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¿Para qué existen los teólogos? El caso del adulterio de Karl Barth.

«Es una pena que fuera un esposo adúltero e infiel, pero sin duda fue un gran teólogo y un regalo para la iglesia».

¿Tiene sentido esta frase? ¿Podría considerarse que capta la compleja realidad del pecado remanente y permanente en los teólogos, o es simplemente un oxímoron? Parte de cómo respondamos a la pregunta dependerá de información adicional. ¿Fue este un adulterio de una sola ocasión o una realidad persistente? ¿Este teólogo se muestra quebrantado y contrito en confesión y arrepentimiento, o justifica sus acciones y permanece habitualmente impenitente?

Imagino que la mayoría de nosotros llegaríamos instintivamente a la conclusión de que si el «teólogo» de nuestro experimento mental cometiera adulterio habitual arrogante e impenitente, el calificativo de «esposo adúltero e infiel, pero espléndido teólogo» no sería más que un oxímoron.

Y no hemos estado pensando en una figura hipotética; hemos estado pensando en Karl Barth, considerado por muchos como uno de los teólogos más importantes del siglo XX.

Karl Barth y el problema del pecado habitual

La mayoría de los teólogos e historiadores se han ocupado de la obra de Barth sin tener que abordar la cuestión de su relación con su ayudante, Charlotte von Kirschbaum, por la sencilla razón de que nadie podía confirmar si su relación era algo más que profesional. Con el reciente descubrimiento de la correspondencia privada de Barth con Kirschbaum [en inglés], la relación romántica se ha hecho indiscutible.

Barth no solo mantuvo un romance prolongado con Kirschbaum, sino que la invitó a vivir con él y su familia. Esto supuso una tensión increíble en su relación con su esposa Nelly, la cual era consciente de ello. De hecho, su depresión era tan grave que en un momento dado le puso un ultimátum a Barth: o Kirschbaum se mudaba de casa, o Nelly haría lo impensable y se divorciaría de él. Barth, siempre comprometido con acciones racionales y bien pensadas, respondió convocando una reunión entre él, su esposa y su amante para hablar del asunto. El resultado fue que Nelly recibió un «no» a su ultimátum y se vio obligada a seguir viviendo con su esposo adúltero y su amante.

Con Barth, o con cualquier otro teólogo, la forma en que una persona vive afecta a su forma de pensar

No traigo a colación a Barth simplemente para hablar de los detalles morbosos de su pecado de adulterio o de su crueldad hacia su esposa, sino más bien para considerar cómo influye todo esto en nuestra valoración de Barth como teólogo. ¿Cómo pudo esta infidelidad descarada y habitual influir en sus reflexiones teológicas?

Formular esta pregunta no es un ejercicio de la tendencia de moda de «cancelar» a los teólogos del pasado con espíritu de fariseísmo. Tampoco es una demostración de psicologización especulativa. El propio Barth no guardó silencio en su correspondencia privada con Kirschbaum sobre cómo concebía su aventura desde una perspectiva teológica. De hecho, admite de buen agrado que sus acciones afectaron cuán dogmático se permitía ser. «Una extraña consecuencia de nuestra “experiencia”», escribe Barth [en inglés], «será que mi seminario de este verano sobre la historia reciente de la teología resultará mucho más indulgente, misericordioso y cauteloso de lo que habría sido en otro caso».

Barth llegaría incluso a justificar teológicamente su pecado. En un momento dado, le dice a su amante: «No puede ser simplemente obra del diablo, debe tener algún sentido y un derecho a vivir, que nosotros, no, solo hablaré de mí: que te amo y no veo ninguna posibilidad de detener esto». Según Barth, la opción piadosa era permanecer en la tensión entre los mandatos revelados de la Palabra de Dios y la supuesta disposición de Dios en su amor por Kirschbaum. No podía ser que Dios pretendiera que renegara de sus afectos por una mujer que no era su esposa, aunque esto es lo que las Escrituras claramente enseñan.

Así que concluye que Dios tiene propósitos para mantenerlo en esta tensión: negarse a divorciarse de su esposa y negarse a privarse de su relación con Kirschbaum. «Así estoy ante los ojos de Dios, sin poder escapar de Él de una u otra manera». Dios, según Barth, le ha colocado en un dilema imposible, en el que lo más parecido a la obediencia, y la opción más piadosa, es permanecer en una relación adúltera.

Gregorio Nacianceno y la consagración

Eso es mala teología. ¿Cómo es posible que alguien tan innegablemente brillante como Barth razone tan mal? Si pudiéramos consultar a otro teólogo influyente del pasado, Gregorio Nacianceno, él insistiría en que el pecado de Barth no podía hacer otra cosa que producir una desventaja en sus reflexiones teológicas. Jesús quiso decir eso cuando dijo que son los «puros de corazón» los que verán a Dios (Mt 5:8). Con Barth, o con cualquier otro teólogo, la forma en que una persona vive afecta a su forma de pensar.

Es por eso que Gregorio escribe extensamente sobre la noción de la consagración teológica. «La discusión teológica no es para todos», dice, «sino solo para aquellos que han sido probados y han encontrado una base sólida en el estudio y, lo que es más importante, han experimentado, o al menos están experimentando, la purificación del cuerpo y del alma. Para quien no es puro, asirse a las cosas puras es peligroso, como lo es para los ojos débiles mirar el resplandor del sol». En otras palabras, Gregorio insiste en la precaución. No es posible hacer una buena teología en abstracto, sin atender a nuestra piedad personal.

