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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Diez palabras que dan vida: El deleite y el cumplimiento de los mandamientos de Dios (B&H Español, 2021), por Jen Wilkin.

Nuestra forma de hablar revela nuestro carácter. Jesús enseña que hay una línea directa desde nuestro corazón a nuestra boca (Mt 12:34). Por esta razón, y más, necesitamos la instrucción del noveno mandamiento.

La mentira se aborda en sus muchas variantes en la Biblia, pero en este mandamiento se considera una clase particular de mentira: dar falso testimonio sobre alguien. Mentir sobre otra persona tiene un impacto directo sobre la salud de la comunidad.

Considera conmigo estos cuatro hábitos del lenguaje fraudulento (y nada altruista) que, si se rompen, traerían salud a nuestro prójimo y a la comunidad.

1) El pecado de la injuria

La injuria, la burla y la ridiculización caminan de la mano a través de la Escritura, seguidas de cerca por sus primos salvajes, la calumnia y el chisme. En los Salmos, la injuria se deleita en los labios de los enemigos de Dios. Proverbios describe al injuriador como alguien que hiere con la lengua como con una espada (Pr 12:18).

La injuria aparece en las listas de condenación en las epístolas y es la manera despectiva de hablar que Jesús condena al referirse al asesinato, el desprecio y el enojo (1 Co 5:11; 6:10; Mt 5:21-26). Mientras que la adulación, el silencio y la atribución errónea son los ladrones sutiles de la reputación.

En la iglesia moderna, tal vez nada demuestra más nuestra condición actual de analfabetismo bíblico que nuestra perpetración trivial, despreocupada y frecuente del pecado de la injuria. Consideremos, por ejemplo, la diferencia prácticamente indistinguible entre nuestro uso de los medios sociales y el de un no creyente. En forma habitual, ejercemos nuestro discurso en línea dedicados a derribar el buen nombre de nuestro prójimo, el político, el pastor o la figura pública. 

La falta de interacción cara a cara aumenta nuestra audacia, y nos embriagamos con la ráfaga de adrenalina. Somos como Bonnies y Clydes —dos criminales fugitivos— virtuales, con teclados bien cargados y conciencias bien cauterizadas. Sin embargo, las redes sociales son apenas un nuevo vehículo para un viejo pecado, uno que se abre paso a cualquier medio que encuentra.

La adulación, al igual que la injuria, es el lenguaje del odio. Sencillamente, tiene una expresión más sutil. Jesús no se dejó engañar por la adulación

Injuriamos con nuestro sarcasmo que destruye a nuestro prójimo con un guiño y una risa. Injuriamos al corregir a nuestros hijos avergonzándolos con nuestra elección de tono y nuestras palabras. Injuriamos con nuestro pedido de oración cuidadosamente armado que esconde chisme o calumnia. Injuriamos con correos electrónicos, cadenas de mensajes, pegatinas y conversaciones informales, en cualquier situación y por cualquier medio donde percibimos la oportunidad de aumentar nuestro propio valor al disminuir el de otra persona.

¿A quién le encanta injuriar? A Satanás, el padre de mentiras y el acusador de los hermanos. Cuando los cristianos injuriamos, nos parecemos a sus hijos (Stg 3:10). Debemos negarnos a sentarnos en silla de escarnecedores. Jesucristo rechazó ese trono impío porque Él es la personificación de la verdad, y aquellos que lo siguen también lo pueden abandonar (1 P 2:1, 22-23). Además, buscan maneras de edificar a otros con su boca, y si no encuentran palabras amables, se adhieren a la sabiduría esencial del silencio.

2) El pecado de la adulación

Un cumplido no es un cumplido cuando se ofrece para persuadir o controlar. Mientras que la injuria tergiversa al despedazar al otro, la adulación tergiversa al levantarlo. Es una manipulación disfrazada de elogio, y se suele usar para aumentar artificialmente la confianza o garantizar el favor. Aunque quizás nos veamos tentados a desestimar la adulación como algo relativamente inofensivo, el escritor de Proverbios la denuncia con palabras fuertes (Pr 26:24-28).

La adulación, al igual que la injuria, es el lenguaje del odio. Sencillamente, tiene una expresión más sutil. Jesús no se dejó engañar por la adulación de aquellos que la usaban para intentar ocultar su odio hacia Él (Mr 12:14-15). Jesús vio la motivación de sus corazones. También ve la nuestra. En las palabras del poeta William Blake: «Una verdad dicha con mala intención supera cualquier mentira en toda ocasión». Satanás es el padre de la adulación, y la pronuncia con mucha labia desde Génesis (Gn 3:1, 5). También elige palabras similares cuando tienta a Jesús en el desierto (Lc 4:6).

