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“Serán como Dios”. Esa fue la promesa con la que Satanás nos engañó en el Edén. Esa promesa de autonomía, de vivir para nosotros y tomar decisiones por nosotros mismos. Promesa que sigue vigente, y todos los días está siendo promocionada en la televisión, por la radio, y cada vez que reproducimos un video en youtube o revisamos nuestro perfil de Facebook. Se nos está vendiendo la ilusión de la felicidad sin Dios, de la realización fuera de Sus planes, colocándonos metas mediocres y equivocadas, pero que pensamos que podemos alcanzar. En otras palabras, nuestra sociedad nos está vendiendo una religión enfocada en lo que podemos hacer y conseguir. Una religión de consumo. Aquí tres formas en las que se hace evidente la desviación de nuestros tiempos de la verdad de la Biblia.

1)  Cambiando a Dios por dinero

Hoy no erigimos estatuas ante las que nos arrodillamos, como en la antigüedad; eso es muy burdo para el hombre secular y moderno. Más bien, el sistema económico imperante nos invita a postrarnos frente al dios dinero. Se nos invita a tener una carrera profesional para ganar dinero, a trabajar para ganar dinero, a tener dinero para tener más dinero.

El templo del hombre contemporáneo es el centro comercial. Allí puede experimentar el poder de su dios. Detrás de cada vitrina se presentan hermosas las bendiciones que el dios dinero nos prodiga. No hace falta fe, sino solo una transacción comercial para poseer aquello que este ídolo puede dar. Bien lo dijo el profeta: “Dos son los pecados que ha cometido mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva, y han cavado sus propias cisternas, cisternas rotas que no retienen agua” (Jer. 2:13).

El dios dinero es ideal para el hombre caído que no busca a Dios, es un dios impersonal, que no le demanda moralidad, que es moldeable por el hombre, y que provee a este, con su poder, de las necesidades más básicas de su vida.

“Nadie puede servir a dos señores, pues menospreciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro. No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas” (Mat. 6:24).

2) Cambiando la vida por las cosas

Atado al punto anterior, el gozo que produce la comunión con Dios ha sido sustituido por cosas, por bienes. Las vitrinas de los grandes centros comerciales no nos venden productos: nos venden felicidad. El problema es que es felicidad en lo creado, no en el Creador. Es tan profunda la herida a nuestra espiritualidad que parecemos no encontrar gozo en Dios, y sí encontrarlo en aquellas cosas tangibles que nos provee el dinero.

Pero la felicidad del consumo es tan falsa y sin vida que nos obliga a estar siempre comprando para tener algo nuevo, ya que la exultante alegría que sentimos al tener un producto nuevo pronto se desvanece. No tiene el poder de encender un corazón.

Cristo dijo “El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn. 10:10). La vida eterna es una realidad gozosa, ya sea en medio del sufrimiento y la escasez, o en las alegrías y abundancia.

Todas las noches, antes de dormir, pregunto a mi hija de 3 años, Gaby, “¿Cuál es el fin principal del hombre?”. Y ella me responde con su tierna voz “goyificar a Dios y goshar de Él pallia siempe”. Esta respuesta, tomada de una hermosa confesión reformada, nos enseña que en glorificar a Dios hay gozo; que el gozo es resultado de vivir para Dios. Pero la religión del consumo no quiere que miremos a Dios como fuente de felicidad, sino a las cosas materiales: eso es demoniaco.

3) Llevándonos a buscar nuestro bienestar y no la Gloria de Dios

Así como fue sustituido el Dios verdadero por el falso dios del dinero, y se cambió el gozo perdurable por la fugaz y destructiva felicidad del consumismo, también se colocó una meta humana: el bienestar –el éxito de nuestra sociedad– en lugar de de la gloria de Dios.

Las personas están viviendo para conseguir bienestar. Desean un status, progresar, y cumplir el “sueño americano”. Desean tener una casa linda, una linda familia con hijos a los que “no les falte nada”. Tener estabilidad, y vivir en un barrio decente.

Como pastor veo con alarmante preocupación cómo los creyentes están “corriendo tras el viento”. Veo a las ovejas del Señor cansadas y ocupadas por su esfuerzo contínuo de tener más, soñando y anhelando el bienestar material, pero descuidando dramáticamente sus vidas espirituales. Se les puede aplicar la pregunta que Dios hiciera por boca del profeta hace cientos de años “¿Es acaso tiempo para que ustedes habiten en sus casas artesonadas mientras esta casa (la del Señor) está desolada?” (Hag. 1:4).

No es de extrañar que la falsa promesa de felicidad que nos ofrece el consumismo haya traído aparejado un aumento significativo de depresiones y suicidios. Las personas no encuentran esperanza en las cosas, se sienten defraudadas y sin sentido en la vida. Vivir para tener bienestar material es vender la vida por una baratija, es vender la primogenitura por un plato de lentejas.

En cambio, vivir para la gloria de Dios, tener a Cristo como meta suprema, es garantía segura de estar en el camino correcto. Por lo tanto, si trabajas, hazlo para la gloria de Dios; si haces familia, hazlo para su gloria; si estudias, hazlo para que Dios sea exaltado. “Entonces, ya sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Cor. 10:31).

Como Dios sabe que continuamente equivocamos el camino, sale a nuestro encuentro y, a través de Cristo, nos provee de aquel que es “El Camino, la Verdad y la Vida” (Juan 14:6). Él ha provisto todo para que el fundamento de tu vida sea Dios y no el dinero, que la experiencia que anheles sea el gozo auténtico de la comunión con el Señor, y que la meta de tu vida sea vivir Su Gloria. Jesús se hizo hombre para hacer esta vida posible. Es hora de arrepentirnos de la locura de la religión consumista de nuestros días, de dejar de amar nuestras posesiones, y de convertirlas en siervas del Dios altísimo. Es hora de encontrarnos con Dios por medio de Jesucristo para que, muriendo a esta vana vida, nuestra vida esté escondida con Cristo en Dios (Col. 3:3).

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