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Existe una pintura llamada «El grito», que pertenece al artista noruego Edvard Munch. Esta pintura representa la angustia humana. El autor contó que su pintura fue un reflejo de inspiración de un paseo por su ciudad natal, Oslo:

Caminé una noche en una carretera. Estaba cansado y enfermo. Me quedé mirando al otro lado del fiordo, el sol se estaba poniendo, las nubes estaban teñidas de rojo, como sangre. Sentí como si un grito atravesara la naturaleza, creí oír un grito. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre real. Los colores estaban gritando.

Pienso que es evidente el dolor expresado en esta obra. Sin embargo, el grito de toda la humanidad, en todos los tiempos, representado en la pintura de Munch, no puede compararse con el clamor del cuarto grito que el Justo emitió desde el madero, el cual es una cita del salmo 22:1: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27:46). Fue un grito de dolor infinito que jamás nadie podrá comprender plenamente.

Como el teólogo John Flavel señala: «Es como si Cristo hubiera dicho: Oh Dios mío, no hay palabras que puedan expresar mi angustia: No hablaré, sino que rugiré, aullaré mi queja; la derramaré en gemidos: Rujo como un león». Ahora, ¿qué significa este grito?

Lo que no significa este grito de abandono

En primer lugar, diré lo que no significa. Este grito no significa que el Hijo fue separado de la deidad o que la Trinidad quedó rota en la cruz. Pues Dios no puede ser separado, ya que no es un componente ensamblado por partes. Nuestro Dios es simple, lo que en teología quiere decir que Él es unidad perfecta, sin composición ni división.

Aunque la simplicidad de Dios suele referirse a Sus atributos, también significa que no podemos separar la Trinidad, ni siquiera por un momento, porque Dios es unidad perfecta y eterna. En otras palabras, la Trinidad no puede romperse, ya que las Personas de la Trinidad no son partes desmontables del Ser de Dios, «porque la Trinidad, alabada, adorada y venerada, es una e indivisible».1 Padre, Hijo y Espíritu son de una misma sustancia divina, y las tres Personas poseen plenamente la misma esencia. No hay posibilidad de separación porque esta sustancia es indivisible, inquebrantable y eterna, porque hay un solo Dios, no tres dioses.

La Trinidad no puede romperse, ya que las Personas de la Trinidad no son partes desmontables del Ser de Dios

Por lo tanto, en la cruz, Cristo «no es abandonado en Su deidad; la deidad no puede abandonar a la deidad; Dios no puede dividirse en partes. La simplicidad de Dios preserva la plena deidad del Hijo».2 Como explica el teólogo reformado Geerhardus Vos: «El vínculo entre las tres Personas del Ser Divino no es susceptible de ser roto o interrumpido».3

Si Dios dejara de ser Dios por un instante, el universo colapsaría (He 1:3). Es por eso que aún en aquel momento de la pasión de Cristo «la unidad de la Santísima Trinidad estaba entonces intacta».4 No hay grieta alguna en la Trinidad en ningún momento.

Entonces, ¿qué significa este grito de abandono?

Eran aproximadamente las tres de la tarde de aquel día de la crucifixión y allí estaba el cuerpo triturado de nuestro Salvador. Lucas narra que «desde el mediodía y hasta las tres de la tarde toda la tierra quedó en oscuridad» (Lc 23:44, NVI). Este fue un hecho asombroso y sobrenatural anticipado por un profeta del Antiguo Testamento: «”Y sucederá que en aquel día”, declara el SEÑOR DIOS, / “Yo haré que el sol se ponga al mediodía / Y que la tierra en pleno día se oscurezca”» (Am 8:9).

¿Qué relación tiene este hecho con el clamor de Jesús? La oscuridad en las Escrituras está relacionada con el juicio. La negrura cósmica insinúa el profundo juicio que estaba teniendo lugar en el Gólgota. Un juicio sobre el hombre más justo que vivió en este mundo, Jesús. Pero ¿Por qué?

Pues, «al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios» (2 Co 5:21, NVI). Esto significa que Cristo, al morir en la cruz, cargaba voluntariamente con todo el peso de nuestros pecados, y por esa razón está recibiendo la retribución de la ira divina, el castigo que merecemos por nuestros pecados, para hacernos justos delante del Padre (¡qué glorioso intercambio!).

La negrura cósmica insinúa el profundo juicio que estaba teniendo lugar en el Gólgota. Un juicio sobre el hombre más justo que vivió en este mundo, Jesús

La copa de la ira de Dios fue vertida sobre el cuerpo de Jesucristo, quien llevó el pecado de Su pueblo, experimentado así sobre Su ser los horrores del infierno. En otras palabras, el clamor: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» es una expresión real de la pérdida de consuelo frente a la pena del pecado, no de ruptura en la esencia divina del Dios Trino.

