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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de Familias tecnológicamente sabias: pautas para situar la tecnología en el lugar que le corresponde (2018, Andamio Editorial), por Andy Crouch.

Hubo una época en la que sabíamos cantar.

La causa de la desaparición del canto comunitario en la vida pública y en nuestras iglesias yace en uno de los cambios más profundos en la historia de la humanidad, que ha creado música desde sus inicios. Hasta hace unos cien años, la expresión “tocar música” solo tenía un significado: alguien tenía que tomar un instrumento y, después de haber desarrollado cierta habilidad para ello, hacer música, en persona y en tiempo real. No siempre se trataba de músicos expertos, pero solo había una manera de escuchar música: que alguien tocara un instrumento.

Hoy en día, “tocar música” puede tener un significado totalmente distinto. La maravillosa magia tecnológica de la música grabada está en todas partes. Con unos pocos movimientos de nuestro índice podemos tener acceso a un sinfín de canciones disponibles en Internet y reproducirlas mediante unos altavoces o auriculares. Además, la música que escucho a través de mis dispositivos es de una calidad muy superior de la que se llegó a conseguir en la época en que tocar música era una actividad que implicaba todo el cuerpo.

Como la mayoría de la tecnología, no podemos negar que la abundancia de la música fácil y omnipresente es un regalo, aunque también ha dejado en el olvido y el abandono lo que todas las generaciones pasadas en todas las culturas recordaron y cultivaron: la habilidad de hacer música uno mismo. Hace tiempo, las familias solían reunirse a menudo en el salón o en el porche para cantar o escuchar mientras un miembro tocaba un instrumento. Ahora podemos consumir mucha más música que antes, pero creamos mucha menos música de lo que aquellas generaciones podrían haber imaginado.

La reorientación de nuestra vida musical hacia el consumo nos está privando de algo más profundo, de una forma fundamental de alabanza.

Si esto solo afectara a nuestro ocio, sería triste, pero quizás no sería trágico. Al menos, nadie tiene que aguantar primos sin talento tocando el piano por las tardes. Sin embargo, la reorientación de nuestra vida musical hacia el consumo nos está privando de algo más profundo, de una forma fundamental de alabanza.

La alabanza es el camino a la verdadera sabiduría. “El necio ha dicho en su corazón: ‘No hay Dios’” (Sal. 14:1) y, como el ser humano es incapaz de vivir sin algún tipo de Dios o algún tipo de realidad última, el necio convierte otra cosa, a menudo él mismo, en un dios. Sin embargo, esto conduce a una visión del mundo que es superficial y peligrosa. La alabanza nos lleva a la verdad real sobre el mundo, su intención original, su verdadero significado, y nuestra responsabilidad respecto a él. Si quieres ser sabio, entonces, lo más importante que puedes aprender a hacer es alabar.

La alabanza nos recuerda cómo es la vida verdadera. Una de las amenazas mayores para la sabiduría y la virtud en una era tecnológica es que nos podemos contentar fácilmente con algo que está por debajo de lo mejor. La alabanza nos llama a salir de nuestros pequeños placeres en un mundo que aboga por lo fácil y omnipresente para experimentar la carga y el gozo verdaderos que suponen ser la imagen de Dios en un mundo donde nada es fácil, todo está quebrantado y, aun así, la redención es posible.

La alabanza es lo más importante que puede hacer una familia.

Es por todo ello por lo que la alabanza es lo más importante que puede hacer una familia. Es lo más importante que podemos enseñar a nuestros hijos y lo más importante que podemos practicar a lo largo de nuestra vida. La comunidad judía lo ha sabido desde que fueron llamados por Dios para ser su pueblo escogido. Las palabras centrales de la alabanza de Israel están directamente relacionadas con la vida familiar:

“Escucha, oh Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor uno es. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón. Las enseñarás diligentemente a tus hijos, y hablarás de ellas cuando te sientes en tu casa y cuando andes por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Las atarás como una señal a tu mano, y serán por insignias entre tus ojos. Las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas”, Deuteronomio 6:4-6.

Cantar bien, no en el sentido de cantar sin desafinar o como un profesional, sino en el sentido de usar nuestro corazón, mente, alma, y fuerza cuando cantamos, es tocar las verdades más profundas sobre nuestro mundo. Se trata de obtener la sabiduría, como también desarrollar el coraje y el carácter necesarios para declarar que Dios es así de bueno, que lo necesitamos hasta este punto, que estamos así de agradecidos, y que estamos así de comprometidos en ser parte de su historia.

Es por esto por lo que la familia tecnológicamente sabia hará todo lo posible para involucrar a sus hijos lo antes posible en las diferentes expresiones de la iglesia que demuestran este tipo de alabanza, y no únicamente las cancioncillas agradables que se enseñan en la escuela dominical o en la “iglesia para niños”. Es importante que aprendan la alabanza a pleno pulmón que proviene de todas las generaciones reunidas ante la presencia de Dios.

Siempre que sea posible, cantamos en casa, cuando nos visitan familiares y amigos, mientras limpiamos la cocina y doblamos la colada, cuando celebramos fiestas como la Navidad o la Pascua, cuando nos levantamos por la mañana, y cuando nos cantamos a nosotros mismos para conciliar el sueño. Nuestras voces no se parecen en nada a la música pop, autoajustada, y retocada mediante la tecnología y que ofrece una banda sonora insípida para una vida de consumo; sino que se trata del cantar que solo se hace en casa, donde todos te conocen a la perfección y donde puedes ser tú mismo. Este será el ensayo para el final de la historia, cuando todas las palabras serán canción y todo el universo se llenará de alabanza.


Imagen: Lightstock.
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