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Mis nombres me han causado problemas. Mis padres me pusieron Margaret Vivienne, y tengo el apellido (muy irlandés) McCart. Pero solo me llaman Margaret quienes no me conocen bien; mis padres, mis hermanos, y más tarde, mis sobrinos y hasta mi esposo, me llaman “Vee”. El resto de los angloparlantes me dicen Vivienne, o, en la universidad, yo era Viv —¡un poco más dulce!

Llegué a España, donde me llaman Viviana, Vivi los que me tienen cariño, aunque mis alumnos y clientes siguen con Vivienne, para demostrar que saben hablar bien el inglés. Siguiendo la tradición anglosajona, cambié de apellido al casarme: de McCart a Birch. Y claro, soy mamá para tres personas, abuelita para seis más…. ¡Ya no sé quién soy!

Los nombres en la Biblia

En la Biblia vemos que los nuevos padres querían casi imprimir una identidad sobre sus hijos al ponerles un nombre en particular, con el deseo de que ese bebé creciera e hiciese honor a su nombre.

Cuando Loida, por ejemplo, le puso Timoteo a su hijo, seguramente quería que fuera de verdad “aquel que honra a Dios”. Y ¿qué diremos de aquel nombre tan especial, elegido por Dios mismo? El ángel le reveló a José que María “dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Una identidad, en este caso, ligada de manera inquebrantable a su nombre. Su maravillosa identidad: el Salvador.

Lo más asombroso, sin embargo, es que vemos a Dios mismo como el gran cambiador de nombres. Algunos ejemplos: Abram (Padre enaltecido) a Abraham (Padre de multitudes), Jacob (suplantador) a Israel (el que lucha con Dios). A lo largo de la Biblia vemos que el Señor elige hacer estas modificaciones, y cada cambio de nombre expresaba una nueva identidad. Demos gracias a nuestro Señor, hermanas, porque Él ha elegido darnos un nuevo nombre a nosotras también, y con el nombre, una nueva identidad.

La esperanza en un nuevo nombre

Si estás desanimada por no saber quién eres espiritualmente, lee estas palabras. El Señor dice acerca de su pueblo: “Les daré en mi casa y en mis muros un lugar, y un nombre mejor que el de hijos e hijas; les daré nombre eterno que nunca será borrado” (Is. 56:5). Y también dice: “Entonces verán las naciones tu justicia, y todos los reyes tu gloria, y te llamarán con un nombre nuevo, que la boca del Señor determinará” (Is. 62:2). El profeta hablaba de la bendición de la cual disfrutaría el pueblo de Dios, la bendición de tener un nombre nuevo y eterno. Una nueva identidad, para toda la eternidad.

En el libro de Apocalipsis se nos da más luz sobre en qué consiste esta nueva identidad: “Al vencedor le haré una columna en el templo de Mi Dios, y nunca más saldrá de allí. Escribiré sobre él el nombre de Mi Dios y el nombre de la ciudad de Mi Dios, la nueva Jerusalén, que desciende del cielo de Mi Dios, y Mi nombre nuevo” (Ap. 3:12).

Jesucristo, en este versículo, afirma que los suyos tendrán inscritos sobre ellos el nombre de Dios mismo. De esta manera el Señor confirma que somos suyos, pues es una marca permanente, como aquellas usadas en el ganado que se marcaba con el hierro candente de su dueño. Este verso nos dice que tendremos el nombre de la ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, lo cual afirma que nuestra identidad es ser ciudadanas de su reino eterno, poblado por su pueblo salvado.

Si estás en Cristo, por haber creído en Él, Dios te ha cambiado de nombre, dándote una nueva identidad que ha sido comprada para ti por la perfecta obra de Cristo en la Cruz.

El pastor Sam Storms nos recuerda que “en Apocalipsis 21:2-8 el pueblo de Dios se identifica virtualmente con la nueva Jerusalén: en otras palabras, llevar el nombre de la ciudad de Dios es más que una manera de simplemente identificar quiénes son sus ciudadanos. […] Hay un sentido en el cual somos la nueva Jerusalén (Isaías 56:5; Ezequiel 48:35). Como mínimo, es una manera de resaltar nuestra permanente —y a la vez tan, tan íntima— presencia con Dios, además de su presencia en y para nosotros, para siempre”.[1]

Sabemos que estas identidades —dadas por tener el nombre de Dios marcado en nosotros, y por ser de la ciudad de Dios—, aunque no hayan llegado a su pleno cumplimiento todavía, son nuestras ya. Somos “la posesión adquirida de Dios” y, como dice Pablo en Filipenses 3:20, “nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador”.

La parte más misteriosa de aquel versículo en Apocalipsis quizá sea que Cristo dice que pondrá sobre sus verdaderos hijos “mi nombre nuevo”. Aunque no sepamos cuál es ese nombre nuevo, podemos descansar en el hecho de que este Señor Jesús, cuyo nombre es admirable consejero, Dios fuerte, padre eterno, y príncipe de paz, tendrá, en las palabras de Sam Storms, “un nombre nuevo en cuanto a su calidad, un nombre perteneciente a, y caracterizado por, la vida y los valores de la nueva creación para la cual fuimos renacidos (2 Co. 5:17)”.[2] ¡Y nos hace partícipes de la plenitud de ese nombre, identificándonos con Él!

La base de nuestra identidad

Tu identidad no está determinada por cómo te sientes sobre quién eres: ¡ese sentimiento no es muy estable! Y a veces confeccionamos una idea de quiénes somos con base en pensar qué piensan los demás sobre nosotras. ¡Vaya manera de evaluarnos! Ten por seguro, además, que el diablo te susurrará en el oído, acusándote de no ser mas que una hipócrita, o alguien con miles de fracasos.

Si estás en Cristo, por haber creído en Él, Dios te ha cambiado de nombre, dándote una nueva identidad comprada para ti por la perfecta obra de Cristo en la cruz. Una obra que te garantiza que eres posesión de Dios, ciudadana del cielo, y una mujer cubierta por toda la perfección del Nombre indeciblemente grande de tu Salvador.


1. Sam Storms, A New Name for a New Identity (Revelation 3:12-13).

2. Ibíd.


Imagen: Unsplash.
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