Jesús no deja de ser Dios antes, durante o después de la cruz. Era y sigue siendo verdadero Dios y verdadero Hombre. Sus palabras más bien expresan lo que es ser apartado del consuelo de Su Padre y de los beneficios de unión con Él: no había respuesta en Su clamor, sino que una densa nube de juicio se posaba sobre Él. Pues no era posible que el gran Juez consolara, animara y sonriera a Aquel que estaba cargando con el pecado de los culpables.

Como lo expresa el teólogo Joel Beeke:

Las tres Personas no se han convertido en dos Personas. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo siguen siendo tres Personas en una Divinidad, pero la impresionante comunión de deleite se ha roto temporalmente entre el Padre y Su Hijo.

Cristo fue abandonado «solo en lo que respecta al gozo y consuelo en y del rostro de Dios».5 Pues como dijo el profeta Habacuc acerca de Dios: «Muy limpios son Tus ojos para mirar el mal» (1:13); y en ese momento Cristo estaba llevando lo horrendo de mi pecado, al mismo tiempo que todos los pecados de todos los elegidos, de todos tiempos.

¿Te puedes imaginar eso? No lo creo, pero así estaba profetizado: «Pero el SEÑOR hizo que cayera sobre Él / La iniquidad de todos nosotros» (Is 53:6).

Cristo estaba siendo tratado como uno de nosotros. No fue abandonado por Su Padre por alguna razón que se originara en Él, sino por algo fuera de Él: mi pecado y tu pecado. «Es en el grito de abandono donde se revela todo el horror del pecado del ser humano».6 El pecado es aborrecible para Dios y Cristo estuvo dispuesto a cargar lo que tanto aborrecía, por amor a Su pueblo.

[Cristo] estaba en Su propia Persona representándonos; porque antes éramos los abandonados y despreciados, pero ahora, por los sufrimientos de Aquel que no podía sufrir, fuimos tomados y salvados. Del mismo modo, hace suya nuestra torpeza y nuestras transgresiones.7

Como el apóstol Pablo enseña: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por nosotros, porque escrito está: “Maldito todo el que cuelga de un madero”» (Gá 3:13). ¿Podemos, entonces, ver en Su muerte sustitutiva el gran amor que Cristo nos tuvo? Estuvo dispuesto a hacerse maldición por nosotros, para que fuésemos benditos hoy en Él. El Padre considera al Justo como un pecador, para que los pecadores sean considerados justos por Él.

Jesús no deja de ser Dios antes, durante o después de la cruz. Era y sigue siendo verdadero Dios y verdadero Hombre

Él fue castigado para bendecirnos. Fue abandonado para que los creyentes pudiéramos por siempre decir: «Aunque pase por el valle de sombra de muerte, / No temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo» (Sal 23:4).

El Señor está con nosotros aún en los momentos de más dura aflicción y, sin embargo, ¡Él desamparó a Su Hijo en la hora de la más grande tribulación que ninguno jamás ha tenido que soportar! Como muchos teólogos y predicadores lo han dicho, Jesús gritó en la cruz: «¡Dios mío, estoy abandonado!» para que tú y yo no tuviéramos que hacerlo por toda la eternidad.

¿Hoy te acercarás a Aquel que fue abandonado por ti? ¿Aún piensas que Dios te ha abandonado en medio de tus circunstancias? Necesitamos reconocer que nuestras palabras jamás lograrán explicar a plenitud lo terrible y profundo que fue aquel clamor de abandono de Cristo para gloria del Padre y por amor a nosotros.

¡Gloria a Dios por la salvación que tenemos en Jesucristo!


1. Atanasio, en T. F. Torrance, Trinitarian Faith, p. 313.
2. Christopher A. Hall, The Nicene Creed: Foundation of Orthodoxy, p. 34.
3. Geerhardus Vos, Reformed Dogmatics, Vol. III, p. 386.
4. C. E. B. Cranfield, The Gospel according to Saint Mark: An Introduction And Commentary, p. 459.
5. The Works of Thomas Goodwin, Vol. 5. (Reformation Heritage Books, 2006), p. 279.
6. C. E. B. Cranfield, The Gospel according to Saint Mark: An Introduction And Commentary, p. 458-459.
7. Gregorio nacianceno, The third theological oration, en «Christology of the Later Fathers» (Edward r. Hardy), p. 180.
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