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Me encontraba arrodillada junto a la cama de mi mejor amiga, con un libro frente a mí sobre el colchón. Libertad y yo compartíamos muchas cosas, entre ellas el gusto por las historias. Pero había un libro en particular que no podíamos compartir. Yo no tenía permiso.

Abrí la portada y leí el título del primer capítulo: «El niño que vivió». Cerré el libro de un golpe. No puedo, pensé. Luego lo dije en voz alta.

—Pero nadie lo sabrá. Puedes leer cuando vengas a visitarme.
—No puedo —repetí.

Esa era yo. La desobediencia no era una opción, ni siquiera cuando contaba con la bendición de mi mejor amiga. Yo era una «chica buena».

Mis calificaciones corroboraban esa idea. En clase, mi deporte favorito era ser la primera en levantar la mano. ¿Mi pasión? Tener todas las respuestas. La recompensa más dulce era la mirada de aprobación de la profesora, la palmada en la espalda de mis padres, las medallas relucientes, las boletas repletas de un 10 tras otro 10.

Por supuesto, había ocasiones en las que el 9 (¡o, Dios guarde, un 8!) asomaba su fea cabeza. Cuando la medalla era de plata. Cuando la respuesta era «no sé». Todo se derrumbaba. Tenía que intentarlo otra vez; tenía que echarle más ganas. «Soy buena, pero tengo que ser la mejor».

Por supuesto, nunca era lo suficientemente buena. Siempre había algo más que obtener, algo más que ganar. Y siempre estaba sobre mí la sombra del riesgo de fracasar. 

La «chica buena» vivía aterrada. Aterrada de fallar, de no ser suficiente, de defraudar. De que todos se dieran cuenta de que su vida entera era una farsa.

Pero por supuesto, su vida sí era una farsa.

Hora de rendirte

El líder de jóvenes predicaba mientras yo miraba al suelo, arrancando pedazos de césped húmedo. Estábamos en un campamento, afónicos por tanto reír y gritar, cuando por fin lo entendí.

Era hora de rendirme. Era hora de dejar de pretender que mi esfuerzo —mi obediencia, mis calificaciones, la alabanza de los profesores— me darían lo que yo necesitaba: un corazón nuevo que pudiera llamar «Padre» a Dios.

En ese momento, al calor del sol de la mañana, reconocí que la farsa tenía que terminar. Yo era una pecadora y necesitaba a Jesús.

Me arrepentí de mi soberbia, mi orgullo y mi temor al hombre. Rendí mis deseos de éxito y reconocimiento al ver al Humilde en la cruz. Agradecí al Padre por arrancar mi maldad y ponerla sobre Cristo, para luego vestirme de su justicia perfecta.

Desde entonces, puedo descansar. No tengo que demostrar absolutamente nada. Ya no soy una «chica buena». Soy una «chica nueva». El Espíritu de Dios transformó por completo los deseos de mi corazón. El deseo de agradar a las personas se convirtió en algo repugnante. Lo que más desea mi alma es anhelar al Dios de mi salvación.

La «chica buena» dejó sus estragos, por supuesto. Cada día sigue siendo una lucha. Pero es una lucha ganada por Jesús en la cruz.

Gloria a Dios por Cristo, que ha llevado sobre sí mismo cada uno de nuestros pecados y nos ha vestido de su justicia. No más búsqueda de aplausos, «bien hechos» o miradas de admiración para entender quién soy y sentirme segura.

Estoy en los brazos de Dios y nada puede arrebatarme de su amor. Ahora me deleito en servirle, sabiendo que Él se glorifica en mi debilidad. ¡Quién hubiera pensado que lo más liberador que podía hacer era rendirme! 

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