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No construyas tu nido aquí: Aprendiendo a sufrir con los puritanos

Los puritanos ingleses y sus pares escoceses, los covenanters (firmantes de pacto), experimentaron sufrimientos intensos. Junto a sus contemporáneos, se enfrentaron a las dificultades normales del mundo del siglo XVII: plagas, enfermedades y muertes de bebés, niños y mujeres durante el parto. Sin embargo, además de todo esto, muchos de los puritanos sufrieron una persecución profunda y persistente.

Los monarcas Estuardo (Jacobo I, Carlos I y Carlos II, en los años 1603-1685)  consideraban a los puritanos como una amenaza y como rebeldes sediciosos de la Mancomunidad inglesa debido a su negativa a ajustarse a la Iglesia de Inglaterra y a sus intentos de introducir «nuevas reformas» en la iglesia. Como resultado, los magistrados multaron, desmembraron y encarcelaron a los puritanos por no adherirse al Libro de Oración Común y a las diversas ceremonias de la Iglesia de Inglaterra. A pesar del maltrato cruel y abusivo que recibieron de sus verdugos, estos puritanos demostraron una determinación valiente y una perseverancia cristiana al mantenerse firmes en su devoción a su Señor Jesucristo.

Aunque nuestras adversidades no sean las mismas, podemos aprender y aplicar tres valiosas lecciones sobre el sufrimiento a partir de las reflexiones bíblicas de los puritanos sobre las pruebas que padecieron. Aplicar estas lecciones a nuestras circunstancias nos ayuda a reconocerlas como fuegos purificadores destinados a probar la autenticidad de nuestra fe y a aumentar nuestros afectos por Cristo.

Un Cristo más precioso

En primer lugar, los puritanos nos enseñan que el sufrimiento puede ser un catalizador para comprender y experimentar el inestimable valor de Cristo, lo que a su vez conduce a atesorar activa y perpetuamente a Cristo por encima de todo. En medio de su sufrimiento, el covenanter Samuel Rutherford fue capaz de ver y abrazar a Cristo como su «Perla». Cristo era tan precioso para él que se negó a «cambiar el gozo de mis prisiones y encarcelamiento por Cristo por todo el gozo de este mundo sucio y corrompido».[1]

Los puritanos nos enseñan que el sufrimiento puede ser un catalizador para comprender y experimentar el inestimable valor de Cristo

Para los puritanos, el sufrimiento era un agente purificador para «agravar el pecado», de modo que «el pecado sea lo más amargo y Cristo lo más dulce de todas las cosas».[2] Richard Sibbes afirma que el sufrimiento produce una «herida» que permite al cristiano «valorar a Cristo por encima de todo».[3] Cuando todo es próspero, es más difícil ver el tesoro que es Cristo, pero cuando llegan las pruebas, «nada consuela [el alma] como las riquezas de Cristo… Nada hace que un cristiano se despreocupe como las riquezas de Cristo».[4] Incluso cuando el sufrimiento azota el cuerpo o la mente del discípulo de Cristo, el alma puede enamorarse más de la belleza de Cristo.

Misericordia severa

En segundo lugar, los puritanos refuerzan la verdad de que Dios es el Autor divino sobre el sufrimiento. Nada en esta vida, incluido el sufrimiento, escapa a la voluntad soberana de Dios. Por lo tanto, los cristianos no deben «cuestionar sino que hay un designio favorable hacia ustedes en [el sufrimiento]».[5] Dios utiliza el sufrimiento para Sus propósitos divinos, entre los que se cuentan el bien y el crecimiento de Sus hijos, mostrando así, al mismo tiempo, Su soberanía y Su amor de pacto. En las manos soberanas del Señor, el sufrimiento se convierte en un medio divino y bondadoso de santificación por el que «Dios no hace sino matar tus concupiscencias».[6]

El amor de Dios impregna el sufrimiento de Sus elegidos. Cada prueba que afrontan Sus elegidos revela la calidez, la dulzura y el afecto del Padre. Él no pretende herir ni destruir. Al contrario, «las aflicciones para el piadoso son medicinales», dadas para limpiar, para purificar a Sus hijos.[7] Por tanto, el sufrimiento es una «señal segura de Su amor… Una señal de que quiere habitar con nosotros y deleitarse en nosotros».[8] Cuando comprendemos el amor de Dios por nosotros en nuestro sufrimiento, no aprendemos a contentarnos con nuestras circunstancias o con nosotros mismos, sino solo en Dios. Jeremiah Burroughs observa:

No solo en las cosas buenas tiene el cristiano el rocío de la bendición de Dios, y las encuentra muy dulces para él, sino que en todas las aflicciones, en todos los males que le sobrevienen, puede ver el amor, y puede gozar de la dulzura del amor tanto en sus aflicciones como en sus misericordias. La verdad es que las aflicciones del pueblo de Dios proceden del mismo amor eterno del que procede Jesucristo… La gracia permite a los hombres ver el amor en el ceño mismo del rostro de Dios, y así llegan a recibir contentamiento.[9]

El reconocimiento del amor de Dios al diseñar las pruebas puede producir una «alegría y consuelo en Dios» sobrenatural, indescriptible.[10] Aunque reconocían una categoría para las lágrimas piadosas, el dolor piadoso y el lamento piadoso, los puritanos mantenían que el ethos general del cristiano es el del gozo. Al reflexionar sobre su propia experiencia de gozo sobrecogedor en medio de una prueba, Rutherford escribe:

