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Nota del editor: 

Este es un capítulo tomado del ebook Cinco verdades que cambian vidas: Redescubriendo el mensaje de la Reforma para nuestros días, un recurso disponible para descarga gratuita aquí.

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Nunca olvidaré ese domingo de abril del año 1999. No por la expectativa del temido Y2K o porque en el siguiente año se estrenaba un nuevo siglo, sino por la trascendencia de lo que ocurrió en mi vida.

En mi adolescencia estaba sumergido en una combinación de desastre emocional e insatisfacción existencial. A pesar de que había sido criado con temor al Señor, mis anhelos y sentimientos más profundos no tenían nada que ver con Dios. Sin embargo, mi corazón fue transformado de repente cuando escuché el evangelio y creí en Jesús como mi Señor y Salvador. Lo que sucedió fue que experimenté la salvación de Dios. Me causó una profunda impresión el darme cuenta de que iba rumbo al infierno, pero me maravillé al ver la mano de Dios rescatándome y convirtiéndome en un heredero del cielo junto a su Hijo por toda la eternidad.

Esta experiencia de conversión no es otra cosa que la experiencia de la gracia de Dios que prueba todo aquel que ha nacido de nuevo. Es como pasar de forma súbita de la pobreza extrema a un estado de riqueza incalculable con trascendencia eterna.

¿A qué se debe esta salvación tan asombrosa? La Biblia tiene sus paréntesis interesantes y uno de ellos nos ayuda a responder esta pregunta. Se encuentra en la carta de Pablo a los efesios: «aun cuando estábamos muertos en nuestros delitos, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia ustedes han sido salvados)» (2:5). ¿Puedes ver de qué se trata? El apóstol Pablo está explicando la decisión gloriosa de Dios de darnos vida espiritual, indicando que todo esto es por «gracia».

Dios es el autor de la salvación, un acto que abarca varias realidades: predestinación, regeneración, justificación, adopción, santificación y glorificación. Es un evento pasado que se desarrolla en el presente y tiene una parte que se ejecutará en el futuro. Todo esto no se debe a nuestros méritos, sino únicamente a la gracia de Dios.

Definiendo la gracia

La gracia de Dios se ha definido con frecuencia como un favor que se recibe pero que no se merece. No es el resultado de algún trabajo realizado, sino que es un favor realizado por el que entrega el obsequio. Piensa, por ejemplo, en un regalo que recibes pero por el cual no trabajaste o que no buscaste. Hace poco, unos amigos nos regalaron una tostadora. Cuando les agradecimos el gesto y preguntamos por qué lo hicieron, la respuesta de ellos fue concisa: «Porque quisimos». No fue porque lo pedimos o porque seamos buenas personas. Su regalo fue movido por gracia y eso nos llenó de gratitud hacia ellos.

Merecemos condenación pero recibimos salvación. Ese es el mensaje de Sola Gratia

La gracia de Dios es infinitamente mayor, pues merecemos todo lo opuesto a lo que Él nos entrega. ¡Ciertamente no una tostadora! Merecemos condenación pero recibimos salvación. Ese es el mensaje de Sola Gratia y la respuesta a este favor en el cristiano es un sometimiento incondicional a la Palabra de Dios. Ya no vive para revolcarse esclavizado en el pecado, sino solo para la gloria de Dios en gratitud.

Hubo una época en la que esta verdad había quedado en el olvido, hasta que la Reforma protestante irrumpió para recuperarla y proclamarla. La batalla de los reformadores en el siglo XVI fue contra la élite de la Iglesia católica y la corrupción que emanaba de su sistema que distorsionaba el evangelio. Al día de hoy, todavía promueven que los méritos de los creyentes contribuyen en su salvación.

