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Te levantas en la mañana e inmediatamente te involucras en lo que trae el día —trabajo, hijos, hogar, esposo, estudios— y al final estás agotada, pero no quieres que el día termine porque dormirte implica que muy pronto estarás viviendo lo mismo otra vez. Te sientes ahogada por la rutina y por los pocos cambios que notas en tu esposo, tus hijos, o incluso en el grupo de discipulado que estás llevando. Te empiezas a dar cuenta de cómo poco a poco cedes ante el cinismo y te haces más y más indiferente.

El cinismo ha envuelto a nuestra sociedad. No solo en América Latina, sino en el mundo entero. El cinismo es una falta general de fe o esperanza. Esta definición cuadra bastante bien con el mundo donde nos desenvolvemos: no solo lo vemos en los círculos seculares, sino que tristemente también está presente entre el pueblo de Dios.

Hoy por hoy, nos hemos vueltos demasiado desconfiados y verdaderamente carentes de imaginación; de la capacidad de soñar o tener esperanza. Si soy sincera, yo también he sido presa de este mal.

María Popova, del NY Times, dice: “Vivimos en una cultura que se burla de la sinceridad y recompensa al cinismo, equivocadamente llamándole pensamiento crítico. Cuando el verdadero pensamiento crítico, identifica el aspecto problemático del mundo y lo razona hacia una solución constructiva”.

Por su parte, Paul Miller dice que para el cínico “… todo tiene un ángulo… siempre [está] observando, criticando, pero nunca involucrándose, amando o esperando[1]”. Ponemos la excusa de que tener una perspectiva pesimista nos protege de cualquier decepción. Sin embargo, me he dado cuenta de que esto también nos deja en una posición sumamente pasiva y paralizante. No nos ayuda a progresar, sobre todo porque nuestra participación social es similar al uso del control remoto: Distante y sin involucramiento.

El cristianismo frente a la indiferencia

El cristianismo nos muestra que todo lo anterior, si bien es una opción, no es lo mejor. El ejemplo más claro es el de Jesús, quien encaró de frente el mal. No se escondió en las trincheras, sino que llamó a los problemas por nombre. Pero lo más importante es que Él se involucró en el proceso, ofreciendo alternativas, a pesar de las burlas y afrentas de la gente.

¿Y de dónde encontró la fortaleza y la perspectiva para continuar? Fue sin duda en la relación con su Padre, en la confianza en Él, la dependencia del Espíritu Santo, y en la comunicación constante a través de la oración.

Muchas veces vemos en la Biblia que Jesús buscó alejarse de la multitud para hacer justamente esto. Fue a través de la oración que incluso en el preludio de su muerte pudo decir, “que sea tu voluntad y no la mía” (cp. Lc. 22:42). Fue así que a pesar de saber que caminaría a los brazos del dolor, pudo percibir la paz que vendría después de la tormenta.

La invitación para nosotras como creyentes es precisamente esa: orar sin cesar, orar en todo momento. Porque la oración es la cura para el mundo cínico en el que hoy vivimos. A través de ella, el pensamiento cínico pasa a ser uno lleno de misericordia, amor, y completa dependencia de Dios. Lo que es más, al recordar que “separados de Él, nada podemos hacer” (Jn. 15:5) vemos con gracia los esfuerzos de otras personas y nos preparamos para servir junto a ellos. Evitamos el “cultivar un pensamiento fatalista, [con la] creencia de que nada va a cambiar”. porque vemos los desafíos como posibilidades de una participación activa conforme a los propósitos de Dios.

La oración es la cura para el mundo cínico en el que hoy vivimos.

Es en la oración que podemos agradecer, conversar, y presentar nuestras peticiones, sabiendo que, al hacerlo, la paz de Dios llenará nuestros corazones (cp. Fil. 4:6); sabremos que aquello que escapa de nuestras manos está en las del Creador del universo.

Y no hablo de un optimismo simplista, donde se “subestima que tan difícil es llegar a lograr un cambio real, creyendo que todo es posible y es posible ahora”. Al contrario, en muchas ocasiones podemos ver que, en nuestro mundo, el cambio puede tomar tiempo. Pero sin importar cuánto tarde, podemos confiar en que los planes de Dios se cumplirán en su debido tiempo. Podemos estar seguras de que, en Cristo, Dios está haciendo nuevas todas las cosas.

Si el cinismo se alimenta de nuestra necesidad de figurar y de nuestros miedos, a través de la oración podemos dejar de alimentarle. Al orar reconoceremos nuestra dependencia de Dios, aceptando que nuestro rol no es el protagónico. Sofocaremos la cacofonía de voces que critican cuando el control se escapa de nosotras, y descansaremos en la soberanía de quien tiene al mundo mismo en sus manos.

Mientras que el cinismo nos anima a desconfiar de todo, nosotras podemos confiar que Dios es la única esperanza verdadera. No caeremos más en el juego de que “la esperanza misma es un fraude”. Porque nuestros ojos estarán puestos más arriba de lo que los humanos pueden alcanzar.

Orando tendremos una relación estrecha con Dios. Podremos tolerar el dolor y nos gozaremos sabiendo que sus promesas son verdaderas. En nuestra relación de dependencia con Él podremos confiar en que cada día trae esperanza, la esperanza de sus nuevas misericordias, la esperanza del cambio en aquellos alrededor nuestro, de que nuestra tarea en Él no es en vano, la esperanza de nuestra propia transformación a la imagen de Cristo y la esperanza de que Él pronto volverá.

Así entonces, podremos en Cristo derribar al gigante cínico de este mundo, y decir como William Carey: “Espera grandes cosas de Dios. Intenta grandes cosas para Dios”.


[1] Miller, Paul. “A Praying Life”. Navpress 2009, Colorado Springs, p.7

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