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En este artículo veremos de manera panorámica la obra del Espíritu Santo en la carta del apóstol Pablo a los gálatas. Un análisis sencillo del contexto, la estructura, y los idiomas originales nos permitirá descubrir algunas facetas del obrar del Espíritu Santo en la vida del creyente. Esto enriquecerá nuestro conocimiento para estar más conscientes de su presencia en nuestra vida.

El Espíritu Santo santifica al creyente (3:3; 5:4-5)

A diferencia de otras cartas en donde encontramos un saludo introductorio y una sección de acciones de gracias, Pablo, luego de afirmar su autoridad apostólica, hace una dura confrontación a los gálatas debido a su pronto desvío de la fe verdadera (1:6-10). Encontramos un eco de este mensaje más adelante, donde se desarrolla la razón de su reprimenda: “Esto es lo único que quiero averiguar (aprender) de ustedes ¿Recibieron el Espíritu por las obras de la Ley, o por el oír con fe? ¿Tan insensatos son? Habiendo comenzado por el Espíritu, ¿van a terminar ahora por la carne?” (3:2-3, NBLH).

La obra del Espíritu Santo no se expresa de forma directa en estos pasajes, pero se deja ver entre líneas. Primero, se nos aclara que los gálatas recibieron el Espíritu por el oír con fe, no por el cumplimiento de la ley (3:2; cf. Ro. 10:17; Ef. 2:8-9). La fe hace posible la presencia del Espíritu en el creyente, al haber aceptado el evangelio. Seguidamente, Pablo introduce en 3:3 dos expresiones que se contrastan: “habiendo comenzado… van a terminar ahora”, junto a dos elementos antitéticos: “por el Espíritu… por la carne”. En este caso, la palabra carne [Del griego, σαρκὶ], no se refiere simplemente al cuerpo sino más bien a la naturaleza humana y pecaminosa. Los gálatas habían comenzado la vida cristiana con la ayuda del Espíritu Santo, quien obra en el creyente con poder para perfeccionarlo (Fil. 1:6). Sin embargo, ellos estaban abandonando lo primero en su búsqueda del perfeccionamiento por las obras de la carne, algo de lo cual ya habían sido liberados (2:16).

Los gálatas recibieron el Espíritu por el oír con fe, no por el cumplimiento de la ley

Así como en aquellos días, hoy también existen judaizantes que enseñan la salvación por medio de la fe en Jesucristo, pero la santificación por medio de las obras. Aunque ya no vivimos bajo las exigencias de la Ley Mosaica, es común encontrar requerimientos humanos acerca de la comida, bebida, y lugares (4:10), pretendiendo una apariencia de piedad basada en esfuerzos humanos, lo cual conduce a la impiedad y el orgullo. El creyente debe guardarse de caer en tal engaño, así como la Iglesia debe ocuparse por preservar y proclamar la sana doctrina acerca de la santificación por el Espíritu Santo, no por esfuerzos humanos.

El Espíritu Santo nos revela que somos hijos de Dios (4:6)

Este versículo inicia con una afirmación enfática, como antecedente al argumento que desarrollará: “Y porque ustedes son hijos”. Es decir, no hay duda que los gálatas habían creído el evangelio (3:26; cf. Jn. 1:12) y, por ende, también habían recibido al Espíritu Santo como un acto simultáneo, según continúa el pasaje: “Dios ha enviado [Del griego, ἐξαπέστειλεν, es decir, hacia un objetivo o propósito designado] al Espíritu de su Hijo a nuestros corazones”. Es interesante notar que el mismo verbo “enviar” se usó en 4:4 para decir que, “cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo” (cf. Fil. 2:5-11). También vale la pena aclarar que la expresión “Espíritu de su Hijo”, hace referencia al Espíritu Santo, así como encontramos en otros pasajes (e.g. Hch. 5:9; Ro. 8:9; 2 Co. 3:17; Gá. 4:6; Fil. 1:19; 1 P. 1:11).

En este pasaje, la obra del Espíritu en el creyente está relacionada con la filiación (Ro. 8:9). Podemos decir que la obra de Cristo aquí es conceder al creyente el derecho de ser hijo, mientras que la del Espíritu es revelar al espíritu humano la maravillosa verdad de que somos hijos de Dios (cf. Ro. 8:15-16). Su obra se desarrolla en el corazón del hombre y esta verdad nos impulsa a clamar, ¡Padre! El término arameo Abba era utilizado en el entorno familiar íntimo para referirse al padre o dirigirse a él. Jesús lo utilizó también (cf. Mt. 11:25–26; Mr. 14:36) demostrando así su cercanía, sometimiento, y amor entrañable por el Padre. El creyente, impulsado por el Espíritu, tiene ahora la libertad como hijo de dirigirse al Padre en familiaridad, confianza, e intimidad.

