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Nota del editor: 

Este artículo es un breve fragmento adaptado del ebook Tres días que cambiaron la historia: Del huerto a la tumba vacía, escrito por el pastor Sugel Michelén. Descarga gratis este recurso haciendo clic en el enlace.

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En la noche antes de Su crucifixión, Cristo se enfrentó en el Getsemaní a algo que ninguno de los Suyos ha enfrentado ni tendrá que enfrentar jamás. Es algo que era completamente desconocido para Él mismo.

Jesús «se postró en tierra y oraba que si fuera posible, pasara de Él aquella hora. Y decía: “¡Abba, Padre! Para Ti todas las cosas son posibles; aparta de Mí esta copa, pero no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras”» (Mr 14:35-36). No sabemos por cuánto tiempo Jesús estuvo derramando Su corazón delante de Dios en oración, pues más adelante le reprocha a Pedro no haber podido velar con Él ni por una hora (v. 37). Pero esta fue la esencia de Su petición: que de ser posible no tuviera que pasar por la experiencia de tomarse el contenido de la copa que tenía por delante.

En el Antiguo Testamento, la copa era una metáfora de la ira de Dios sobre el pecado de la humanidad. En el Salmo 75 leemos que hay un cáliz en la mano del Señor, de la cual han de beber todos los impíos de la tierra (v. 8). Isaías se refiere a esa copa como el cáliz de Su furor (Is 51:22). Jeremías habla de ella como la copa del vino de Su furor (Jer 25:15). Por lo tanto, no fue la expectativa del sufrimiento físico de la cruz lo que llenó de espanto el alma humana de Jesús. En cambio, fue saber que en pocas horas tendría que cargar con el peso de la ira santa de Dios que los Suyos habían acumulado a través de todos los siglos.

El Santo de Israel, que nunca experimentó en Sí mismo la amargura del pecado, el sentimiento de culpa y la vergüenza por transgredir la ley moral de Dios; por primera vez en Su vida iba a experimentar el abandono de Su Padre. Iba a experimentar la ruptura de Su comunión con Él, al hacerse ofrenda por el pecado y maldición por causa nuestra (2 Co 5:21).

Si Cristo no hubiera tomado esa copa de ira hasta la última gota, el cielo se habría quedado vacío y el infierno repleto

Cada crimen, cada blasfemia, cada desobediencia, cada motivación o pensamiento pecaminoso de todos aquellos que Él vino a salvar serían descargados sobre Él en la cruz del calvario. Cristo iba a sufrir literalmente miles de infiernos concentrados en esa cruz, el infierno que todos nosotros merecemos, sufridos en un instante. Cuando Cristo llegó a Getsemaní, se sintió abrumado ante la realidad de que pronto sería triturado por una ira sin misericordia para hacer posible que hoy los creyentes pudiéramos disfrutar de una misericordia sin ira.

Pero ¿acaso no sabía Jesús que esa hora llegaría tarde o temprano? Por supuesto que sí. Pero no es lo mismo tener un conocimiento teórico de algo que sucederá en el futuro, que verse de repente en el umbral de esa experiencia. Guardando la distancia, es como el caso de las mujeres y el parto. Toda embarazada sabe que el momento de dar a luz llegará a los nueve meses. Pero no es lo mismo tener ese conocimiento al inicio del embarazo que comenzar a experimentar las contracciones. Como dice Jonathan Edwards:

En el huerto de Getsemaní, Jesús tuvo una visión cercana del horno de ira en el que iba a ser lanzado; estuvo ante la puerta para que pudiera verlo, para que pudiese observar la fuerza de las llamas y la intensidad del calor, para que supiese adónde iba y lo que iba a sufrir.

Al pensar en esto, no olvides que Jesús es tan divino como el Padre, y tan humano como tú y como yo. Por eso implora y suplica «con gran clamor y lágrimas» (Heb 5:7), con gemidos audibles, que pase de Él esa copa si eso fuera posible. Su alma humana rota en mil pedazos busca alguna otra alternativa para cumplir la misión que se le encomendó, sin tener que tomar esa copa. Aunque muchos pueden sorprenderse al leer a Jesús pidiendo algo así, no deberíamos esperar otra cosa de Alguien tan puro como Él. Como bien señala John MacArthur:

La súplica de Jesús no fue una señal de debilidad, sino la respuesta totalmente esperada de aquel cuyo carácter puro y sin pecado retrocedió necesaria y rigurosamente ante la idea de llevar el pecado y la culpa de la humanidad, y de padecer el juicio… de Dios. Si no hubiera reaccionado de ese modo habrían surgido dudas de su santidad absoluta (Marcos, p. 589-590).

«¡Abba Padre!», exclamó Jesús —este es un término de mucha intimidad y afecto— «Para ti todas las cosas son posibles; aparta de Mí esta copa» (Mr 14:36). Sí, teóricamente todas las cosas son posibles para Dios, pero lo que Jesús está pidiendo como hombre no era posible. Para que Dios pudiera mostrarnos Su misericordia sin pasar por alto Su justicia, el Hijo de Dios tenía que sufrir el castigo que merecemos por nuestros pecados. No había otra manera.

En el Getsemaní, la voluntad humana de Jesús quedó perfectamente alineada con la voluntad de Dios

Si Cristo no hubiera tomado esa copa de ira hasta la última gota, el cielo se habría quedado vacío y el infierno repleto. No habría salvación para nadie, porque todos habríamos tenido que enfrentar el justo castigo de Dios por cada uno de nuestros pecados. Por eso debemos estar eternamente agradecidos por el final de esta oración: «Pero no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras» (v. 36). En el Getsemaní, la voluntad humana de Jesús quedó perfectamente alineada con la voluntad de Dios. Ese fue el resultado de Su oración.

Bajo ninguna circunstancia Cristo abortaría la misión que le fue encomendada. ¿Sabes por qué? Por el amor que tenía por Su Padre y por todos aquellos que Él vino a salvar. Su deseo inmediato, como ser humano, tenía que ser supeditado al deseo superior de hacer la voluntad de Dios por amor a nosotros. Por horrible que fuera el sufrimiento, ningún obstáculo era lo bastante grande para Jesús como para impedirle continuar en el camino de la obediencia. «Que no se haga lo que Yo quiero, sino lo que quieras Tú, porque eres el Dios de mi confianza a pesar de cómo me siento en este momento».

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