El elogio bien ofrecido a alguien inspirará humildad. El elogio veraz, ofrecido con un ánimo genuino, cumple el noveno mandamiento

La adulación nos atrae a alianzas nefastas, elevando nuestra autopercepción más allá de lo que está justificado. Cuando la practicamos, nos conformamos a la imagen de la serpiente. Hacemos bien en ofrecernos ánimo y alabanza genuinos unos a otros. Por cierto, se nos anima a hacerlo (Pr 12:25; Ef 4:29; 1 Ts 5:11). Pero nuestras palabras edificantes deben ser veraces y acertadas. Cuidado con los que hablan de ti usando superlativos. A nadie le hace bien tener una opinión demasiado elevada de sí mismo, no importa cuán bien intencionado sea el elogio.

Cuando elogiamos excesivamente a los demás, los tentamos a formar una alianza funesta con el orgullo. O los tentamos a una alianza funesta con nosotros, de manera que podamos manipularlos para nuestros propios propósitos. Debemos reconocer la adulación por lo que es: una agresión. Como observa Jon Bloom al hablar sobre la adulación (en inglés): «el amor nunca adula a los demás, y la sabiduría jamás desea que la adulen».

El elogio bien ofrecido a alguien inspirará humildad. El elogio veraz, ofrecido con un ánimo genuino, cumple el noveno mandamiento.

3) El pecado del silencio

Como ya observamos, la Biblia se ocupa de elogiar el silencio como sabiduría. A menudo, no contenemos nuestra lengua cuando deberíamos. Pero Salomón nos recuerda que hay «un tiempo de callar, y un tiempo de hablar» (Ecl 3:7). Cuando se arrastra el buen nombre de nuestro prójimo por el polvo, el silencio de sus amigos puede ser tan brutal como la injuria de sus enemigos.

No debemos usar el mandamiento de ser tardos para hablar como una excusa para no hablar cuando sea necesario hacerlo (Stg 1:19). Que Dios nos ayude si afirmamos ser sabios con nuestro silencio, cuando en realidad estamos escondiendo nuestra cobardía. El silencio pecaminoso, como el pecado de la adulación, es sutil. Tal vez no le resulte claro inmediatamente a los que nos rodean, ya sea que nuestro silencio tenga una buena o una mala motivación. Pero siempre es claro para Dios. 

Santiago nos recuerda que «a aquel, pues, que sabe hacer lo bueno y no lo hace, le es pecado» (Stg 4:17). Hay momentos donde no sabemos si debemos hablar o permanecer callados. Pero si sabemos que nuestras palabras son necesarias y no las pronunciamos, somos tan culpables de dar falso testimonio como el vituperador que empezó la mentira.

Si callamos cuando debemos hablar con valor, nos conformamos a la imagen de Satanás en vez de a la imagen de Cristo

¿Quién aprovecha el silencio pecaminoso? Satanás. No hay nada que le guste más que el silencio de aquellos que saben que deberían hablar. Cuando silenciamos a los que dicen la verdad o callamos cuando debemos hablar con valor, nos conformamos a la imagen de Satanás en vez de a la imagen de Cristo. Cuando los falsos testigos hablan contra nuestro prójimo, debemos levantar la voz para dar testimonio veraz a su favor. El discurso valiente, dado de manera oportuna, cumple el noveno mandamiento.

4) El pecado de la atribución errónea

En el noveno mandamiento, se nos prohíbe apropiarnos del buen nombre de nuestro prójimo. El pecado de la atribución errónea nos tienta a adjudicarnos el mérito o asignar culpa a expensas de nuestro prójimo. Damos falso testimonio cuando permitimos que nuestro propio nombre reciba una gloria que le pertenece a otro.

Si alguna vez te sentaste en una reunión y escuchaste cómo tu jefe se atribuía el mérito de una de tus ideas o esfuerzos, puedes identificarte con la necesidad del noveno mandamiento. Nunca fue más fácil atribuirse el mérito del trabajo ajeno, gracias a internet y a la opción de copiar y pegar. Los derechos de propiedad intelectual reconocen la tendencia humana a quebrantar la novena palabra. Pero la práctica siempre ha estado con nosotros, incluso cuando el plagio era mucho más difícil. Así como podemos exaltar nuestros propios planes al adosarles el nombre de Dios, también podemos exaltar nuestros propios esfuerzos al esconder los nombres de otros que han trabajado junto a nosotros o antes de nosotros.

¿Quién es el maestro de la atribución errónea? Satanás. Es el rey del robo de identidad, ya que se disfraza de ángel de luz. Celebra cuando robamos la gloria a otros, porque al hacerlo, nos conformamos a su imagen. Se deleita en que transfiramos la culpa, porque eso nos marca como sus discípulos.

El antídoto para no conseguir ni acumular gloria que no nos pertenece es superarnos unos a otros en nuestra muestra de honra. En vez de apurarnos a adjudicarnos el mérito, debemos ser rápidos para reconocer y celebrar las contribuciones de los demás.

Dejemos a un lado toda maldad y todo engaño, hipocresía, envidias y toda calumnia (1 P 2:1). Como los escogidos de Dios, santos y amados, vistámonos entonces de tierna compasión, bondad, humildad, gentileza y paciencia. Con semejante atuendo espiritual, ¿quien podría transgredir el noveno mandamiento? Que el reino de Dios venga en las palabras que decidimos pronunciar sobre los demás, porque así se cumple la ley del amor.

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