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Nota del editor: 

Este artículo es una adaptación del sermón La Reforma: el rol del Espíritu Santo, predicado por el pastor Sugel Michelén en la conferencia «500 años de la Reforma» (2017), del Seminario Bíblico William Carey.

En el mundo evangélico, muchos tienen la impresión de que aquellos que abrazan las doctrinas reformadas «apagan al Espíritu». Los reformados, se dice, tienen «mucha cabeza y poco corazón» y no dan la importancia debida a la persona del Espíritu Santo. Dado que el Espíritu se asocia con el fuego, la idea que viene a la mente de muchos, cuando piensan en una iglesia con doctrina reformada, es la de un culto de adoración frío y apagado.

Esto es irónico, porque fue precisamente debido a la Reforma protestante del siglo XVI que la doctrina del Espíritu Santo fue colocada de nuevo en el lugar que le correspondía en la teología. Durante la Edad Media, la obra del Espíritu Santo se percibía como innecesaria porque había sido reemplazada por el sistema sacramental del catolicismo romano. Los sacramentos eran entendidos como una especie de tuberías a través de las cuales fluía la gracia de Dios, de manera que, dentro de ese sistema de salvación, la obra del Espíritu Santo era innecesaria.

Si no tenemos una teología correcta con respecto a la condición del ser humano pecador, no tendremos una teología correcta con respecto a todo lo demás

Por eso se puede decir que la Reforma, como un todo, luchó por rescatar esta línea del Credo Niceno: «Creo en el Espíritu Santo Señor y Dador de vida». De hecho, si hay un distintivo en la teología del reformador Juan Calvino es precisamente la importancia que le da a la obra del Espíritu Santo. Tanto así, que un teólogo de la talla de B. B. Warfield decía que «Calvino puede ser llamado, con toda propiedad, el teólogo del Espíritu Santo».

Esto nos lleva a considerar cuál es la obra del Espíritu Santo en la salvación. Pero antes, es necesario ver la enseñanza bíblica sobre la condición humana en su estado caído.

La condición del pecador que hace necesaria la obra del Espíritu Santo

Si no tenemos una teología correcta con respecto a la condición del ser humano pecador, no tendremos una teología correcta con respecto a todo lo demás. Un entendimiento defectuoso del pecado y sus consecuencias inevitablemente producirá un entendimiento defectuoso del evangelio y de la obra del Espíritu Santo.

¿Cuál era la percepción que se tenía del pecado durante los años previos a la Reforma protestante? Podemos servirnos del ejemplo de la vida de Martín Lutero, quien pasaba horas en el confesionario porque entendía la severidad del pecado. Sin embargo, dice un historiador que «aunque Lutero conocía que el pecado era un problema severo, al mismo tiempo no tenía una idea muy clara de cuán profundo era el problema».

Lo mismo sucede hoy. Si le predicas el evangelio a un inconverso y le hablas del pecado, es probable que respondan algo como: «Sí, todos somos pecadores; nadie es perfecto. Sé que tengo debilidades aquí y allá, pero es algo que pudiera manejar con un poco de ayuda y de motivación». Esa es la perspectiva que se tiene hoy del pecado y la que se tenía en los días de Lutero.

Sin embargo, a medida que enseñaba las Escrituras, Lutero entendió que el problema del pecado es profundo porque ha dañado nuestra personalidad desde la raíz. Por eso hablamos de la depravación total, porque el pecado nos ha afectado en todas las áreas: nuestro intelecto, nuestras emociones, nuestra voluntad. El pecado afectó todo.

En esta condición, el pecador está muerto en sus delitos, es esclavo de sus pasiones desordenadas y es enemigo de Dios (Ef 2:1-3). Los seres humanos somos totalmente impotentes para inclinarnos a nosotros mismos a buscar la gloria de Dios y hacer Su voluntad (Ro 3:10; 8:7).

La predicación de la Palabra es el instrumento designado por Dios para que el Espíritu Santo lleve a cabo Su obra de salvación

Esa fue en esencia la gran controversia que hubo entre el teólogo católico Erasmo de Róterdam y Martín Lutero. En 1524, Erasmo escribió una obra titulada La libertad de la voluntad, en la que admitía que en el ser humano hay una pereza, una vagancia espiritual, que le dificulta acercarse a Dios. Pero, según Erasmo, podemos y debemos tomar la resolución de esforzarnos por escapar de esa apatía.

