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Luego de la muerte del rey Salomón, hijo de David, el reino unido de las doce tribus de Israel se dividió en dos reinos separados. Roboam, el hijo de Salomón, fue el primer rey del reino dividido gobernando en Jerusalén en el territorio sur (Judá). Del otro lado, Jeroboam se proclamó rey de las diez tribus del norte teniendo a Samaria como capital.

Alrededor del año 721 a. C., el imperio asirio al mando de Tiglat-pileser conquistó Samaria y expatrió a los israelitas del reino del norte para llevarlos al destierro en Asiria (1 Cr. 5:26; 2 R. 17:6; 18:10-12). Al mismo tiempo, Asiria introdujo colonos paganos para que ocuparan Samaria, evitando así cualquier resistencia futura, ocasionando que Samaria adoptara un sincretismo religioso que prevaleció hasta el tiempo de Cristo (2 R. 17-18; cp. Jn. 4:9-22).

Cuando Tiglat-pileser de Asiria llevó cautivo a Israel del norte era el sexto año en que Ezequías gobernaba sobre Judá (el reino del sur) en Jerusalén. Pero fue hacia finales del año catorce del reinado de Ezequías (713 a. C.) cuando Senaquerib, rey de Asiria, vino a hacer guerra contra Judá (2 R. 18:13). De hecho, Senaquerib había sitiado varias ciudades fortificadas (Is. 36:1; 2 R.18:13-16; 2 Cro. 32:1), y había conseguido que Ezequías le pagara tributo.

Este es el contexto de una de las historias más impactantes que tenemos en el Antiguo Testamento, un relato que está en la Palabra de Dios para fortalecer nuestra fe y confianza hoy. El relato que explica por qué el imperio de Asiria no pudo conquistar Judá.

La amenaza contra Judá

Los capítulos 18-19 de 2 Reyes nos describen lo que pasó a continuación.

No conforme con el oro y los tesoros que le habían sido pagados, Senaquerib envió a Jerusalén oficiales de alto rango para hacer guerra contra Ezequías porque sospechaba que él estaba solicitando apoyo militar de Egipto para pelear contra Asiria (2 R. 18:19-21).

El tono de las declaraciones de estos funcionarios era intimidante. Sus palabras estaban siendo escuchadas por gente del pueblo que observaba el espectáculo con terror paralizante desde la muralla de Jerusalén. Por esa razón, los oficiales de Judá rogaron a los funcionarios asirios que por favor hablasen en arameo en lugar de hablar en la lengua de Judá (hebreo) para que el pueblo no entendiese la conversación diplomática entre ambas partes.

Las crisis son necesarias para ejercitar nuestra fe en el Señor y no en nosotros mismos.

Pero esto hizo que el Rabsaces de Asiria, su jefe militar, subiera el tono de manera más cruda y aterradora, al decir que él había sido enviado para hablarle a todo el pueblo de Judá, incluyendo a los hombres sentados en la muralla “condenados a comer sus propios excrementos y beber su propia orina” (Is. 36:12) juntamente con el resto de los oficiales cuando comenzara el ataque.

El Rabsaces de manera profana dijo que el rey Ezequías los estaba engañando con la falsa promesa de que el Señor los libraría, y que ninguno de los dioses de las naciones alrededor los había librado de la mano del rey de Asiria. “Pero el pueblo se quedó callado y no le respondió palabra alguna, porque la orden del rey era: ‘No le respondan’” (2 R. 18:36).

¿Qué podía hacer Judá ante esta situación tan amenazante? Todo parecía perdido. Era imposible impedir que Asiria aplastara a Judá, destruyera la ciudad, y llevara en cautiverio a los habitantes de Jerusalén como había hecho en Samaria unos pocos años atrás.

Una oración y la respuesta de Dios

Al escuchar esta noticia tan terrible, el rey Ezequías rasgó sus vestidos y se cubrió en cilicio como clara señal de dolor profundo. Entró a la casa del Señor para orar por misericordia, y envió mensajeros al profeta Isaías para pedirle que orara por ellos. Ezequías había llegado al final de sí mismo. Describió la situación como una mujer en parto sin fuerzas para dar a luz que anticipa la muerte en lugar de vida (2 R. 19:1-3).

