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“Por cuanto con este asunto hiciste blasfemar a los enemigos de Jehová, el hijo que te ha nacido ciertamente morirá”, 2 Samuel 12:14.

Estas palabras están en la Biblia, por tanto, tarde o temprano, alguien nos pedirá que se las expliquemos, ¡si es que no lo han hecho ya! Tal vez algún joven creyente, para quien estas palabras del profeta Natán al rey David sean un verdadero problema; o tal vez alguna persona no creyente que pretenda usar estas palabras en contra del carácter del Dios de la Biblia. No es un texto fácil, y, al igual que con todos los demás textos más o menos difíciles de la Biblia, conviene que nos acerquemos a él con una buena dosis de humildad. Si algunas de las cosas escritas por el apóstol Pablo son “difíciles de entender” (2 P. 3:16), ¡no creo que deba suponer un motivo de vergüenza para nosotros el reconocer que no todo en la Biblia nos resulta fácil de entender!

El problema en este caso no es el significado de las palabras; son fáciles de entender. El profeta Natán, hablando en nombre del Señor, le dice a David que el Señor le va a castigar por lo que ha hecho en el caso de Betsabé y Urías, matando al hijo que había sido concebido como consecuencia directa e inmediata de la relación adúltera entre David y Betsabé. Y así fue. No, el problema aquí es un asunto moral: ¿cómo se puede entender o justificar que el Señor castigara los graves pecados de David, quitándole la vida a la víctima más inocente de esos pecados, al bebé de David y Betsabé? ¿Qué pasa con la ley de Dios: “Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado” (Dt. 24:16)? Y ¿qué pasa con la predicación profética de esa ley: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo…” (Ez. 18:20)? En otras palabras, ¿qué pasa con la justicia de Dios? A continuación ofrezco seis reflexiones al respecto:

1. La soberanía de Dios

Decimos que creemos en ella, pero ¿qué significa? El Señor es el Rey del universo. Él hace lo que quiere. Siempre tiene sus razones. Eso no quiere decir que nosotros vayamos a entender todo lo que Él hace – hay muchas cosas que hace, o que permite que pasen, que nunca vamos a entender en esta vida. ¡¿Cómo va a caber en nuestras mentes tan pequeñas, tan limitadas y tan afectadas por el pecado todo lo que hace el Dios grande, infinito y perfecto?! ¿Por qué somos tan prontos para cuestionar la justicia de Dios? ¡¿Acaso somos nosotros ejemplos de justicia?! Si fuera así, ¿por qué está el mundo como está?

Es una cuestión de fe, y la verdadera fe consiste en fiarnos de lo que dice la Biblia acerca de Dios. Cuando no entendemos lo que hace Dios, en vez de pensar y hablar como si nos creyésemos más justos que Él, deberíamos postrarnos ante Él, confesar nuestra ignorancia y adorar al Dios soberano. Por cierto, ¡eso fue lo que hizo David (2 S. 12:20a)!

2. Los derechos del Creador

Nos hemos contagiado de la obsesión posmoderna con “nuestros derechos”. ¡Parece que el único que no tiene derechos ya es Dios! Pareciera que Él existe solo para garantizar nuestros derechos. Sin embargo, el Dios de la Biblia es el único que tiene derechos en un sentido absoluto. Él creó de la nada el universo y todo lo que hay en él, porque quiso. Es el Creador de todo y de todos. Y, aun reconociendo la ley de la reproducción y la perpetuación de la vida por medios naturales, todos los seres vivos deben su existencia al Creador. Él es el gran Alfarero divino, que hace lo que le place con el barro en sus manos. Él da la vida y también tiene derecho a quitarla. Como exclamó Job en el peor momento de su vida: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21). ¡¿Dónde está el espíritu de Job entre nosotros?!

El Creador decidió hacer germinar la semilla de un acto sexual ilícito, adúltero, pecaminoso. Luego cuidó de la vida concebida en ese acto a lo largo de los nueve meses del embarazo y en el parto. Trajo a la vida un bebé, un niño varón cuyo nombre nos es desconocido. Le dio a aquel niño vida, aunque fuera una vida tan breve. Y luego, a las pocas semanas, tal vez a los pocos días, y ejerciendo sus derechos como Creador, le quitó la vida que le había dado. ¡Es que Él es Dios! ¡Tiene derecho a quitarnos la vida! ¡Es el único que tiene ese derecho!

