quien sirven» (Col 3:23-24). Podemos hacernos la pregunta: ¿enseño como para el Señor? Si descubrimos que nuestras motivaciones no están alineadas con el llamado vocacional de Dios y con una actitud de servicio y amor a nuestro prójimo, el Señor nos invita a arrepentirnos y a redireccionar nuestras motivaciones.
¿Para qué enseño?
La pregunta para qué enseño me obliga a examinar mis valores ministeriales. Al analizarnos, quizás debamos confesar que nuestros planes estratégicos, proyectos y objetivos están por encima de las personas a quienes enseñamos; que responder a las expectativas y demandas de las personas está por encima de caminar en obediencia a Dios; que nuestro deseo de transmitir y demostrar nuestros conocimientos está por encima de ver sus vidas impactadas y transformadas por la Palabra hecha carne (cp. Jn 1:14).
Pablo nos insta a responder como él: «A [Cristo] nosotros proclamamos, amonestando a todos los hombres, y enseñando a todos los hombres con toda sabiduría, a fin de poder presentar a todo hombre perfecto en Cristo» (Col 1:28). Podemos preguntarnos, ¿quiero ver a mi hermano mayormente saber de Dios o amar a Dios? Si descubrimos que nuestros valores ministeriales no están alineados con ser un canal para que Dios transforme profundamente a nuestros hermanos, el Señor nos invita a arrepentirnos y a redireccionar nuestros valores.
¿Cómo enseño?
La pregunta cómo enseño me obliga a examinar mis principios metodológicos, es decir, mi forma de enseñar. Al analizarnos, quizás debamos confesar nuestras tendencias a la ley del mínimo esfuerzo en mis preparaciones, en lugar de la excelencia; al estancamiento en las metodologías de siempre, en lugar de un compromiso con la actualización de la mano con el discernimiento, la formación continua y la retroalimentación rindiendo cuentas; a culpabilizar a mis oyentes por su falta de resultados, en lugar de priorizar los procesos de aprendizaje, resolver los obstáculos y respetar el desarrollo de la madurez.
Una vez más, Pablo nos apunta a la esencia de nuestro ministerio: «Con este fin también trabajo, esforzándome según Su poder que obra poderosamente en mí» (Col 1:29). Podemos preguntarnos, ¿me esfuerzo y, sobre todo, me dispongo a ser instrumento de Dios para que Él lleve a cabo Sus propósitos en la vida de las personas a las debo servir? Si al examinarnos descubrimos que nuestros principios metodológicos no están alineados con la actitud de menguar para que Cristo crezca y en beneficiar a aquellos a los que sirvo, el Señor nos invita a arrepentirnos y a redireccionar nuestra metodología.
Más que una transmisión de conocimiento
Me gustaría invitarte a contemplar esta última pregunta desde otro ángulo.
Cada vez son más los autores que se preguntan, como James K. A. Smith, «¿Y si la educación […] no tiene que ver principalmente con la absorción de ideas e información, sino con la formación del corazón y los deseos?» (Desiring the Kingdom, p 18).
Consideremos: si tuviéramos que definir brevemente nuestra metodología de enseñanza, ¿diríamos que se trata mayormente de transmisión de palabras y conocimiento? Me temo que, para la mayoría de nosotros, si somos sinceros, nuestra respuesta sería afirmativa. Vivimos en tiempos de exceso de información y, como iglesia, estamos tardando demasiado en comprender que los paradigmas tradicionales —metodologías de enseñanza mayormente de transmisión de información— ya no son relevantes para el contexto y las necesidades actuales.
Supliquemos a Dios que nos ayude a buscar una transformación en nuestra forma de enseñar y discipular a nuestros hermanos
Deberíamos cuestionarnos si existe una correlación vital entre esta realidad y la calidad de nuestro discipulado. Es difícil negar que como pueblo de Dios reflejamos cada vez más un discipulado aguado, trivial y poco comprometido con los valores del reino de Dios y del Señor y Salvador al que decimos seguir. El pueblo llamado a ser luz y sal se diluye en el mundo y sus valores.
Información que produce transformación
Pero tenemos que ver más allá. No se trata exclusivamente de un problema de saturación de información (¿no nos ha dado Dios una mente con una capacidad poderosa de recepción y almacenamiento?), sino que se trata principalmente del impacto que produce, o no, esta información que transmitimos. La Palabra de Dios está impregnada de llamados a vivir una vida en la que se vive lo que se conoce. Consideremos las tempranas instrucciones al pueblo de Israel:
Estos, pues, son los mandamientos, los estatutos y los decretos que el SEÑOR su Dios me ha mandado que les enseñe, para que los cumplan en la tierra que van a poseer… Escucha, pues, oh Israel, y cuida de hacerlo, para que te vaya bien y te multipliques en gran manera, en una tierra que mana leche y miel, tal como el SEÑOR, el Dios de tus padres, te ha prometido (Dt 6:1, 3, énfasis añadido).
Pasando por las instrucciones de Jesús:
Ustedes son Mis amigos si hacen lo que Yo les mando. Ya no los llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero los he llamado amigos, porque les he dado a conocer todo lo que he oído de Mi Padre (Jn 15:14-15, énfasis añadido).
Y finalmente, las cartas a la iglesia incipiente:
Sean hacedores de la palabra y no solamente oidores que se engañan a sí mismos. Porque si alguien es oidor de la palabra, y no hacedor, es semejante a un hombre que mira su rostro natural en un espejo; pues después de mirarse a sí mismo e irse, inmediatamente se olvida de qué clase de persona es. Pero el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, este será bienaventurado en lo que hace (Stg 1:22-25, énfasis añadido).
Sin negar los principios bíblicos que van más allá de lo que podemos explicar o controlar —como la soberanía de Dios y la obra del Espíritu Santo en la vida de los creyentes, entre muchos otros—, haremos bien en examinarnos delante del Señor para reconocer cuando nuestros métodos están siendo de tropiezo para Su obra en la vida de aquellos a quienes servimos con la enseñanza. Supliquemos a Dios que nos ayude a buscar una transformación en nuestra forma de enseñar y discipular a nuestros hermanos.