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Mi adolescencia estuvo llena de cinismo y un creciente nihilismo alimentado por mi orgullo. Era una joven repleta de indiferencia y desconfianza hacia todo lo que tenía que ver con la religión y el “dios” que conocía hasta ese momento… que nada tenían que ver con la Biblia y el Dios verdadero.

Poco después de comenzar los estudios universitarios, prácticamente todo había perdido sentido para mí. Una a una, mis aspiraciones y metas fueron desmenuzadas por el peso de una simple pregunta: «¿Pará qué? ¿Para qué estoy aquí? ¿Para qué me esfuerzo?». Cada vez que intentaba responder surgían otras preguntas existenciales que me dejaban más hundida y desesperada.

Pero Dios…

Providencialmente, en medio de esa crisis vocacional (en el fondo una crisis de identidad), cursé algunas asignaturas con unos jóvenes que parecían tener la respuesta a mi pregunta ignominiosa. Eventualmente fui sumada a su grupo de estudios, ¡y vaya sorpresa! Siempre había tiempo de oración, palabras de aliento, ayuda mutua y constantes invitaciones a la iglesia y a creer en Cristo… ¡Qué raros!

Dios quiso usar a estos amigos para llamarme. En casa de una de las chicas, en una reunión de jóvenes de su iglesia, escuché por primera vez que era pecadora y necesitaba a Cristo para ser libre del pecado y la condenación que merecía. Había oído todo eso antes, pero esta vez parecían palabras serias, muy ciertas y mi mayor necesidad. Ese día no había nada diferente en mí. Sin duda, Dios era el responsable.

¡Cuánta gracia!

Desde ese día no falté al grupo y eventualmente accedí a ir a la iglesia. Sin embargo, en mi interior luchaba. Todo lo que creí hasta entonces, construido con mucho orgullo y amor propio, se desmoronaba. Además decía dentro de mí: «¡No puede ser tan fácil!».

Así me encontré sustituyendo antiguos ídolos por otros que «quedaban bien» dentro de la iglesia: supuesto servicio sacrificial, falsa piedad, etcétera. Algunos días, cuando surgía el odioso «¿para qué?», respondía: «¡para Dios!». Pero me engañaba. Mi fe inmadura necesitó un poco más de paciencia y Dios, tardo para la ira y grande en misericordia, no quebró aquella caña cascada.

No tengo claro el motivo ni la ocasión, pero leí:

«No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de Mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en Tu nombre, y en Tu nombre echamos fuera demonios, y en Tu nombre hicimos muchos milagros?”. Entonces les declararé: “Jamás los conocí; APÁRTENSE DE MÍ, LOS QUE PRACTICAN LA INIQUIDAD”» (Mateo 7: 21-23).

Inmediatamente supe que, si seguía viviendo por mis fuerzas, para mi gloria, mi parte estaba con aquellos que jamás habían sido conocidos por Cristo. Aquellas palabras tan duras a los oídos llegaron al corazón como un suave canto, recordándome la gracia del Señor que me había sido ofrecida en el evangelio. ¡Cuánta gracia!

Por la misericordia del Señor, ahora no solo tenía libertad de la condenación y del poder del pecado por la fe en Cristo… también entendí que soy llamada hija de Dios, invitada a su mesa. Soy conocida por el Buen Pastor por la eternidad y tengo un propósito claro: traer gloria a mi Señor.

Las crisis no terminaron. Algunas veces recrudecieron. Pero ahora, en Cristo, puedo encarar siempre que me asedie la pregunta más difícil, con gozo y descanso en Aquél que me llamó, pacientemente me trajo hacia Él y aún me sostiene: ¡solo para la gloria de Dios!

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