3. Las consecuencias del pecado

¡¿Cuándo lo aprenderemos?!: ¡el pecado nunca sale gratis! Siempre trae consecuencias. Lo vemos en el infierno. Lo vemos en la Cruz. Aquí es necesario hilar un poco más fino y hacer distinciones que a veces son importantes: sí, la ley de Dios reconoce y exige la responsabilidad personal, individual; y, sí, Dios, como Juez omnisciente que es, sabe distinguir entre el culpable y el inocente, y lo hace. Ahora, otra cosa es la solidaridad humana; la inmensa mayoría de los pecados que se cometen afectan a más personas que solo a las que los cometen. Vivimos en familias y en comunidades y, por desgracia, nuestros pecados causan olas que cruzan los espacios entre las personas y afectan a los demás.

En el caso de Betsabé y Urías, David fue el principal culpable; Betsabé sería algo menos culpable que David, pero aceptó el papel de cómplice, en contra de su marido y de la ley de Dios. El hijo de David y Betsabé fue, en términos estrictamente cronológicos, la primera víctima del adulterio de sus padres – ¡su concepción fue la causa material del asesinato de su noble y tan mal tratado padrastro (si se le puede denominar así)! Y, después del niño y de Urías, ¿qué decir de la familia del propio David: Tamar, Amnón, Absalón, Adonías e incluso Salomón? ¿Acaso se les puede separar totalmente de los pecados de David en el asunto de Betsabé y Urías? ¿No hubo consecuencias negativas de los pecados de David, más allá de las personas culpables: David y Betsabé? ¿Y no vemos lo mismo en nuestras vidas y en nuestro entorno? El hijo de David y Betsabé no fue en absoluto culpable del pecado de sus padres – todo lo contrario, fue una de las víctimas de ese pecado. Pero, aun siendo inocente (de ese pecado), fue alcanzado por las olas creadas por el pecado de sus padres, como otros muchos, antes y después.

4. Concebido en pecado

Aquel niño que murió fue –literalmente– concebido en pecado. Una tarde cuando el rey de Israel, que debía haber estado a la cabeza de su ejército en tierras amonitas, vio, deseó y sedujo a la hermosa esposa de otro hombre, de uno de sus propios soldados más leales. Y así, esa misma tarde, fue concebido en pecado el primer hijo de David y Betsabé, el hermano mayor de Salomón. Y en el salmo que escribió David precisamente en señal de arrepentimiento de los pecados que aquí consideramos, él mismo confiesa: “En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5). Quizás David quisiera expresar de esa manera lo terrible de todo lo que había perpetrado, pero al mismo tiempo nos enseña un principio universal acerca de cómo son todos los seres humanos (con la única excepción del Dios-hombre): todos somos pecadores, no en primer lugar por los pecados concretos que cometemos, sino porque el pecado forma parte de nuestro ADN: lo llevamos en los genes.

Pero de aquella archiconocida confesión de David se desprende un hecho mucho menos comentado y muy directamente relacionado con el texto que nos ocupa: aquel niño concebido en pecado, como consecuencia de la unión pecaminosa de sus progenitores, ¡también era pecador! ¿O no? ¿No es eso lo que nos lleva a concluir la doctrina bíblica del pecado original, de su origen en la Caída de Adán y de su transmisión de generación en generación? Aunque digamos que aquel niño no llegó a cometer ningún acto pecaminoso (por el hecho de morir tan joven), él también era pecador. Y si era pecador, todos los segundos de su brevísima y trágica vida, al igual que todos los días y años de nuestras vidas, ¡fueron regalos de la pura gracia de Dios! Cada instante que no pasamos en el infierno es tiempo de gracia.

5. ¡La verdadera eutanasia!