Si los teólogos son maestros que Cristo ha dado a la iglesia, debemos esperar de ellos algo más que un título de «doctor» y una mente aguda

Gregorio insiste en la importancia de la pureza de corazón al acercarse a Dios, debido a Su santidad. Acercarse al Santo de cualquier modo (incluso intelectualmente) es acercarse a Aquel que es un fuego consumidor (Heb 12:29), no podemos evitar el calor de Su santidad. La naturaleza misma de Dios no nos da la opción de contemplarlo correctamente en un sentido compartimentado, donde lo consideramos con exactitud intelectual, pero con corazones fríos y manos impuras que se alejan de Él. En la medida en que contemplamos correctamente a Dios, participamos de Su mente divina, —pensamos los pensamientos de Dios conforme a Él—, la cual es tan santa que no puede hacer otra cosa que santificar lo que está en Su presencia.

Esta forma de pensar pone al descubierto nuestras suposiciones modernas. Podemos imaginar que las ideas que surgen de una persona están completamente desconectadas de su cuerpo y su alma. Podemos imaginar que se puede evaluar a un teólogo sin tener en cuenta su vida y conducta. Pero estamos olvidando para qué existen los teólogos.

Cristo otorga el don de los «maestros» a Su iglesia (Ef 4:11-14). El teólogo que no hace de la edificación de la iglesia su ambición central termina en una posición parecida a la de Sansón: habiendo sido entregado por el Señor a Israel para su liberación, protección y beneficio, persigue de forma egoísta su propia gratificación, beneficiando a aquellos que le fueron asignados solo cuando es conveniente para él y cuando sus necesidades se solapan con sus búsquedas egoístas (ver Jue 13-16). Pero su fuerza (teológica) no existe para sí mismo, y no debe comportarse como si así fuera.

Podemos incluso llegar a decir que la piedad del teólogo, la cual le permite ver a Dios correctamente, se cultiva. Necesita rendir cuentas con sus hermanos y hermanas en Cristo, y ellos necesitan la enseñanza que él proporciona, para que «al que se le enseña la palabra» pueda «compartir toda cosa buena con el que le enseña» (Gá 6:6).

No te conformes con la impiedad

Pienso en al menos tres implicaciones inmediatas para todos nosotros a la luz de esta meditación sobre piedad y teología.

1. No te conformes con teólogos impíos.

Aunque no intentamos exigir perfección a nuestros teólogos, debemos insistir en una pureza de corazón cada vez mayor. Es impensable conformarse con menos. Si los teólogos son maestros que Cristo ha dado a la iglesia, debemos esperar de ellos algo más que un título de «doctor» y una mente aguda.

Cuanto antes nos demos cuenta de que conocer a Dios no es un medio para alcanzar un fin, sino el mayor fin y el propósito final de todas nuestras vidas, mejor

Necesitamos teólogos que fortalezcan a la iglesia desde dentro, atendiendo sus propias vidas con una seriedad piadosa y una buena disposición hacia «los otros» miembros de la iglesia. La pureza de corazón no viene separada de una clara preocupación por la santidad personal y comunitaria. Si la pureza de corazón es un requisito previo para ver a Dios (Mt 5:8), la iglesia sencillamente no necesita al teólogo que no busca la santidad en el contexto de la membresía de la iglesia local. No puede ayudar a la iglesia a ver a Dios porque él mismo es incapaz de ver a Dios.

2. No te conformes con pastores impíos.

Los pastores son los principales pastores-maestros, encargados de cuidar del rebaño de Dios. Si estos principios y normas se aplican a alguien, sin duda se aplican a los pastores, razón por la cual los pasajes más memorables y directos que hacen énfasis en la relación entre doctrina y piedad se encuentran en las epístolas pastorales (p. ej. 1 Ti 3:1-13; 4:16; Tit 1:5-9; 2:1-15).

Todos estamos agotados por el tren aparentemente interminable de pastores que caen y se descalifican públicamente. Si esta tendencia nos muestra algo, es que no hemos tenido en cuenta lo que enseñan las Escrituras: el carácter, no el carisma, es el requisito más importante para los pastores. Así que no nos conformemos con pastores brillantes, carismáticos, enérgicos, creativos, cautivadores e impíos. Esperemos pureza de corazón de quienes han de pastorear nuestras almas.

3. No te conformes con la impiedad en tu propia vida.

El extraordinario libro de R. C. Sproul Todos somos teólogos enseña una lección valiosa con su título. Con demasiada frecuencia pensamos que la contemplación de Dios es obra de teólogos y pastores profesionales y que su trabajo consiste solo en condensar para nosotros el «y entonces qué». Pero Cristo da maestros a la iglesia para ayudarla a ver lo que ellos ven.

Cuanto antes nos demos cuenta de que conocer a Dios no es un medio para alcanzar un fin, sino el mayor fin y el propósito final de todas nuestras vidas, mejor. La culminación de todas nuestras contemplaciones de Dios aquí en esta vida es la misma cosa que hace que el cielo sea el cielo: la visión bienaventurada de Dios (1 Jn 3:2; Ap 22:3-4). Todos los caminos del deseo por Dios conducen allí. Queremos ver a Dios. Y si queremos ver y conocer bien a Dios, entonces la pureza de corazón no es negociable, ni para Karl Barth ni para nosotros.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
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