No necesitamos temer las cruces, ni suspirar o entristecernos por nada que esté de este lado del cielo, si tenemos a Cristo. Nuestras cruces nunca sacarán sangre del gozo del Espíritu Santo y de la paz de la conciencia. Nuestro gozo está alojado en un lugar tan alto que las tentaciones no pueden trepar para derribarlo.[11]

Nada en esta vida, incluido el sufrimiento, escapa a la voluntad soberana de Dios

El sufrimiento en la vida de los piadosos produce una dulce sumisión a la providencia de Dios. Por gracia, los elegidos de Dios no necesitan limitarse a soportar o resignarse al sufrimiento. Más bien, conociendo y atesorando el hecho de que «Su soberanía que ejerce sobre nosotros… está llena de misericordia»,[12] ellos arrojan todos los «pensamientos inquietantes de la santa dispensación de Dios». [13]

Extranjeros y exiliados

En tercer y último lugar, el sufrimiento resalta la realidad de que somos extranjeros y peregrinos en esta tierra y que esperamos ansiosamente nuestra residencia celestial eterna. Los puritanos vivieron la proposición de Hebreos 11:13: «confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra». Esta mentalidad peregrina atemperaba sus expectativas de la vida en esta tierra. Thomas Brooks sostiene que las aflicciones «elevan y levantan los afectos de un santo hacia el cielo y las cosas celestiales».[14]

El sufrimiento nos recuerda que este mundo bajo la maldición del pecado y arruinado por el pecado no es nuestra residencia eterna, porque «nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo» (Fil 3:20). Este mundo temporal «es como una cama dura y mal hecha; no hay en ella descanso para tu alma».[15] Por lo tanto, Dios utiliza el sufrimiento para «destetar sus corazones de un mundo vano, previniendo las tentaciones y despertando sus deseos en pos del cielo».[16]

A medida que Dios utiliza las aflicciones para alejarnos de la vanidad del mundo, nos transporta espiritualmente más cerca de Sí mismo. Brooks afirma:

Los tiempos de aflicción han sido los tiempos en los que has visto el rostro de Dios, y has oído la voz de Dios, y has mamado la dulzura de los pechos de Dios, te has alimentado de las delicadezas [manjares] de Dios, y has bebido profundamente de los consuelos de Dios, te has sentido muy satisfecho y complacido con la presencia y los dones de Dios.[17]

Si las aflicciones producen este tipo de satisfacción y deleite en Dios, si nos enseñan a rechazar la tentación de saciarnos con los placeres vacíos del mundo presente, entonces podemos abrazar las misericordias severas que nos impiden alejarnos del Dios vivo.

Resiliencia dulce y sumisa

Las respuestas de los puritanos a las aflicciones nos proporcionan un modelo de resiliencia dulce y sumisa en nuestro sufrimiento. Burroughs sostiene que un cristiano resiliente es aquel cuyo «dulce y santo temperamento» permanece inalterado por las aflicciones, porque ese cristiano «se somete a la disposición de Dios en toda condición».[18] En un mundo donde la enfermedad y la muerte están en todas partes, Cristo parece más precioso, y la providencia amorosa de Dios más dulce.

Estas lecciones nos instruyen y nos recuerdan que nuestros sufrimientos no tienen la última palabra. Tampoco nos dan excusas para romper la comunión con el Señor o para ser menos piadosos. Más bien, el sufrimiento es la puerta de Dios a nuevos derramamientos de Su infinita gracia sustentadora, a medida que descubrimos cada vez más que Cristo es «todosuficiente».

Aunque nuestros sufrimientos actuales puedan parecer especialmente difíciles, «no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada» (Ro 8:18). Cristiano, la brújula del sufrimiento señala el norte verdadero hacia la morada eterna de Dios. Por lo tanto, «no construyas tu nido aquí», sino que busca y «anhela una patria mejor, es decir, la celestial» (He 11:16).[19] El Señor te sostendrá y te llevará bondadosamente a través del dolor y el sufrimiento en esta vida y, en su debido tiempo, te conducirá a Su presencia, donde ya no habrá muerte, lamento, llanto ni dolor (Ap 21:4).


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Eduardo Fergusson.

[1] Samuel Rutherford, Letters of Samuel Rutherford (Edinburgh: Banner of Truth, 1973), p. 147.
[2] Richard Sibbes, The Vruised Reed (Londres: M. Flesher, 1630), pp. 34, 38.
[3] Sibbes, Bruised Reed, p. 35.
[4] Thomas Brooks, The Unsearchable Riches of Christ (London: Mary Simmons, 1657), p. 220.
[5] Thomas Boston, The Crook in the Lot (Londres, 1768), p. 33.
[6] John Flavel, Divine conduct, or, The mysterie of Providence (London: R.W., 1678), p. 150.
[7] Thomas Watson, A Divine Cordial (Londres, 1663), p. 25.
[8] Richard Sibbes, Bowels opened (London: George Miller, 1639), p. 16.
[9] Jeremiah Burroughs, The rare jewel of Christian contentment (Londres, 1648), p. 44.
[10] Flavel, Mysterie of Providence, p. 150.
[11] Rutherford, Letters, p. 122.
[12] Rutherford, Letters, p. 171.
[13] Rutherford, Letters, p. 188.
[14] Thomas Brooks, Heaven on Earth (London: R.I., 1654), p. 135.
[15] Rutherford, Letters, p. 147.
[16] Flavel, Mystery of Providence, p. 150.
[17] Brooks, Heaven on Earth, pp. 137–38.
[18] Burroughs, Rare Jewel, p. 25.
[19] Rutherford, Letters, p. 147.
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