La palabra “eutanasia” significa “buena muerte”, morir bien. A nosotros, que nos aferramos a la vida, nos cuesta concebir la idea de una muerte buena. Parece una total contradicción; esas dos palabras: “muerte” y “buena”, no pueden ir juntas. Pero ¿es así? Pues, no, no es así; la muerte puede ser buena por dos razones:

a. La muerte es buena cuando significa el fin del sufrimiento

El profeta Isaías ya lo dijo: “Perece el justo, y no hay quien piense en ello; y los piadosos mueren, y no hay quien entienda que de delante de la aflicción es quitado el justo. Entrará en la paz; descansarán en sus lechos todos los que andan delante de Dios” (Is. 57:1 y 2). ¿Qué quiso decir el profeta? Pues, que para el creyente la muerte es buena, por cuanto trae alivio, paz y descanso. ¿Acaso no lo sabemos por observación? ¿No hemos sentido un gran alivio cuando la muerte ha puesto fin al sufrimiento de algún ser querido? Aunque fuera un castigo de Dios (no del niño, sino de David), el caso es que el niño “enfermó gravemente” (2 S. 12:15b). ¿Acaso su muerte no puso fin a los sufrimientos causados por aquella enfermedad grave? Si hubiera vivido más, ¿no hubiera sufrido más? Y eso sin entrar en otros tipos de sufrimiento que le hubieran podido esperar a uno que había nacido en tales circunstancias. Si otros tres hijos de David: Amnón, Absalón y Adonías, nacidos todos ellos dentro del matrimonio legal, tuvieron muertes violentas, ¿qué hubiera sido de un rival de ellos que era el fruto ilegítimo de una unión adúltera? Sí, quizás la muerte de aquel niño fuera de la misericordia del Señor.

b. La muerte es buena cuando es la puerta del cielo

Aunque sea discutible, la mayoría de los eruditos bíblicos entiende que aquel hijo de David y Betsabé, al morir, fue directamente al cielo. Y su caso ha llegado a ser uno de los principales argumentos a favor de la tesis de que los niños que mueren en la infancia se salvan y van al cielo. Sin duda, las palabras de David: “Ahora que ha muerto, ¿para qué he de ayunar? ¿Podré yo hacerle volver? Yo voy a él, mas él no volverá a mí” (2 S. 12:23), se prestan a esa interpretación, aunque no sea la única. Yo no me atrevería a ser dogmático sobre un tema tan delicado, habiendo tan pocos textos bíblicos claros al respecto. Pero si aquel niño, al morir, entró no solo en el Seol (la esfera de los muertos), sino en el mismo cielo y en la presencia inmediata del Señor, ¡¿acaso no sería para él una muerte buenísima?! Cuando muere una persona salva por la gracia de Dios, el dolor es de los que se quedan, no del que se ha ido. ¡Lloremos, si queremos, por David y Betsabé, pero no por un niño que pudo entrar tan pronto en el paraíso!

6. ¡Salvación por sustitución!

Sé que esto puede ser pura especulación, pero me pregunto si en la muerte de aquel bebé no habrá una alusión a Cristo, al evangelio y a la salvación. No quiero caer ni en una espiritualización mística ni en una alegorización ilegítima, pero llaman la atención los paralelismos entre el texto que nos ocupa y el mensaje del evangelio: (1) Ambos contextos son del pecado y de sus terribles consecuencias; (2) En ambos hay una sustitución: el niño por su padre, Cristo por nosotros; (3) En ambos un inocente muere por el culpable (aunque la inocencia del hijo de David solo fuese relativa); (4) En ambos el resultado es el perdón y la salvación del que merece morir; y: (5) De ambos casos fluyen el arrepentimiento del pecador y un salmo de confesión, de gratitud y de alabanza. De acuerdo, estrictamente hablando, ese no el significado en la superficie del texto de Segundo de Samuel 12. Pero, ya que el tema de todas las Escrituras es Cristo y de alguna manera todo apunta a Él –todas las afluentes convergen en Él– tal vez sea legítimo pensar que la intención del Espíritu Santo pudo ser hacer de la muerte de aquel niño de David y Betsabé una alusión al Señor Jesucristo y a su muerte en la Cruz en expiación por nuestros pecados, “el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 P. 3:18a).

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