Entonces, al año siguiente, Lutero le respondió al teólogo católico en una de sus obras más importantes: La esclavitud de la voluntad (De servo arbitrio). Allí, el reformador alemán argumenta que, aunque el ser humano escoge lo que desea hacer, su voluntad está tan dañada por causa del pecado que es imposible que escoja lo que debe hacer. ¿Notas la diferencia? El ser humano escoge lo que quiere hacer, pero en su pecado nunca puede escoger lo que debería escoger. Donde Erasmo veía debilidad, Lutero veía imposibilidad. Esa es la gran diferencia.

En nuestro estado natural no regenerado, nadie ama a Dios: «Y este es el juicio: que la Luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la Luz, pues sus acciones eran malas» (Jn 3:19). Los hombres naturales aman las tinieblas, aman su prisión. Por eso nadie puede venir a Jesús si el Padre no lo trae (Jn 6:44).

El pecado ha dañado tan profundamente nuestra percepción de la realidad que ni siquiera podemos darnos cuenta de lo pecaminosos que somos. No podemos percibir en su justa dimensión la severidad del pecado y, por esa razón, no podemos apreciar lo que Dios nos ofrece en Cristo de pura gracia, por medio de la fe sola. A menos que Dios abra nuestros ojos por el poder del Espíritu Santo.

La obra del Espíritu Santo en la regeneración

La salvación es un rescate divino de principio a fin. Dios toma la iniciativa para darle vida a un muerto por Su Espíritu, «Señor y Dador de vida». Martín Lutero escribió muy atinadamente en su Catecismo menor:

Creo que ni por mi propia razón, ni por mis propias fuerzas, soy capaz de creer en Jesucristo, Señor nuestro, o venir a Él, sino que el Espíritu Santo me ha llamado mediante el evangelio, me ha iluminado con Sus dones y me ha santificado y conservado en la verdadera fe.

A menos que el Espíritu Santo imparta nueva vida, con nuevos deseos y nuevas inclinaciones, jamás decidiremos por nosotros mismos venir a Cristo. Pero no creemos esto porque lo diga «San Lutero» o «San Calvino», sino porque la Biblia lo enseña con toda claridad. Así dice el Señor por boca del profeta Ezequiel:

Entonces los rociaré con agua limpia y quedarán limpios; de todas sus inmundicias y de todos sus ídolos los limpiaré. Además, les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes Mi espíritu y haré que anden en Mis estatutos, y que cumplan cuidadosamente Mis ordenanzas (Ez 36:25-27).

Creo que el Señor Jesucristo tenía en mente este pasaje cuando estaba hablando con Nicodemo y le dijo que debía nacer de nuevo (Jn 3:5-6). Lo que el pecador necesita no es un mero cambio de fachada, no es un barniz de decencia. Más bien, necesita una transformación radical en el asiento mismo de su personalidad que derrita su corazón endurecido y produzca un cambio de ciento ochenta grados en la inclinación de sus afectos. La Biblia llama regeneración a esto.

Es en el contexto de la predicación del evangelio que el Espíritu Santo obra con poder para salvar a los pecadores

En el nuevo nacimiento, Cristo envía Su Espíritu Santo para que nos imparta una nueva vida, de tal manera que el amor supremo que antes nos teníamos a nosotros mismos quede completamente eclipsado por el deleite superior de amar a Dios.

Así que, no importa cuán persuasivo pueda ser un predicador, ningún ser humano puede producir ese nuevo nacimiento en otro ser humano. Solo el Espíritu Santo puede (Jn 1:13).

La predicación como medio por el cual obra el Espíritu Santo

Tal vez estás pensando: «Si el pecador está muerto en sus delitos y pecados y necesita que el Espíritu Santo lo regenere para poder venir a Cristo en arrepentimiento y fe, entonces ¿para qué predicamos el evangelio a los inconversos? ¿Qué sentido tiene tratar de persuadir a un muerto para que abandone su vida de pecado y venga a Cristo?».

Parece una deducción sincera. Predicar a incrédulos para que se conviertan es como tratar de venderle un seguro de vida a un cadáver. Entonces, ¿para qué predicamos?

