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He estado al frente de organizaciones cristianas durante la mayor parte de mi vida adulta. En esos entornos, me han robado, me han mentido, me han acusado falsamente, me han amenazado, me han forzado a salir de las organizaciones y de las juntas directivas, me han traicionado aquellos en los que confiaba, amigos me han abandonado, me han culpado de las faltas que cometían los que me culpaban, y… la lista podría continuar.

También he visto cómo el miedo hace que los amigos huyan de su deber, los celos hacen que los colegas se aparten de sus principios, la lujuria destruye los matrimonios de líderes comprometidos, el anhelo de importancia convierte aliados piadosos en calumniadores baratos, y la ambición convierte a los pastores gentiles en lobos conspiradores dispuestos a sacrificar a las organizaciones, a los amigos y a sus propias familias por la promoción personal.

Al hacer estas listas y recordar a las personas implicadas, me vienen a la mente dos cosas.

En primer lugar, no puedo pensar en un solo caso en el que los que hacían tal maldad no fueran cristianos profesantes.

En segundo lugar, me imagino que cualquiera que lea estas listas podría llegar a la conclusión razonable de que debo ser un líder terrible para encabezar organizaciones tan quebrantadas. Después de todo, si lo hiciera todo bien, ¿no se inspiraría a las personas a vivir de manera que honren a Dios? ¿Una buena gestión no se traduciría en buenos resultados? La respuesta sencilla es «no necesariamente», pero no estaremos preparados para responder así sin una buena teología del mal.

He aquí un aspecto clave de esa teología: «Nadie es bueno, sino solo uno, Dios» (Mr 10:18).

El mal en mí

¿Qué hace posible soportar el mal de nuestro mundo y la traición de los demás? Dos cosas: la confesión de lo común del mal y la confianza en la fidelidad de Dios.

Cuando sufrimos el mal, podemos sentirnos tentados a muchos más males. Podemos, por supuesto, excusarnos de todo mal y culpar a los demás de nuestras heridas y fracasos. Puede haber razones sensatas para ello. Pero incluso si es así, alimentar tales perspectivas y revolcarnos en nuestro dolor puede llevarnos a otras tentaciones como el aislamiento, la duda, la desesperación, la dureza de corazón y la falta de voluntad para confiar en los demás o para volver a servir a Dios.

El sufrimiento humano nunca anula la bondad de Dios ni la utilidad de Sus siervos

Cuando hemos sido traicionados, heridos y avergonzados por nuestras pérdidas, naturalmente buscamos refugio. Un tiempo de sanidad puede ser muy necesario, pero sellar permanentemente nuestros corazones lejos de las relaciones profundas no nos permite emplear los dones y las gracias que administramos por el bien de Cristo. Aunque nunca podamos volver a trabajar con los ingresos y el prestigio del trabajo que nos hirió, hay almas heridas en el mundo que necesitan nuestra experiencia, cuidado y comprensión de la gracia de Dios. Si todo lo que hacemos es descender a un dolor ensimismado y a lamer perpetuamente nuestras heridas, inevitablemente dudaremos de la providencia de Dios y distorsionaremos nuestra visión de Su cuidado.

El sufrimiento humano nunca anula la bondad de Dios ni la utilidad de Sus siervos. Los profetas, los apóstoles y las personas que hicieron la voluntad de Dios en las Escrituras sufrieron a menudo grandes pérdidas debido a la maldad de este mundo. Moisés fue traicionado por su pueblo, David por sus amigos y familiares, Pablo por sus compañeros de viaje y Jesús por Sus apóstoles. El padre más idealizado de las Escrituras (que representa a Dios mismo) fue irrespetado por sus dos hijos (Lc 15:11-32). Pocos de nosotros nos atreveríamos a acercarnos a cualquiera de estas figuras bíblicas y decirles: «Seguro que si hubieras sido un mejor líder, administrador o siervo de Dios, estas cosas terribles no habrían pasado».

Ni la experiencia del fracaso ni la duplicidad de aquellos en los que confiamos demuestran que no hayamos hecho lo que Dios deseaba o que el Señor no tenga más propósitos para nosotros (Sal 41).

A. W. Tozer escribió: «Es dudoso que Dios pueda bendecir mucho a un hombre hasta que lo haya herido profundamente». Ese dolor nos obliga a dejar de depender de nuestras fuerzas falibles y de nuestro orgullo infundado para reconocer santamente que, separados de Cristo, no podemos hacer nada (ver Jn 15:5). En esa confesión está la verdadera fuente de fuerza espiritual para el llamado de Dios sobre nuestras vidas.

El antídoto contra el mal

El llamado de Dios a través de las pruebas del mal no puede cumplirse si nuestros corazones están llenos de ira y amargura o son fríos y desconfiados. Si bien el dolor profundo puede hacernos ser debidamente sabios y cautelosos con respecto a las relaciones humanas, si no podemos volver a amar y confiar, no podremos redescubrir el gozo ni reflejar a Jesús.

No debemos idolatrar ningún trabajo, persona o posición, convirtiéndolos en la fuente de nuestro gozo o en el garante del amor de Dios

Nuestras pruebas y crisis nos enseñan a depender únicamente de Él, a través del cual todo es posible (Fil 4:13). La razón por la que las Escrituras nos dicen que no pongamos nuestra «confianza en príncipes» o en un «amigo conocido» es que el mal reside en todos los corazones, y todos son capaces de traicionar, abandonar y ser egoístas (Sal 55:13; 146:3). No debemos idolatrar ningún trabajo, persona o posición, convirtiéndolos en la fuente de nuestro gozo o en el garante del amor de Dios.

Esto no significa que nunca más debamos creer o valorar a los demás. A pesar del dolor de nuestro pasado, seguimos llamados a apreciar y participar en la obra que Dios está haciendo en la vida de otras personas. Nuestros hijos siguen necesitando nuestra ternura, nuestros vecinos siguen necesitando ver a Cristo en nosotros, y nuestros enemigos siguen necesitando ver que no creemos que Cristo nos haya abandonado, o nosotros a Él.

Otros pueden volver a abusar de nuestra confianza y aprovecharse de nuestro cuidado; es casi seguro que alguien lo hará. Sin embargo, los que están llamados a representar a Jesús en un mundo malvado extienden el amor que hay en Su corazón, aunque al hacerlo seguramente hieran el nuestro en algún momento. El apóstol Pedro explica: «Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos» (1 P 2:21).

Debemos ser lo suficientemente realistas en cuanto a los defectos de la humanidad como para negarnos a basar nuestra felicidad en la fidelidad de los demás. También deberíamos estar tan centrados en la cruz como para no dudar nunca del cuidado providencial y perpetuo de nuestro Dios.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
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