Los protestantes rechazaron esa enseñanza porque es contraria a las Escrituras y afirmaron que la Biblia enseña que la salvación es por gracia sola, sin que ella tenga que estar acompañada de méritos que fueran suficientes para alcanzarla por nosotros mismos. Como dijo Juan Calvino: «Los más santos entre nosotros saben que se mantienen firmes por la gracia de Dios y no por sus propias virtudes».[1] A medida que hombres y mujeres se apegaban a la Escritura, Dios los guió en la Reforma hacia un entendimiento más bíblico del evangelio y la necesidad de volver a colocar a Dios en el centro de todo y al ser humano en el lugar secundario y digno que le corresponde.

Desafortunadamente, en nuestros días escuchamos de falsos evangelios que demandan esfuerzo y buenas obras para ganar acceso al cielo. El evangelio de la prosperidad es uno de ellos, porque afirma que las personas son llamadas a dar dinero a cambio de recibir milagros y experimentar el favor de Dios. Pero no debemos dejarnos engañar por falsedades como estas. ¡Vayamos a la Escritura!

A continuación veremos con más detalle qué dice la Biblia sobre nuestra necesidad de gracia para ser salvos, cuál fue el costo de esa gracia y cuál es nuestro futuro como creyentes en esta gracia.

La necesidad de la gracia

En el primer capítulo de su carta a los creyentes en la ciudad de Éfeso, Pablo enseña sobre los beneficios espirituales que poseen todos los cristianos y que constituyen parte de su identidad (Ef 1:3-14). Él agrega que el Padre nos da esas bendiciones y ha hecho a Jesucristo cabeza de la Iglesia, quien tiene la preeminencia y autoridad sobre su pueblo unido a Él producto de su obra salvífica (vv. 15-23).

El apóstol quiere que los cristianos conozcan la razón para el recibimiento de los beneficios que les ha detallado. Entonces avanza en su argumento y proclama: ¡Somos salvos por gracia! «Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2:8-9). Muchos creyentes conocemos bien ese pasaje, pero para llegar a esta declaración, Pablo habla antes de la evidencia de la necesidad de la gracia. Les recuerda a sus lectores que ellos estaban «muertos en sus delitos y pecados», espiritualmente sin vida (Ef 2:1).

La verdad de nuestra salvación por gracia nos debe conducir a una adoración humilde a Dios en cada área de la vida

Una persona muerta no tiene ningún tipo de reacción, como bien sabemos. Debido a que ya partió de este mundo, su espíritu le ha dejado y lo que queda se convertirá en polvo que permanecerá en la tierra hasta el momento de la resurrección (Jn 5:25-29). De igual forma, la mortandad espiritual de los cristianos efesios, antes de que fuesen creyentes, se evidenciaba porque ellos no podían reaccionar ante Dios; al menos no de manera correcta. Ellos tenían una conducta según la corriente de este mundo, conforme a Satanás. Vivían en las pasiones de su carne. Estaban destinados al infierno porque habían merecido la ira de Dios sobre ellos (Ef. 2:2-3).

Lamentablemente, el estado espiritual previo de los lectores originales de esta carta no es una característica exclusiva de ellos. Todo el que está sin Cristo está muerto espiritualmente. El origen de esta realidad oscura la hallamos en el Edén, con el pecado de Adan y Eva (Ro 5:12). Desde entonces, ningún hombre o mujer, vivo o muerto, tiene ni puede tener por sí mismo cualquier tipo de relación o respuesta buena hacia Dios. Las emociones y deseos del alma no pueden tornarse hacia el Señor solamente por la voluntad de un individuo porque ¡estamos muertos! No es que simplemente sea difícil buscar o aceptar a Dios, sino que es imposible debido a nuestra muerte espiritual.

Sin Cristo, el corazón está atado por el lazo del diablo (2 Ti 2:26). El ser humano no es en esencia bueno a nivel moral, como el humanismo sostiene. Al contrario, es inherentemente pecaminoso por naturaleza a causa de la caída y todo lo que es y hace está manchado por el pecado (Ro 3:10-18). «Como está escrito: No hay justo, ni aun uno» (v. 10). Además, la raza humana decidió esconder y obstruir la verdad de Dios y la moral resultante. El resultado es catastrófico: un mundo que llama malo a lo bueno y bueno a lo malo (1:18-32). Por lo tanto, todos necesitamos la gracia de Dios.

