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Hace poco más de un año, un dolor en mis manos empezó a molestarme. No le tomé mucha importancia, pero se incrementó de tal manera que me obligó a ir al médico. Quienes me conocen saben que no soy de ir al hospital. En toda mi vida laboral, jamás había utilizado mi seguro médico, e incluso hasta los 26 años no necesité tomar pastilla alguna. Tras numerosos exámenes, mi diagnóstico pasó de túnel carpiano a artritis, hasta que, finalmente, en enero de este año, el resultado fue uno: lupus.

El lupus es una enfermedad muy rara y poco estudiada: algo va mal con el sistema inmunológico que, en lugar de ayudar al cuerpo, lo sabotea, y produce autoanticuerpos que provocan inflamación, dolor, y daños en los principales órganos. Hasta ahora, no hay una cura para el lupus. Se estima que entre el 10 y el 15 por ciento de las personas con este mal podrían morir de forma prematura.

La noticia me afectó, desde luego. Lloré, oré, se lo compartí a mi familia y compañeros del trabajo. Acudí a mis pastores y amigos cercanos. Recibí consuelo, consejo; muchos intercedieron por mí. En medio de ello, le preguntaba al Señor si esta condición sería para ver Su poder en sanidad o si era algo que tal vez me acompañaría toda la vida como un aguijón. Sea como sea, algo era claro: Dios iba a glorificarse.

El Señor es bueno, y hay una esperanza que se asoma en medio del valle de sombra y de muerte

Este año no ha sido fácil. Las estadísticas dicen que el 80% de las personas con lupus sienten tanto cansancio, hasta el punto de tener que dejar de trabajar. El agotamiento crónico era uno de mis principales síntomas, sumado a una fuerte anemia producto de la enfermedad y un dolor articular que, entre otras cosas, me impedía hacer desde cosas básicas —como aplastar la pasta dental— hasta usar la computadora.

Sin embargo, el Señor me dio la convicción y fuerza para seguir, al menos hasta donde mi condición física me lo permitiera. La cuarentena llegó y se ha vuelto un tiempo de gracia donde tengo esfuerzos físicos mínimos. Ya no hago viajes largos diarios y puedo trabajar eficazmente desde mi casa; incluso en el servicio en la iglesia, con las reuniones y el discipulado de forma virtual, algo que tal vez no hubiese sido posible antes del COVID-19.

Jesús tomó el castigo que merecíamos, incluyendo la separación del Padre, y decidió pasar por una agonía infinita por amor a nosotros

Quisiera compartir con humildad algunas verdades que he podido aprender en este proceso que todavía no concluye pero que, después de un año, me he sentido animada y desafiada a publicarlas. Esto lo hago porque creo que pocas veces se habla de la bellísima relación que hay entre el sufrimiento y la soberanía de Dios. No nos gusta escuchar cómo Sus hijos son probados por fuego, pero es necesario experimentarlo y ver cómo el Señor es bueno, y que hay una esperanza que se asoma en medio del valle de sombra y muerte.

1) Cada aflicción es única y Dios diseña las pruebas a la medida

Ya que el lupus es una enfermedad que le da a menos del 0.6% de la población mundial, me he llegado a sentir muy especial y amada por Dios. He encontrado belleza en el proceso de búsqueda de Dios y una sabiduría que nunca hubiera experimentado de otro modo. Como diría el salmista: “es bueno para mí ser afligido” (Sal 119:71).

2) Dios tiene un plan que llama nuestra atención a través del dolor y la dificultad

La soberanía de Dios es misteriosa, pero jamás contradictoria. Eso significa que incluso nuestros fracasos y problemas serán utilizados para la gloria de Dios y para nuestro beneficio. Al final, la promesa de que “para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien” (Ro 8:28) llega a convertirse en un consuelo incomparable.

3) Dios también sufrió

Dios ha sufrido de la manera más severa posible. Jesús tomó el castigo que merecíamos, incluyendo la separación del Padre, decidiendo pasar por una agonía infinita por amor a nosotros. Podemos confiar en Dios en medio del sufrimiento debido a que Él también lo experimentó. Al sufrir, nosotros podemos crecer en nuestra semejanza a Cristo, identificándonos con Él (1 P 4:13).

En medio de mi enfermedad, he encontrado belleza en el proceso de búsqueda de Dios y una sabiduría que nunca hubiera experimentado de otro modo

4) Al final, solo Dios es mi deleite y mi esperanza

El regalo en el dolor es Jesús mismo. Esta prueba me ayuda y me desafía a reordenar mis afectos. Puede que pienses que estás caminando esta prueba solo; yo también me he sentido así. Entonces, recuerdo que estoy andando por el mismo camino que recorrió Jesús, y que este finalmente me conducirá a Él mismo, con aquella gloriosa promesa de que un día Él enjugará mis lágrimas y ya no habrá más llanto, ni más tristeza, ni más dolor (Ap 21:4).

Él va renovando mi fuerza

Existe todavía un dolor profundo. Cada mañana me aqueja un malestar que quisiera que no existiera. Sin embargo, de alguna manera, Dios va aliviando mi dolor, el agotamiento, y la desesperación cuando ya no soporto más, y me hace seguir adelante. Su rostro es visible en la mirada de compasión de mis amigos, en las acciones de servicio de mi familia, y en las palabras de ánimo de mi amada iglesia. Él va renovando mi fuerza y alegría. Por su gracia, puedo mantenerme trabajando con gozo y buen desempeño, preparada para toda buena obra.

Mi mayor gozo es saber, como dijo Pablo, que los sufrimientos “leves y pasajeros” que pasamos en esta tierra no se comparan para nada con la gloria venidera (2 Co 4:17), así que espero pacientemente y con esperanza verla un día. ¡Qué gloria ha de ser esa!

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