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Si miramos al principio de Proverbios 31, nos encontraremos con una sorpresa. El capítulo incluye no solo el famoso retrato de una esposa excelente, sino también la enseñanza y la influencia de una madre piadosa sobre su hijo. Proverbios 31 comienza con la recitación de un rey. ¿Y qué está recitando? Está recitando un «oráculo que le enseñó su madre» (v. 1).

¿Qué, hijo mío?
¿Y qué, hijo de mis entrañas?
¿Y qué, hijo de mis votos?
No des tu vigor a las mujeres,
Ni tus caminos a lo que destruye a los reyes.
No es para los reyes, oh Lemuel,
No es para los reyes beber vino,
Ni para los gobernantes desear bebida fuerte;
No sea que beban y olviden lo que se ha decretado,
Y perviertan los derechos de todos los afligidos (vv. 2-5).

El versículo 10 inicia la porción más famosa de Proverbios 31, pero vale la pena notar que el rey Lemuel continúa recitando las enseñanzas de su madre.

Mujer hacendosa, ¿quién la hallará?
Su valor supera en mucho al de las joyas.
En ella confía el corazón de su marido,
Y no carecerá de ganancias (vv. 10-11).

Si a nuestros hijos se les preguntara por la enseñanza más común de sus madres, ¿cuáles serían sus respuestas? ¿Qué tipo de enseñanza caracteriza nuestros mandatos?

¿Qué es lo que más dice mamá?

Nuestros mandatos más habituales pueden estar orientados sobre todo a la seguridad: «Lávate siempre las manos antes de comer». «Ponte protector solar con un FPS de treinta o superior». «No olvides el casco o el cinturón de seguridad». No son en esencia mandatos malos. Pero si son la principal enseñanza de una madre a un hijo, no lo mantendrán a salvo, sino que lo incapacitarán.

Si a nuestros hijos se les preguntara por la enseñanza más común de sus madres, ¿cuáles serían sus respuestas?

Quizá tu enseñanza sea sobre todo práctica: «Asegúrate de limpiar tu habitación y hacer la cama todos los días». «Termina toda la comida de tu plato». «Sé siempre puntual». «No desperdicies y no te faltará». No son mandatos malos; a menudo son buenos y útiles. Sin embargo, si esos mandamientos se dejan solos, sin una base de instrucción más pesada, solo proporcionarán ayuda terrenal sin beneficio eterno.

La madre del rey Lemuel le enseñó dos lecciones muy importantes: (1) cómo evitar la tentación para poder gobernar como rey, y (2) cómo encontrar y valorar a una esposa excelente. En otras palabras, su madre le enseñó a ser un hombre. Hoy en día, los hijos siguen necesitando madres que les enseñen a ser hombres sabios, justos, cariñosos y buenos, por no decir reyes.

Nuestros hijos necesitan aprender a ser cabezas de familia —quizá también líderes de empresas, iglesias o gobiernos— y hombres que sepan qué buscar en una esposa. Eso significa que necesitan mamás que puedan instruirlos en cómo juzgar entre lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo mejor. También entre una esposa excelente y una mujer mala, porque las mujeres malas existen y nuestros hijos deben evitarlas.

Las madres instruyen a sus hijos sobre la importancia de ser un hijo, un chico, un hombre. Las madres ayudan a sus hijos a saber qué ropa es más apropiada para un chico en vez de para una chica. Les ayudan a saber qué modales y ademanes son apropiados para un joven. Mientras nuestros hijos son jóvenes, en especial durante los años de la adolescencia, las madres deben estar atentas para ayudar a sus hijos a convertirse en hombres piadosos, no en protegidos de mamá, no imitando la feminidad de ella. Las madres recuerdan a sus hijos que sus anchos hombros no están hechos para encorvarse, sino para llevar cargas más pesadas por el bien de los demás.

Protección frente a la confusión sexual

Las madres necesitan traducir sabia y astutamente la sabiduría de la madre del rey Lemuel al mundo en el que vivimos hoy, donde no es solo una mujer que destruye al rey o los peligros de la embriaguez lo que necesita evitar, sino todo tipo de perversidad y adicción. Tenemos que ayudar a nuestros hijos a evitar las tentaciones de la locura LGBTQ+, a que aprendan dominio propio cuando se trata de teléfonos y tecnología, a que eviten los eufemismos engañosos que se han infiltrado en algunas iglesias, como «hospitalidad de pronombres» o «cuidado de afirmación de género» o «libertad reproductiva».