El apóstol Pablo responde esta pregunta: «agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Co 1:21, RV60). Es una locura tratar de salvar a pecadores que están ciegos y muertos espiritualmente. Pero, a través de esa «locura», Dios hace Su obra para exaltar Su poder.

La predicación de la Palabra es el instrumento designado por Dios para que el Espíritu Santo lleve a cabo Su obra de salvación (Stg 1:18; 1 P 1:23-25). Hay un pasaje del Nuevo Testamento que nos explica esta obra magnífica:

Y si todavía nuestro evangelio está velado, para los que se pierden está velado, en los cuales el dios de este mundo ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios (2 Co 4:3-4).

El problema del incrédulo, dice Pablo, es que está completamente ciego al resplandor de la luz del evangelio de la gloria de Cristo. Por eso se entretiene con las cosas pasajeras de este mundo antes que aceptar lo que Dios le ofrece de pura gracia. Y, por supuesto, Satanás hará todo lo que esté a su alcance para que los incrédulos sigan ciegos.

Entonces, para que el pecador sea salvo, tiene que ver la gloria de Dios en la faz de Jesucristo. Pero el ser humano no regenerado no la puede percibir, a menos que su entendimiento sea iluminado sobrenaturalmente por el Espíritu Santo en el contexto de la predicación del evangelio (2 Co 4:5-6).

¿Quieres ver al Espíritu Santo obrando con poder en tu iglesia? Regresa a la pureza del evangelio que defendieron los reformadores

Cuando el evangelio es proclamado, el Espíritu Santo viene a los pecadores elegidos y les dice: «Sea la luz». Entonces, ese pecador ciego y muerto puede ver por primera vez en su vida lo que nunca antes había visto: que el Señor Jesucristo posee una gloria que le hace el Ser más atractivo, más maravilloso y más hermoso de todo el universo. El reformador William Tyndale decía:

Cuando se predica el evangelio, el Espíritu de Dios desciende sobre [los incrédulos] y abre los ojos de sus corazones, produciendo fe en ellos. Cuando las conciencias cargadas sienten y prueban lo dulce que es la muerte amarga de Cristo y lo misericordioso y amante que es Dios, entonces por primera vez en su vida empiezan a amar.

Tú te arrepentiste de tus pecados, ¡tú creíste en Jesús! Pero detrás de escena, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo estuvo atrayéndote a la cruz del Calvario con cuerdas de amor. ¿Notas lo maravilloso de esta realidad? Nuestro Señor Jesucristo, que reina con poder a la diestra del Padre, envió a Su Espíritu Santo, de acuerdo a la promesa del Padre, para darte vida.

El poder del Espíritu Santo hoy

A la luz de esta verdad, el trabajo de la iglesia es predicar fielmente el evangelio para que la gloria de Cristo pueda ser expuesta claramente delante de todos.

Durante la Guerra Fría, muchos países querían desarrollar la potencia atómica y tenían a varios científicos y expertos trabajando con ese objetivo. ¿Has visto alguna vez una imagen de las pruebas que hacían en el desierto? Los científicos se ponían unos lentes especiales y miraban la prueba desde una distancia segura, para comprobar si la detonación era eficaz. Entonces, de repente, un enorme hongo de luz se levantaba a la distancia y su luz iluminaba todo, hasta los rostros de los científicos.

Algo similar sucede cada domingo. Los cristianos nos reunimos, en medio del desierto de este mundo, a contemplar juntos el brillo de la gloria de nuestro Salvador tal como se revela en el evangelio, con una luz infinitamente más intensa que un millón de bombas atómicas.

Entonces, es irónico que se catalogue como frío y carente del Espíritu a un servicio de adoración en el que la predicación de la Palabra ocupa el lugar central. De hecho, más que una ironía, es una tragedia, porque es en el contexto de la predicación del evangelio que el Espíritu Santo obra con poder para salvar a los pecadores y para transformar gradualmente a los creyentes a la imagen de nuestro bendito Señor y Salvador.

¿Quieres ver al Espíritu Santo obrando con poder en tu iglesia? Regresa a la pureza del evangelio que defendieron los reformadores, para que Dios, y solo Dios, reciba toda la gloria al proclamar que la salvación es solo por gracia, solo por fe y solo por Cristo.

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