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Misionero, evangelista, pastor. Maestro extraordinario. Predicador elocuente. Plantador de iglesias. Estratega y visionario. Quizá, después de nuestro Jesucristo, es el líder más influyente de toda la historia de la humanidad. Sin embargo, sobre todo, fue alguien que amó profundamente a Cristo en respuesta al evangelio.

Me refiero a Pablo, el perseguidor convertido en defensor de la fe que asolaba. Fue usado por Dios para escribir 13 de los libros del Nuevo Testamento y llevar el evangelio a multitudes. Se ha escrito mucho sobre este hombre. Resumir su vida es todo un reto. Sin embargo, veamos a continuación lo más importante a saber sobre él.

De perseguidor a apóstol

Pablo nació en la ciudad de Tarso de Cilicia (en la actual Turquía) en una familia judía, siendo ciudadano romano de nacimiento. Se cree que su padre fue un fariseo perteneciente a la tribu de Benjamín (Fil. 3:5-6).

Su nombre —Pablo— significa “pequeño” y pudiera indicar que fue pequeño desde que nació. En el siglo II un escritor lo describió como “un hombre pequeño de estatura, con cabeza calva y piernas encorvadas, con su cuerpo en buen estado, con cejas tupidas y nariz un poco en forma de gancho, lleno de cordialidad; por ahora parecía un hombre y ahora tenía el rostro de un ángel”.[1] Su nombre hebreo era Saulo, parecido al destacado rey Saúl de la historia judía. Sí, a diferencia de lo que muchos creen, Dios no le cambió el nombre de Pablo a Saulo.

Pablo probablemente estudió en la universidad de mayor reputación de la época ubicada en su ciudad natal, y luego fue alumno de Gamaliel, un prominente maestro de la secta judía de los fariseos en Jerusalén (Hch. 5:13). Se cree que Pablo conoció sobre el surgir de la nueva secta de los “nazarenos” cuando ya había terminado su preparación como fariseo. Esto habría sucedido después de ir a su ciudad natal y regresar posteriormente a Jerusalén luego de la muerte del Señor.

Después de Pentecostés, la influencia del cristianismo se extendía por Jerusalén. El poderoso testimonio de Esteban (Hch. 7) y otros creyentes tuvo tal impacto que llevó a alterar a las autoridades religiosas judías. Esto despertó la persecución contra la iglesia, en la cual participó Pablo. Lucas relata que “Saulo hacía estragos en la iglesia entrando de casa en casa, y arrastrando a hombres y mujeres, los echaba en la cárcel” (Hch. 8:3). Su celo por la ley y la pasión por preservar la pureza del judaísmo lo condujeron a ser un enemigo del cristianismo.

Pablo entendió lo que significa ser un prisionero de Cristo.

Fue en ese estado de agitación que se dirigió a Damasco:

“Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, fue al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, para que si encontraba algunos que pertenecieran al Camino [de Jesús], tanto hombres como mujeres, los pudiera llevar atados a Jerusalén”, Hechos 9:1-2.

Sin embargo, el asolador desconocía que su viaje sería divinamente interrumpido:

“Y mientras viajaba, al acercarse a Damasco, de repente resplandeció a su alrededor una luz del cielo. Al caer a tierra, oyó una voz que le decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué Me persigues?’. ‘¿Quién eres, Señor?’, preguntó Saulo. El Señor respondió: ‘Yo soy Jesús a quien tú persigues; levántate, entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer’”, Hechos 9:3-5.

Este encuentro cerró la puerta de la persecución que llevaba a cabo y abrió la puerta de un servicio ejemplar a Cristo por el resto de su vida. El “Perseguido” salvó a su perseguidor y lo convirtió en su mensajero, un apóstol (1 Co. 9:1ss). De ahí en adelante inicia en la vida de Pablo una trayectoria de entrega a su Salvador. Pablo entendió lo que significaba ser un prisionero de Cristo.

Dominado por el amor de Cristo

Toda Asia y Europa fueron llenas del evangelio a través del ministerio y liderazgo de este hombre. Como indica el pastor MacArthur, Pablo “fue único en la historia de la redención, responsable de la difusión inicial del mensaje del evangelio por todo el mundo gentil”.[2]

Pablo mismo testificó sobre la causa de su entrega y arduo trabajo por el evangelio:

“Pues el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que Uno murió por todos, y por consiguiente, todos murieron. Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos”, 2 Corintios 5:14-15.

Pablo nos modela cómo luce una vida entregada a la causa de Cristo para la gloria de Dios.

Aquí tenemos a un hombre dominado por el amor de Cristo. La experiencia de salvación que tuvo, y el ser objeto del amor y la gracia del Hijo de Dios, fueron el motor de su entrega absoluta a la causa de su Señor, como lo escribió a los gálatas:

“Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”, Gálatas 2:20.

La historia nos cuenta que Pablo murió al ser ejecutado en el año 66 d. C., en medio de la persecución del emperador Nerón contra la iglesia.[3] No obstante, su actitud de servicio a la iglesia aún sirve de estímulo y exhortación para los cristianos de todas las épocas.

La extraordinaria vida de Pablo a favor del evangelio, sus constantes padecimientos por causa del mensaje de la cruz (2 Co. 11:22-33), y su resolución a morir por proclamar a Cristo, fueron muestra del amor del apóstol por su Rey y Señor. De esa manera, Pablo nos modela cómo luce una vida entregada a la causa de Cristo para la gloria de Dios.

Tú y yo, como Pablo, somos personas comunes y corrientes. Sin embargo, cuando entregamos nuestras vidas a Cristo, podemos ver cuán maravilloso puede ser su poder, gracia, y bondad al usarnos como instrumentos para alcanzar con el evangelio a otros.


[1] Citado en Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: 1 Timoteo, p. 20.

[2] Ibíd.

[3] Paul – Easton’s Bible Dictionary Online.


Imagen: Lightstock.
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