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Nota del editor: 

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Cada inicio de año las personas suelen establecer resoluciones para crecer y aprender. Eso me parece algo muy bueno. Aunque las metas suelen incluir actividades como «leer más» o «ir al gimnasio», imagina por un momento si cada creyente tuviera «fortalecer la comunión de mi iglesia» entre sus objetivos para el año nuevo. Visualiza por un instante lo diferente que sería la iglesia local si cada miembro se decidiera a invertir todas sus fuerzas en amar más, servir más y perdonar más al cuerpo de Cristo, del mismo modo en que ellos han sido perdonados, amados y servidos.

¿Qué significa «vivir conforme el llamado»?

En su carta a los Efesios, Pablo revela el gran y eterno plan de Dios para hacernos uno en Cristo. El apóstol desarrolla este propósito en los primeros tres capítulos, explicando cómo fue concebido en la eternidad pasada, antes de la fundación del mundo. El Señor se dispuso a establecer Su reino a través de la muerte y resurrección de Jesús, y de ese modo unir a toda la iglesia y a toda la creación bajo la dirección y gobierno de Cristo.

Pablo continúa su exposición exhortando a la iglesia en Éfeso: «vivan de una manera digna de la vocación con que han sido llamados» (4:1). Aunque puede haber diferentes opiniones respecto a lo que Pablo se refiere exactamente, está claro que —especialmente en los primeros versículos— el apóstol hace hincapié en la unidad, una unidad interna y orgánica, que descansa en la obra del poder de Cristo que mora en los creyentes (vv. 1-6).

Lo que motiva nuestro comportamiento para vivir una vida digna en comunidad debe ser la gracia por la que hemos sido salvados

Básicamente, Pablo está diciendo: «La iglesia es espiritualmente una; por tanto, ¡que sea espiritualmente una!».[1] El punto aquí es que el apóstol está llamando a los efesios a vivir según el llamado a la comunión de los hijos de Dios, a la unidad en la diversidad en base a la verdad y el poder del evangelio en sus vidas.

Esta comunión espiritual tiene como propósito que seamos de bendición los unos para con los otros, de modo que la iglesia pueda ser edificada y así ser una bendición para el mundo (Jn 17:21). Lo que aprendemos es que ni tú ni yo tenemos en nosotros mismos la capacidad para vivir una vida digna del evangelio. Por lo tanto, vivir según este llamado es refugiarse en Dios, en todo lo que Él es y en todo lo que Él provee para la edificación de su Iglesia.

Cómo fortalecer la comunión

Cuando buscamos fortalecer la comunión de la iglesia, muchas veces se piensa en cosas que se pueden hacer: invitar a comer a un soltero, mandar un mensaje a alguien que no vino a la reunión, llamar a la hermana que está pasando por una prueba, etc. Todas estas ideas son buenas, pero lo que Pablo expone en los primeros capítulos de Efesios nos ofrece la base indispensable para ser capaces de fortalecer la comunión en nuestras iglesias: reconocer que somos hijos de Dios totalmente por gracia.

No hay nada que podamos hacer para ser dignos de recibir la salvación (Ef.2:8). Por lo tanto, lo que motiva nuestro comportamiento para vivir una vida digna en comunidad debe ser la gracia por la que hemos sido salvados.

Abandona el pecado para crecer en comunión

Muchos viven procurando actividades que llevan a la unidad mientras que, en lo secreto, descuidan el pecado que hay en su interior. Pero lo que hacemos y somos allí donde ningún hermano puede vernos tiene efectos en la comunión de la iglesia: «Hay muchos miembros, pero un solo cuerpo.[…] Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se regocijan con él» (1 Cor 12: 20, 26). Somos iglesia; todo lo que somos y hacemos afecta al cuerpo de Cristo.

Dahiana era una jovencita que servía en su iglesia local con fervor. Cada semana reunía un grupo de diez chicas en su casa para estudiar la Biblia y aprender juntas. Todos los domingos se esforzaba por llegar más temprano que todos los hermanos para preparar el salón para la reunión. Con todo, había un pecado que controlaba a Dahiana: el chisme.

Ella solía contar a otras hermanas situaciones íntimas que se compartían en confianza dentro de su grupo de estudio bíblico. Además, Dahiana no podía perdonar a una hermana con la cual había tenido un conflicto, a pesar de que la hermana se acercó a pedirle perdón arrepentida. 

Somos iglesia; todo lo que somos y hacemos afecta al cuerpo de Cristo

Un día, una hermana madura en la fe confrontó a Dahiana por sus «pecados respetables» (esos que no parecen «escandalosos» delante de las personas). Esta hermana le mostró la manera en que sus pecados estaban dañando al cuerpo de Cristo. Por gracia de Dios, Dahiana se arrepintió, se humilló y empezó a buscar el perdón de sus hermanas. Dios usó esta situación para fortalecer la comunión de la iglesia, a pesar de que la restauración tomó un tiempo.

