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En la medicina es fácil ver la obra y el propósito de Dios en lo que hacemos. Sin embargo, la razón principal es que Jesucristo es nuestro Gran Médico. Por lo tanto, debemos imitarlo en nuestro trabajo.

El Nuevo Testamento tiene mucho que decir sobre Jesús como el mediador de la sanidad, y Mateo 4:23-24 nos enseña que sus obras de sanidad no fueron solamente físicas sino también espirituales. Sin embargo, cuando vemos esto, los médicos podemos percibir un problema: si solo Dios puede hacer milagros y salvar eternamente a las personas, ¿cómo podemos imitarlo? ¿Cómo debe impactar el evangelio nuestra labor como médicos? Permíteme darte algunas maneras.

Mostrando el carácter de Jesús

Para empezar, recordemos que fuimos creados a la imagen de Dios (Gn. 1:27), una imagen que fue dañada en la Caída (Gn. 3). Sin embargo, si somos cristianos, Él nos está recreando a imagen de su Hijo (Ro. 8:29). Entonces, nuestro deber como médicos es representarlo a Él al desarrollar el carácter que Él muestra a sus pacientes.

Esto debe conducirnos a preguntarnos: ¿reflejamos la ternura de Jesús, a quien no le importaba romper las costumbres de aquellos días al tocar a las personas que eran consideradas inmundas (Lc. 5:12-13)? ¿Tenemos tiempo para la gente a nuestro alrededor, así como Jesús los atendía en amor? Recientemente leí un estudio que demostró que los médicos interrumpen a los pacientes en los primeros 11 segundos de la consulta. En contraste a eso, ¿nos estamos pareciendo a Jesús?

Regresándole el corazón a la medicina

Además, tengamos presente que la meta de Jesús al lidiar con las personas siempre fue ir más allá de sus problemas físicos. Puesto que somos sus representantes, debemos ser así también.

La medicina antigua no es como la de hoy. En la antigüedad, las personas mezclaban las enfermedades físicas con lo espiritual y mental. Por supuesto, los autores bíblicos no tenían conocimiento de la ciencia y enfatizaron más el aspecto espiritual, mientras que en los tiempos modernos la mayoría de los médicos no entienden el aspecto espiritual, y su énfasis está exclusivamente en la ciencia.

Cada paciente que entra a nuestros consultorios es un pecador que necesita a Jesús.

Sin embargo, como médicos cristianos, nuestro deber es regresarle el corazón y el alma a la medicina ya que estamos enterados de las dos ramas: la rama de la ciencia médica y la rama de la realidad espiritual. En medio de nuestra labor médica, debemos enfocarnos en que estamos en una batalla espiritual donde Cristo ha vencido a nuestro adversario, y Él usa a sus redimidos para traer luz a las tinieblas.

Apuntando a Jesús

Es por eso que nuestra meta es demostrar el amor, la compasión, y la misericordia de Dios hacia los enfermos y sus familiares; y también, cuando sea posible, apuntarlos hacia Jesucristo, el mayor Sanador.

Cada paciente que entra a nuestros consultorios es un pecador que necesita a Jesús. Nuestro trabajo, entonces, no puede ser orientado hacia el dinero o al negocio, sino a tratar a cada paciente como un ser espiritual. Hacemos esto al traer las Buenas Nuevas a aquellos que necesitan ser sanados espiritualmente, y la edificación para aquellos que ya le conocen.

Por lo tanto, debemos interceder con nuestras oraciones por cada paciente, y estar siempre preparados para dar razón sobre la esperanza que tenemos a aquellos que todavía no lo conocen (1 P. 3:15). La sanidad física es importante, pero es temporal. La sanidad espiritual en la salvación es eterna.

El anhelo del médico cristiano

Cristo es la luz del mundo que brilla en las tinieblas, y es el único que puede llevarnos al Padre (Jn. 14:6). Su muerte en la cruz nos traerá sanidad total en la salvación (Is. 53:4-5). Nuestro deseo debe ser reflejarlo a Él en lo que hacemos para que nuestros pacientes puedan responder en agradecimiento y adoración a Aquel que realmente los sanó.

Mientras hacemos todo esto, anhelamos el día en que nuestro trabajo haya cumplido su propósito final y vayamos a la presencia del Señor. Allí los creyentes seremos transformados y vestidos de incorrupción (1 Co. 15). En aquel día, “Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado” (Ap. 21:4).


IMAGEN: LIGHTSTOCK.
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