Sin embargo, como ya leímos, Pablo añade: «Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes» (Ef 2:8). ¡El favor de Dios es lo que marca la diferencia! Por eso nos preguntamos: «¿En la salvación todo lo hace Dios? ¿Qué hay de mi voluntad? ¿No soy yo quien decide seguir a Cristo o no?».

Algunos consideran que el factor determinante en la salvación es la voluntad humana y no la gracia divina. Sin embargo, el árbitro final en el tema de la salvación debe ser la propia Escritura y ella enseña lo opuesto. Aunque el ser humano es responsable de creer el evangelio, el milagro del nuevo nacimiento es realizado soberanamente por el Espíritu, en el tiempo de Dios y conforme a Su voluntad, cuando alguien ha sido expuesto en el evangelio (Jn 3:3-8). Dios obra en el corazón del pecador, regenerándolo, lo cual lo habilita para expresar con su boca que Jesús es el Señor (Ro 10:9). Es debido a esa obra que el pecador, ahora arrepentido, puede tomar una decisión consciente y se entrega a Cristo al verlo tan glorioso, lleno de amor y digno de adoración (Jn 6:65; 2 Co 4:3-6; cp. 1 Co 1:22-24).

La gracia de Dios no es un regalo adquirido a bajo precio en algún establecimiento comercial celestial

Somos salvos por gracia, no producto del «libre albedrío» humano. Algunos pueden sentirse rígidos o fruncir el ceño con esta última afirmación. Puedo entender la resistencia porque pasé por esa misma experiencia. Uno siempre busca algún mérito en uno mismo, pero al entender los pasajes de la Palabra que hablan de la gracia soberana de Dios en la salvación, no nos queda más remedio que rendirnos en gratitud ante la revelación divina. Ella nos dice que no merecíamos nada, que nada podríamos alcanzar por nuestros medios, que ni siquiera teníamos la disposición y menos la capacidad de buscar a Dios. Todo ha sido por su gracia sola. Esta verdad nos debe conducir a una adoración humilde a Dios.

Cuando un ciego ve por primera vez gracias a un milagro hecho por Dios, es imposible que retenga sus emociones y no declare lo maravilloso de su nueva experiencia mientras adora y exalta al Señor. Lo mismo sucede con el pecador que es alcanzado por Dios para salvación. La gracia embarga el alma del creyente con un sentido de reverencia e indignidad santa que resulta en una actitud de rendición y sumisión a su Palabra. Somos la evidencia concreta del favor de Dios. Adoración y gratitud son el resultado de haber experimentado su gracia poderosa. Sin embargo, no debemos ignorar esto: la gracia de Dios tiene un costo.

El costo de la gracia

Algunos cristianos limitan la gracia a una simple emoción divina. Eso no debe sorprendernos, pues vivimos en una generación caracterizada por el emocionalismo. Se tiene la idea de que la gracia es un sentimiento de bondad que Dios posee y por el cual se ve obligado a compartir con sus criaturas. Pero esa forma de pensar conduce al abuso de la gracia porque nos lleva a menospreciar el costo de nuestra redención, un costo que nos mueve a vivir en santidad y entrega a Dios (Lc 7:36-48; 1 P 1:13-21).

Es importante destacar que la gracia no es un regalo adquirido a bajo precio en algún establecimiento comercial celestial en época de liquidación o viernes negro. La palabra «gracia» siempre debe llevarnos a pensar que implica algo que recibimos sin merecerlo, pero por el cual hubo un precio previamente pagado. Por definición, la gracia de Dios hacia los pecadores presupone una tragedia de trascendencia cósmica producto de que el Hijo de Dios asumió el costo de la reconciliación.

