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El diccionario define la pedagogía como la «ciencia que se ocupa de la educación y la enseñanza, especialmente la infantil» y «la práctica educativa o de enseñanza en un determinado aspecto o área». Algunos de los sinónimos sugeridos son: didáctica, enseñanza, instrucción, formación y educación. La andragogía sería la pedagogía aplicada para adultos.

Traducido a la vida de la iglesia, el concepto de la pedagogía nos invita a reflexionar y activar prácticas y metodologías pedagógicas que ayuden a nuestros hermanos a aprender, entendiendo nuestro aprendizaje como el proceso que nos lleva a conformarnos más a la imagen de Jesús (cp. Gá 4:19). En este sentido, ¿hemos estado usando la pedagogía de la manera adecuada?

Aprendiendo del Maestro

Si nos detenemos a pensar en cómo hemos usado o aplicado la pedagogía en la vida de la iglesia, llegaremos a la conclusión de que nuestras reflexiones no siempre nos han llevado al terreno de la pedagogía. Por defecto, nos inclinamos al qué enseñar (contenido) y no al cómo enseñar (método).

El problema principal de enfocarnos de una forma desmesurada en los contenidos es que nos dificulta comprobar su efecto en la vida de nuestros discípulos. Es cierto que la transformación no depende en su totalidad de nosotros como maestros, pero tampoco olvidemos que es una responsabilidad compartida. Primero, el Espíritu Santo es el único capaz de transformar nuestros corazones. Segundo, nuestros discípulos y alumnos son responsables de predisponerse para el crecimiento. Y, finalmente, nosotros, los maestros, somos responsables de ser canales del poder de Dios e instrumentos de transformación en Sus manos.

Podemos traer fruto verdadero en nuestra enseñanza, si hacemos todo en dependencia de Jesús

Jesús es el mejor ejemplo que encontramos y el Maestro por excelencia. Son muchas las lecciones que podemos aprender de Él para mejorar nuestra propia práctica educativa. Sin embargo, en esta ocasión quiero sugerirte características que distinguen la pedagogía de Jesús, por encima de cualquier estrategia o práctica específica, por muy buena, necesaria e importante que sea. Hay, al menos, dos elementos por los que Jesús se destaca por encima de cualquier maestro: Su dependencia del Padre, y Su poder y autoridad.

Dependencia del Padre

Jesús dependía del Padre: «En verdad les digo que el Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre; porque todo lo que hace el Padre, eso también hace el Hijo de igual manera» (Jn 5:19). Jesús nunca actuó por cuenta propia. Las veces en que, a criterio de Sus discípulos, parecía desaparecer aun en los momentos aparentemente más críticos, en realidad estaba priorizando tiempo con Su Padre celestial. En estos tiempos, a menudo de silencio, Jesús cultivaba Su comunión con el Padre en la intimidad y buscaba la dirección a seguir. Podemos imaginar fácilmente cuán cruciales fueron estos momentos en ocasiones como la elección de aquellos que iban a formar parte de Su equipo (Mr 3:13-19), antes de desplazarse a otro lugar (Mr 1:35-38) o incluso antes de un gran sermón (Mt 5).

¿Qué pasaría si antes de preparar una clase de escuela dominical, un sermón para el domingo o un taller para líderes jóvenes, me reuniera con mi Padre celestial y buscara Su dirección con la misma intensidad que Jesús lo hacía? ¿Qué pasaría si al recibir una invitación para enseñar en un sitio o aceptar otra responsabilidad, me tomara el tiempo de arrodillarme delante del Padre para discernir si debo o no tomar tal compromiso? ¿Qué pasaría si todos los maestros en la vida de la iglesia imitáramos a Jesús en nuestra dependencia del Padre? Quizás nuestros programas de enseñanza serían más acertados, evitando la tentación de agradar a las personas, de ser popular o de no querer abordar temas difíciles pero necesarios.

Jesús nos ofrece una invitación clara: «Permanezcan en Mí, y Yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en Mí» (Jn 15:4). Podemos traer fruto verdadero en nuestra enseñanza, si hacemos todo en dependencia de Jesús.

Poder y autoridad

Por una parte, las palabras de Jesús no se las llevaba el viento con facilidad. No entraban por un oído y salían por el otro, sin causar impacto. Sus palabras no dejaban a las personas indiferentes. Cuando Jesús hablaba y actuaba, lo hacía con poder. Un bello ejemplo de este poder lo leemos en el testimonio de los dos discípulos en el camino a Emaús.

Si bien, en una primera instancia, sus ojos estaban cegados y no parecían reconocer a Jesús hasta que Él partió el pan, sus corazones percibieron poder desde el primer momento: «¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las Escrituras?» (Lc 24:32). El poder transmitido a través de Sus palabras impulsó a los dos discípulos a volver a Jerusalén, una distancia de nada más y nada menos que doce kilómetros (¡y de noche!), para contar lo sucedido a sus compañeros. Sin duda, la vida de estos discípulos fue revolucionada para siempre.

La autoridad de Jesús en nosotros nos permite cumplir con nuestro llamado y misión, firmemente asentados en nuestra identidad como hijos de Dios

Por otra parte, desde el primer instante de Su ministerio terrenal, Jesús tuvo clara Su misión y no perdió tiempo. Empezó a predicar en las sinagogas y siguió predicando entre las multitudes. No se distrajo de Su llamado aún bajo presión (Mr 1:37-38). Y no solo enseñaba, sino que también lo hacía con autoridad. Esto sorprendió tanto a curiosos y a rabinos, como a Sus propios discípulos: «Y se admiraban de Su enseñanza; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mr 1:22). Desde el principio Jesús se destacó como alguien distinto a los demás y un elemento diferencial era Su autoridad. Tanto Su autoridad como Su poder iban directamente ligados a Su dependencia del Padre.

¿Qué pasaría si mis palabras, cuando enseño, no sonaran huecas, repetitivas o aburridas? ¿Si mis palabras dejaran de ser murmullos incomprensibles e irrelevantes?

Quizás debemos recordar que el Señor ya nos prometió poder: «Pero recibirán poder cuando el Espíritu Santo venga sobre ustedes; y serán Mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1:8). Por lo tanto, el poder ya es nuestro, en Jesús. Podemos asirnos de Él cuando nuestras vidas están cerca de Jesús y llenas de Su Espíritu.

Quizás debamos recordar también que Jesús nos dijo: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Por lo tanto, hay un sentido en que tenemos el regalo de la misma autoridad en Él. Esto nos permite cumplir con nuestro llamado y misión, firmemente asentados en nuestra identidad como hijos e hijas de Dios. No debería preocuparnos nuestra persona o reputación. Esto no es lo que está en juego, no nos engañemos. Somos meros embajadores del Maestro de maestros. Jesús nos invita a imitarlo para dar a conocer Su obra redentora y hacer discípulos para Su gloria.

A partir de estas verdades podremos pensar en una metodología pedagógica que nos ayude a ser instrumentos para la transformación de aquellos a quienes enseñamos en la iglesia.

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