Puede que nuestros hijos no sean solicitados en la calle por una prostituta, pero es probable que se encuentren con algunas imágenes siniestras o con una persona que los tiente en Internet. Sin las advertencias, precauciones y bloqueos, y sin las oraciones llenas de fe de sus madres piadosas que los contengan, se verán tentados a responder a las insinuaciones sexuales de hombres y mujeres perversos que los buscan en los lugares ocultos de Internet. O, como mínimo, caerán en la tentación de no dar importancia a los que se entregan a tal perversidad: caerán en la tentación de aprobar lo que Dios llama abominación (Ro 1:32).

El hogar como espejo de las madres

Las madres también tenemos que mostrar a nuestros hijos, y quizá especialmente a nuestros hijos adolescentes, el respiro y el refugio seguro de un hogar cristiano, donde los caminos de Dios son normales, y el evangelio es para ellos. Donde el arrepentimiento y el perdón son rápidos y continuos, y la amistad de Dios es para los que le temen. Necesitamos ser madres como la excelente mujer de Proverbios 31, de la que habló la madre del rey Lemuel:

Fuerza y dignidad son su vestidura,
Y sonríe al futuro.
Abre su boca con sabiduría,
Y hay enseñanza de bondad en su lengua.
Ella vigila la marcha de su casa,
Y no come el pan de la ociosidad (vv. 25-27).

Dios nos llama a las madres a cuidar bien la marcha de nuestro hogar. Nosotras hacemos y mantenemos el hogar, así que el hogar es a menudo un reflejo de nosotras, de nuestra propia piedad, madurez, sumisión a nuestro esposo y conformidad a Cristo, o refleja la falta de todas esas cosas. La atmósfera dentro del hogar puede ser rancia, tensa y asfixiante o llena de aire limpio y corazones ligeros. Los ritmos de nuestro hogar consentirán o desalentarán la ociosidad.

Nuestra vida en el hogar o bien hace auténtico el evangelio, o lo tergiversa y se convierte en una piedra de tropiezo por nuestra propia hipocresía

Podemos vestirnos con la fuerza, la confianza y la dignidad de una madre que teme a Dios y se encomienda a Cristo, o podemos hacer de la angustia por agradar a los demás o de la lucha egoísta nuestra actitud habitual.

De hijos adolescentes a hombres piadosos

Recuerda que nuestros hogares testifican y hablan a nuestros hijos. Es probable que nuestros hijos no nos den detalles verbales al minuto de todo lo que hay en sus corazones, pero sus corazones se están ablandando a Dios y a Sus caminos o se están endureciendo a ellos. Nuestra vida en el hogar o bien hace auténtico el evangelio y la bondad de los mandamientos de Dios, o bien tergiversa esas cosas y se convierte en una piedra de tropiezo por nuestra propia hipocresía. Podemos hablar las palabras y las advertencias de la vida a nuestros hijos, o podemos preferir las reglas orientadas a la seguridad y a la instrucción práctica sobre el objetivo más importante de la masculinidad piadosa.

Es fácil pensar que nuestros hijos adolescentes ya no necesitan a sus madres. Es cierto que no nos necesitan de la misma manera que cuando eran pequeños. No necesitan nuestro cuidado físico constante; lo que necesitan son los oráculos sabios y piadosos de su madre que les dice cómo evitar las tentaciones mundanas, qué es la verdadera justicia y cómo encontrar una buena esposa. Necesitan conocer el respeto, el amor, la amistad, el consejo y las oraciones de su madre piadosa.

No necesitan que se les asfixie, controle, manipule o utilice. No necesitan que los compadezcan, los mimen o los consientan. Pero sí necesitan que sus madres piadosas les ofrezcan instrucciones sabias y constantes sobre cómo ser un hombre mientras les muestran el gozo contagioso de una mujer que teme al Señor.


Publicado originalmente en Desiring God. Traducido por Equipo Coalición.
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