Piensa en lo que dice Pablo cuando afirma que el Padre «nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia ustedes han sido salvados)» (Ef 2:5). No es posible despegar o divorciar la gracia de la persona misma de Cristo, debido a que es precisamente por medio de su sacrificio que obtenemos la salvación. El profeta Isaías testificó del sufrimiento de Cristo, diciendo:

Fue despreciado y desechado de los hombres,
Varón de dolores y experimentado en aflicción;
Y como uno de quien los hombres esconden el rostro,
Fue despreciado, y no lo estimamos.
Ciertamente Él llevó nuestras enfermedades,
Y cargó con nuestros dolores.
Con todo, nosotros lo tuvimos por azotado,
Por herido de Dios y afligido (Isaías 53:3-4).

El pecado provocó un problema cósmico que rompió nuestra relación con Dios. Sin embargo, en vez de ignorarlo o simplemente destruir la raza humana, Dios lo enfrentó para solucionarlo. Isaías describe magistralmente lo que Cristo padeció por su pueblo. Por lo tanto, no se trató solo de una reacción emocional visible de la divinidad. La gracia no tiene costo para nosotros, pero tuvo un precio altísimo para Dios.

La gracia de Dios nos exhorta a vivir en función de la eternidad, al mirar hacia el trono de Cristo y su gobierno en su segunda venida

Esta verdad nos llena de asombro y nos empuja a vivir para Dios. Si Cristo sufrió hasta derramar su sangre en la cruz, ¿no deberíamos caminar en santidad en gratitud a su amor? ¿No deberíamos también estar dispuestos a darlo todo por causa de su reino? No importa el área en que te desenvuelvas, como cristiano se espera que puedas esforzarte por llevar gloria a su nombre mediante la realización de un trabajo digno y con excelencia. Estas son solo algunas de las muchas implicaciones de la verdad del costo de la gracia.

El futuro en la gracia

Por último, sabemos que la salvación tiene un alcance eterno. La Biblia muestra que la gracia tiene alcance en el pasado, presente y futuro. Entonces, ¿cómo se ve el futuro en la gracia? ¿Qué es lo que nos aguarda?

De acuerdo con lo que Pablo le escribió a Tito, la transformación de vida que experimenta el cristiano va de la mano con su expectativa en el inminente retorno de Cristo. Pablo dice que la gracia de Dios se ha manifestado y nos enseña a vivir de forma piadosa, pero a la vez hace que el cristiano esté «aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús» (Tit 2:13). Esperar con ansias el regreso de Cristo es la forma en que la gracia entrena a los cristianos para rechazar la vida pecaminosa y vivir en piedad.

La gracia nos anima a clamar que Cristo regrese. Nos exhorta a vivir en función de la eternidad porque nuestra mirada está orientada hacia el trono de Cristo y su gobierno en su segunda venida. Esa es la esperanza de todo cristiano, porque en ese día el sufrimiento se acabará y seremos completamente libres de la presencia de pecado en nuestras vidas. La gracia de Dios terminará lo que empezó en nosotros y por fin seremos tan puros y santos como Jesús (1 Jn 3:2; Ro 8:29-30).

¡Qué grandioso es saber que esa gracia nos permitirá disfrutar del gozo de conocer a Cristo al verlo en persona! (Ap 22:3-4). Cuando llegue ese día, no habrá más llanto ni clamor ni dolor. Cristo será nuestra luz y estaremos con Él por siempre (21:4, 23-24). Por lo tanto, ante las tragedias y desaciertos que vivimos hoy, podemos descansar en la promesa de Su regreso y nuestra glorificación, y encontrar aliento y esperanza en medio del caos. El Dios que mostró Su gracia al rescatarnos es el Dios que promete seguir mostrándola por la eternidad.


[1] Juan Calvino, A Little Book on the Christian Life (Reformation Trust Publishing, 2017), 61.
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