Comúnmente se han sugerido traducciones como “Papito” para denotar la cercanía o confianza que el creyente tiene con Dios. Sin embargo, debe existir una tensión perfecta entre filiación y respeto, amor, y obediencia. En ocasiones, pareciera ser que las nuevas generaciones de creyentes latinoamericanos no tienen conflicto con la idea de “cercanía” o “familiaridad” con Dios, pero sí con la línea de respeto y obediencia. Es alentador recordar que el mismo Espíritu que nos impulsa a clamar “Padre” en un sentido de confianza, también nos impulsa a obedecerlo como una muestra de alto honor y respeto.

El Espíritu Santo regenera al creyente (5:16-18; 22-23, 25)

El inicio de este pasaje nos vincula automáticamente con lo que precede: la libertad cristiana y el amor (5:1-15). Es como si Pablo estuviera diciendo, “Por eso les digo” (NTV): “Anden…” —esto es, vivir o comportarse de una manera determinada— “por el Espíritu”. La frase “por el Espíritu” hace evidente la idea de una vida dirigida o controlada por el Espíritu Santo.

La obra del Espíritu Santo es conformar al creyente a la imagen de Cristo, de modo que la transformación por el evangelio sea evidente en su conducta y manera de vivir. En los segmentos anteriores hemos estudiado acerca de la santificación y relación íntima del creyente con Dios. En este caso, vemos una faceta de la obra regeneradora del Espíritu (Tit. 3:3-6), quien provee al creyente una nueva forma de ser y actuar de acuerdo a su nueva naturaleza (2 P. 1:4).

El Espíritu Santo revela al espíritu humano la maravillosa verdad de que somos hijos de Dios

El creyente ha sido liberado del poder del yo (2:20), del poder de la carne (5:24), y del poder del mundo (6:14), por tanto su vida es renovada y su mirada reenfocada (Col. 3:1-3). En los versos siguientes encontramos una descripción de las obras de la carne (v. 19-21), bajo una advertencia importante: “los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios” (cf. Stg. 2:17; 2 Co. 13:15). Seguidamente se expone el fruto del Espíritu (v. 22-23). Nótese el sustantivo singular καρπὸς (fruto), lo cual quiere decir que el creyente que “anda por el Espíritu” expresa en su vida todas las virtudes del fruto y no solo algunas de ellas.

La meta del creyente debe ser reflejar a Cristo, dando el fruto de andar por el Espíritu, como quien está unido a la Vid verdadera (Jn. 15:1, 2, 5). Esta es la lógica con la cual Pablo termina el capítulo, que de alguna manera resume su mensaje: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu.” (5:25). El “si” (del griego, εἰ), no es un condicional sino más bien una afirmación enfática, “Ya que vivimos por el Espíritu”. Y la “vida” [de griego, ζάω] que Él nos da tiene un sentido sobrenatural, es decir, estar vivo pero de una manera trascendente; una vida con el pecado subyugado. Por lo tanto, se espera que “andemos por el Espíritu” [Del griego, στοιχῶμεν], esto es, vivir con cuidado. La expresión tiene un sentido militar que implica marchar en orden o caminar en línea recta.

No basta con decir que somos hijos de Dios, es necesario demostrarlo en la vida cotidiana. Es necesario negar la impiedad y renunciar a los deseos mundanos (Tit. 2:11-12). La obra del Espíritu, cuando no es estorbada, produce en nosotros el fruto que refleja el carácter de Cristo, no solo de manera individual sino también colectiva.

Conclusiones

La carta a los gálatas expone lecciones fundamentales y motiva al creyente a reflexionar acerca de la obra del Espíritu Santo, tanto en aquellos días como en la actualidad. Para algunos el evangelio se ha convertido en una puerta de entrada a la vida eterna. Su interés es encontrar la salvación, pero no una transformación de vida. De la misma manera, pareciera ser que algunos ven al Espíritu Santo, si es que están conscientes de su presencia, como un regalo que recibe el creyente al momento de su conversión, pero no como el parakletos que Dios ha sido prometido para santificarnos.

La tarea del Espíritu Santo de revelar a nuestro espíritu que somos hijos de Dios se convierte en un paso fundamental que permite el inicio de la renovación. Cuando Él nos hace conscientes de nuestro pecado y crea en nosotros un espíritu recto, entonces empezaremos a caminar en santidad, cercanía, amor, y obediencia.

Si hemos comenzado esta nueva vida por fe en Jesucristo y con la ayuda del Espíritu Santo, no nos desviemos al buscar la santidad por esfuerzos humanos ni tampoco busquemos señales sobrenaturales como confirmación de su presencia en nosotros. Más bien, siendo regenerados por Él, permitamos que su fruto conforme nuestro carácter para reflejar al Hijo porque esta es la voluntad del Padre y la mejor evidencia de que somos suyos.

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