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¿Alguna vez te has quedado muda sin poder explicar por qué la injusticia triunfa en el mundo? ¿Alguna vez has mirado al cielo tratando de disipar los pensamientos que te dicen que es imposible reconciliar a un Dios amoroso, misericordioso, y poderoso, que permite que la maldad tenga éxito?

Pocas personas pueden decir que no han tenido un encuentro cercano con el dolor. Lo vemos todos los días en las noticias. No soy ajena al sufrimiento, y no creo que lo seas tampoco. Cuando Dios me llamó a ser parte de su pueblo, por un instante pensé que todo estaría bien, pero las tormentas no tardaron mucho en aparecer. La Escritura dice que habrá sufrimiento, pero saber eso no hace fácil atravesar la neblina de las dudas que no nos dejan ver la presencia de Dios. Para algunos, estos episodios de la vida son desiertos. Para mí son días sin sol.

Es aún más difícil cuando algo malo le pasa a nuestros seres queridos. En esos momentos no solo levantamos los ojos al cielo, sino también los puños. En algunas ocasiones incluso tenemos pensamientos oscuros sobre la bondad de Dios. No dudamos de su existencia, pero sí de su carácter.

Perdona si te he asustado un poco. A veces decir estas cosas en voz alta me da miedo a mí también. Sin embargo, la sinceridad es parte crucial de la comunicación en una relación; lo que es más, aún sin decirlo, Dios lo sabe todo (Sal. 139).

En algunas ocasiones incluso tenemos pensamientos oscuros sobre la bondad de Dios. No dudamos de su existencia, pero sí de su carácter.

En la Biblia, los salmos son una muestra de cómo hablar con Dios. Ahí vemos plasmados miedos, enojos, impaciencia; sentimientos con los que lidiamos a menudo. Pero también podemos observar que una vez que el salmista expresa lamento, reconoce poderío de Dios. No es que los salmistas se rindan, sino que rinden lo que son y quienes son al único que tiene la potestad y el deseo de rescatarles.

Sometiéndonos en medio del dolor

Por alguna razón, sin embargo, nuestro corazón, mente, y autosuficiencia parecen dejarnos cortos en este proceso comunicativo. Decimos lo que nos duele, gritamos lo que nos lastima, pero la mayoría de las veces no deseamos someternos a la voluntad de Dios ni reconocer que Él quiere rescatarnos. No queremos aceptar que las cosas no se solucionarán a nuestra manera. El dolor intensifica nuestros miedos y no corremos hacia Dios, sino que nos alejamos de Él tratando una y otra vez de evitar su soberanía.

He estado ahí muchas veces: dejo que mis miedos crezcan cuando veo que lo que hago no resulta como yo esperaba, convencida de que puedo tratar de otra manera, sin siquiera consultarlo con Dios. He tenido tiempos donde la falta de tranquilidad me envuelve al ver que no podré librar del dolor a mí y a quienes amo. Me atemoriza en gran manera saber que, a pesar de nuestro amor por los otros y nuestro deseo por redimirles, no podemos cambiar sus situaciones o corazones.

Con el orgullo herido, incluso he pensado que podría hacerlo mejor que Dios, solo para darme cuenta de mi estupidez y correr —a veces caminar— para decirle: perdóname. En su misericordia, el Señor es luz en nuestras tinieblas, y poco a poco entendemos lo que Zack Eswine dice: “No podemos esperar cambiar lo que Jesús ha dejado sin arreglo por el momento”. Es entonces cuando vemos que ese miedo toma otro sentido. En nuestra necesidad, tenemos a quien recurrir. En nuestra aprehensión, es Jesús quien viene a nuestro encuentro y en nuestro llanto es Dios mismo quien enjuga nuestras lágrimas.

Su voz nos trae de vuelta

Cuando mi hijo me pedía que la pesadilla del bullying cesara, muchas veces terminé en el piso llorando ante Dios. Estaba terriblemente desolada y enojada, herida y desesperada. Pero si soy sincera, también supe que mis conversaciones, mis gritos, y mis peticiones eran escuchadas. Dolía que no se contestaran como yo deseaba y que, a pesar de hacer las cosas bien, no hubiera el cambio esperado. En mis oídos se hacía eco el dolor de mi pequeño y mi corazón se desgarraba.

En las cicatrices del corazón, su bálsamo fue aún más dulce que antes.

Deseaba fervientemente hacer algo que no honraba a Dios, porque en mi torpeza pensaba que a Él no le importaba. Pero en esas batallas Dios no solo detuvo más de una vez mi odio, sino que lo fue transformando en un tipo de tristeza que aún cargo, pero que día a día va sanando. Dios nos mostró a mi hijo y a mí que durante la pena Él verdaderamente consuela y está a cargo. Al cabo de un tiempo, su voz acalló la mía y, entre las lágrimas, su presencia fue aún más palpable. En las cicatrices del corazón, su bálsamo fue aún más dulce que antes.

Quizá lo más importante de ese tiempo fue darme cuenta de mi propia incapacidad de resolverlo todo, de mi absoluta necesidad de dependencia en Él. Y también entender que aún en este mundo quebrantado existe por gracia la ráfaga de esperanza que recuerda, apoya, refuerza, y levanta nuestro rostro para ver de nuevo a Jesús.  

Cuando la duda y el dolor se asomen de nuevo a mi alma, y mi testarudo corazón corra en dirección opuesta a Dios, espero confiada que Su voz me traerá de vuelta, recordándome que puedo esperar en Él:

“Pero yo pondré mis ojos en el Señor, esperaré en el Dios de mi salvación. Mi Dios me oirá”, Miqueas 7:7.

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