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Tengo bellos recuerdos de mi niñez y juventud. Mi mamá nos crió en el evangelio. Nuestro hogar fue un ambiente saturado por el primer versículo que memoricé: «Pero busquen primero Su reino y Su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas» (Mt 6:33). Agradezco infinitamente a Dios por mi madre y sus oraciones incansables.

Pero, por supuesto, una crianza como esta no produce por sí misma un corazón libre de pecado. Aunque yo hacía todas las cosas de la «lista de tareas cristiana» —asistía a la iglesia, oraba antes de comer y me preparaba para los estudios bíblicos—, faltaba algo. Lo externo lucía bien, pero no reflejaba lo que verdaderamente había en mi interior. En una reunión de oración, el pastor amonestó a los jóvenes desde el púlpito: «Deben seguir el ejemplo de Perla. Ella ora durante toda la vigilia». Yo estaba dormida de rodillas.

Eventualmente, llegó un momento en que el evangelio que me rodeaba hizo efecto en mi corazón, y comenzó a conducirme y enseñarme para el beneficio de mi alma (Is 48:17). Estoy agradecida de que ahora puedo ver que lo que me salvó no fue mi testimonio ni las vigilias, sino la gran misericordia de Dios a través de su Hijo.

Ceguera

Aun con el historial cristiano en mi familia, mi manera de vivir no siempre reflejaba la Biblia que leía. A pesar de eso, Dios permitió que sirviera a la iglesia y comunidad por muchos años. Fui líder de jóvenes en el área local, seccional y distrital dentro del concilio de la iglesia donde asistía. Como líder, servía con la mente enfocada en ser eficaz y amar a la juventud, pero al mismo tiempo deseaba cumplir «mis sueños». La manera más fácil de explicarlo es que tenía un ojo fijado en Cristo y el otro fijado en mí.

Tenía un ojo fijado en Cristo y el otro fijado en mí

Pero la gracia de Dios empezó a santificarme con la verdad (Jn 17:17). Comencé a reflexionar en lo que decía y sentía. El enfrentamiento diario entre el «yo» y la Biblia comenzó. Poco a poco mis ojos pudieron ver lo que aquellos versos inspirados hace siglos significaban para mi salvación y la salvación de los jóvenes a quienes serví durante años.

Luz

La gracia de Dios permitió que mis ojos fueran abiertos mientras preparaba un estudio bíblico. Estaba estudiando Romanos 11:36 y me di cuenta de que ninguno de mis consejos de «tú sí puedes» cabían en el estudio. En mi mente resonaban las palabras: «Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas».

Sé que fue la obra del Espíritu Santo en mí. Me preguntaba: «¿Verdaderamente viene de Dios lo que voy a decir?». Me debatía el hablar de mí misma, pero las palabras aprendidas en las Escrituras saturaban mi mente. Fue como si un rayo me hubiera alcanzado, pero mucho mejor que eso: en esta conversión, Dios me llevó de las tinieblas a la luz. Mis deleites personales ya no eran tan atractivos y la corriente de la vida no llamaba mi intención como antes. Jesús, en su gran misericordia, me dio vida juntamente con Él.

A partir de ese momento pude verme y ver el mundo a la luz del evangelio. Cristo vino a morir por ti y por mí. Esa muerte nos salvó. Esa muerte causó que se rompiera el velo colocado en el lugar más santo del mundo, para que ahora podamos tener acceso a Dios (Mt 27:51).

Si eres creyente, es mi oración que al leer este testimonio recuerdes de las grandes verdades que nos traen a los pies de Cristo. Si no lo eres, es mi oración que este testimonio te ayude a ver que Dios es real y envió a su hijo a morir por ti. Es mi deseo que todos nosotros prosigamos a conocer al Señor cada día de nuestra vida: «Conozcamos, pues, esforcémonos por conocer al Señor. Su salida es tan cierta como la aurora, y Él vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia de primavera que riega la tierra» (Os 6:3).

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