Virtudes, no reglas

Si continuamos leyendo la carta a los efesios, Pablo deja claro lo que verdaderamente significa vivir una vida digna del llamamiento: «Vivan con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándose unos a otros en amor» (Ef 4:2). Existe una estrecha relación entre las virtudes que el apóstol enumera aquí y el fruto del Espíritu Santo que se describe en Gálatas 5:22-23.

Es interesante notar que Pablo no empieza su exhortación con una lista de leyes o reglas, diciendo: «Ahora que eres cristiano, será mejor que te comportes de tal modo, este es el estándar de conducta que todos deben obedecer». No, el apóstol empieza con virtudes y posturas relacionales… y es que ser hijo de Dios se trata de entender el amor, el perdón y la gracia recibida y, como respuesta, buscar dar a otros lo que hemos recibido. Esa es la manera en que se fortalece la comunión entre los hermanos.

Ser hijo de Dios se trata de entender el amor, el perdón y la gracia recibida y, como respuesta, buscar dar a otros lo que hemos recibido

Ahora, es imposible que dos personas vivan juntas sin que en algún momento tengan algún conflicto. De este lado de la eternidad siempre habrá cosas que nos irritan o molestan, y asuntos en los que no estamos de acuerdo entre nosotros. La cuestión es cómo aprendemos a convivir con otras personas, para ser dignos del llamado de Cristo. Llegar a la reunión con una sonrisa no es suficiente; más bien, debemos llegar a la reunión con un corazón que procura servir a los hermanos porque ha comprendido con humildad cuánto Dios lo ha perdonado.

Un corazón totalmente quebrantado por el amor que ha recibido estará listo para dar el mismo amor a sus hermanos. 

Vivir según lo que somos: uno

En los siguientes versículos, Pablo deja en claro que debemos vivir según lo que somos: uno.  Los creyentes no tenemos la responsabilidad de crear la unidad en la iglesia… ¡eso ya lo hizo Dios a través de la obra redentora de Cristo! Somos una comunidad sobrenatural, formada por Dios, con el propósito de mostrar la gloria de Dios; somos unidos a Cristo por medio de la fe, el bautismo y una esperanza.

El Espíritu Santo crea el único cuerpo: la iglesia. La unidad ya es un hecho consumado por Dios mismo. Con todo, los creyentes debemos esforzarnos por preservar y fortalecer esta comunión, viviendo de manera coherente con la doctrina que Pablo explica en los primeros capítulos de la epístola (Ef. 1-3). Debemos perseguir la unidad de manera intencional. Debemos vivir a la luz de lo que Dios ya nos ha dado en Jesús. 

En última instancia, la clave para fortalecer la comunión de tu iglesia local está en reconocer todo lo que Dios te ha perdonado y amado, para así poder perdonar y amar a tus hermanos. Esta es la única manera de vivir «con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándose unos a otros en amor, esforzándose por preservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Ef 4:2-3).

La unidad indestructible de la iglesia no es excusa para consentir la tragedia de su desunión real

Imagina una pareja, el señor y la señora Pérez, con sus tres hijos: Pedro, Martín y Enrique. Son una sola familia; no hay duda de ello. El matrimonio y la paternidad los han unido. Con el tiempo, sin embargo, la familia Pérez empieza a desintegrarse. El padre y la madre tienen diferencias, se distancian cada vez más y finalmente se divorcian. Los tres chicos también tienen conflictos, primero con sus padres y luego entre ellos. Finalmente, se separan. Nunca se ven ni se escriben. Pierden por completo el contacto entre ellos. Sería difícil imaginar una familia que haya experimentado una desintegración más desastrosa que esta.

Ahora bien, supongamos que somos primos de los Pérez: ¿cómo reaccionaríamos? ¿Nos encogeríamos de hombros, sonreiríamos complacientemente y murmuraríamos: «Oh, bueno, no importa, siguen siendo una familia, ya sabes»? Técnicamente estaríamos en lo cierto. A los ojos de Dios, siguen siendo una familia, indestructible. Nada puede alterar la unidad de la familia que los lazos del matrimonio y el nacimiento han impuesto. Pero ¿aceptaríamos esta situación? ¿Intentaríamos excusar o minimizar la tragedia de su desunión apelando a la indestructibilidad de sus lazos familiares? No, esto no satisface nuestra mente, ni nuestro corazón, ni nuestra conciencia. ¿Qué haríamos entonces? Seguramente buscaríamos ser pacificadores. Les instaríamos a «mantener la unidad de la familia mediante el vínculo de la paz», es decir, a demostrar su unidad familiar arrepintiéndose y reconciliándose entre sí.

De la misma manera, la unidad indestructible de la iglesia no es excusa para consentir la tragedia de su desunión real. Todo lo contrario: el apóstol nos dice que estemos ansiosos por mantener la unidad del Espíritu. ¿Lo estamos?


[1] Hendriksen, Comentario Efesios, p.134
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