Ezequías sabía desde el principio que tanto él como el pueblo habían pecado y merecían la condenación, pues la primera vez que vino Senaquerib se rindió de inmediato y reconoció que esto era un juicio de Dios por su pecado, ya que le mandó a decir: “He hecho lo malo” (2 R.18:14). Aun así, Ezequías puso su fe en el Señor, quien es grande en misericordia y por amor a sí mismo podía quitar de en medio la blasfemia.

Ezequías tenía la esperanza de que Dios escucharía al profeta Isaías, así que envió a decirle: “Tal vez el Señor tu Dios oirá todas las palabras del Rabsaces, a quien su señor, el rey de Asiria, ha enviado para injuriar al Dios vivo, y lo reprenderá por las palabras que el Señor tu Dios ha oído. Eleva, pues, una oración por el remanente que aún queda” (2 R.19:4).

El profeta Isaías envió la respuesta de Dios para Ezequías y eran buenas noticias. El Señor quiso que el rey supiera que había escuchado su oración. Le dijo que estos que habían blasfemado se irían de regreso por el mismo camino por el que vinieron.

Dios actúa conforme a su propósito eterno y soberano al tiempo que se deleita en escuchar las oraciones de su pueblo.

Las palabras del Señor registradas en 2 Reyes 19:20-34 son tiernas para Judá por su temor y humillación; son implacables contra Asiria por su blasfemia; y son proféticas y esperanzadoras para el pueblo de Dios, pues prometen que de Jerusalén saldría un remanente que echará raíces y daría frutos (2 R.19:30-31; Is. 37:31-32). El Señor habló:

“Por tanto, así dice el Señor acerca del rey de Asiria: ‘Él no entrará en esta ciudad, ni lanzará allí flecha alguna; tampoco vendrá delante de ella con escudo, ni levantará terraplén contra ella. Por el camino que vino, por él se volverá, y no entrará en esta ciudad’, declara el Señor. ‘Porque defenderé esta ciudad para salvarla por amor a Mí mismo y por amor a Mi siervo David’”, 2 Reyes 19:32-34.

Y así se cumplió la Palabra del Señor. Esa misma noche el ángel del Señor mató a 185,000 soldados en el campamento asirio y Senaquerib no tuvo más remedio que regresar a su tierra donde eventualmente fue asesinado por sus propios hijos (2 R. 19:35-37).

Mientras Dios trajo juicio sobre las diez tribus del norte de Israel (Efraín) a mano de Asiria, Él decidió preservar por más tiempo al reino del sur.

¿Qué podemos aprender de este relato?

Hay mucho qué decir sobre este relato bíblico, pero solo mencionaré un par de ideas a manera de reflexión:

1. Dios actúa conforme a su propósito eterno y soberano al tiempo que se deleita en escuchar las oraciones de su pueblo.

Nosotros ignoramos el decreto eterno de Dios y sus propósitos pero, en el momento en que sus siervos oraron, Él fue propicio para salvar a Jerusalén por amor a sí mismo y al pacto que había hecho con David (2 R. 19:34).

En la mente de Dios, Él sabía qué tiempo y qué personas de la genealogía de David debían ser preservadas y engendradas en el futuro para traer al Mesías prometido. Por amor a ese pacto con David, Dios actuó, pero lo hizo en respuesta a la oración de sus siervos.

2. Las crisis son necesarias para ejercitar nuestra fe en el Señor y no en nosotros mismos.

Alguien ha dicho que lo único importante es el Señor, pero que no sabemos esto hasta que lo único que nos queda es el Señor. Necesitamos abandonar nuestra esperanza en nosotros, llegando así al final de nosotros mismos, para reconocer nuestra insuficiencia y ejercitar la fe en el único que es todo suficiente. Nuestra naturaleza tiende a ser ingenuamente autosuficiente hasta que viene el tiempo de crisis y se evidencia nuestro pecado y vulnerabilidad.

Oremos ahora, antes de que lleguen esos momentos, para que el Señor en su misericordia nos dé la gracia para ver y confesar nuestro pecado y debilidad cada día. Oremos para que Él nos dé humildad para encarar cada situación de rodillas ante Él, y nos dé discernimiento y convicción para entender y creer que el Señor es nuestro salvador. “Dios es mi salvación, Confiaré y no temeré; Porque mi fortaleza y mi canción es el Señor Dios, Él ha sido mi salvación” (Is.12:2).


Imagen: Lightstock.
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