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En el año 1976, el biólogo ateo Richard Dawkins escribió en su famoso libro, El gen egoísta, las siguientes palabras: “El planteamiento del presente libro es que nosotros, al igual que todos los demás animales, somos máquinas creadas por nuestros genes. […] Argumentaré que una cualidad predominante que podemos esperar que se encuentre en un gen próspero será el egoísmo despiadado. Esta cualidad egoísta del gen dará, normalmente, origen al egoísmo en el comportamiento humano”.[1] 

Pues bien, cuarenta años después, la lectura del genoma humano no nos permite comprender todavía qué es la vida o por qué somos como somos. Parece que la crianza tiene mucha más fuerza que la propia naturaleza. Antes de destapar la misteriosa caja de nuestros genes, parecía razonable suponer que tendríamos muchos más que cualquier otra especie viva. Si somos intelectualmente superiores a los demás, ¿no resulta lógico pensar que tal aparente superioridad se refleje también en la cantidad de genes presentes en nuestros cromosomas? Esto daría pie también a que algunos creyeran que, en realidad, solo somos animales con un mayor número de genes, y que las diferencias que nos separan de los otros organismos de la naturaleza serían únicamente cuantitativas.

Desde antes que se gestara el famoso Proyecto Genoma Humano, que culminó el mapeo de nuestros genes en el año 2000, algo parecía presagiar que las cosas no eran tan simples. Se sabía, por ejemplo, que algunos vegetales como los helechos presentaban muchísimos más cromosomas que la especie humana. Los cromosomas son las estructuras que contienen los genes que poseen las instrucciones necesarias para elaborar todas las proteínas que necesitamos. La mayoría de nuestras células tienen 46 cromosomas en el núcleo (23 parejas). Sin embargo, el helecho de la especie Ophioglussum recitulatum bate el récord con sus 1260 (630 parejas), y es la planta con más cromosomas que se conoce, aunque muchos estén repetidos. Algunas especies de mosquitos tienen seis, los perros 78, los peces de colores del género Carassius presentan 94, y las calabazas 18. La especie que tiene menos es una hormiga llamada Myrmecia pilosula; sus obreras cuentan con un solo cromosoma. El número de estas estructuras con forma de bastón es una característica fundamental y fija de cada especie. Si un individuo no tiene la cifra correcta de cromosomas propia de su especie, presentará deficiencias, en algunos casos incompatibles con la vida. ¿Qué significa todo este embrollo numérico?

Si poseemos menos cromosomas y, por tanto, menos genes que los helechos, ¿es porque somos inferiores a ellos? Supongo que a nadie se le ocurriría responder afirmativamente. ¿Es posible, entonces, que semejantes variaciones nos estén sugiriendo que no somos nuestros genes? Desde luego, la ciencia de la genética es capaz de proporcionarnos mucha información, pero sus respuestas no suelen ser simples ni reduccionistas. El ser humano, después de todo, no parece una máquina de genes egoístas, como creía Dawkins. El misterio de la vida humana continúa, mientras las visiones materialistas y reduccionistas se vienen abajo. Sin embargo, hay una diferencia básica entre los misterios de antaño y los de hoy. Antes, el misterio de lo humano se debía al poco conocimiento científico. Hoy, por el contrario, las dudas persisten a pesar de todos nuestros sofisticados conocimientos.

Después del éxito del Proyecto Genoma Humano, supimos que menos de 30.000 genes eran los únicos responsables de organizar una persona completa. En un primer momento, se suponía que por lo menos debían ser cien mil genes. ¿Cómo era posible que el hombre tuviera solo el doble de genes que una simple mosca del vinagre o de la fruta? La conmoción de los genetistas y demás científicos fue general. Este descubrimiento parecía degradar todavía más el estatus del ser humano. No éramos ya “poco menores que los ángeles” (Sal. 8:5), sino solamente algo mayores que las moscas. ¿Qué podía significar todo esto? Pronto se empezó a pensar que durante mucho tiempo habíamos estado confundidos probablemente porque no somos solo nuestros genes. Si poseemos unos pocos pedazos de ADN más que la pequeña mosca Drosophila, ¿dónde reside lo que nos hace verdaderamente humanos? El reduccionismo materialista que apuntaba hacia el egoísmo de los genes evolucionados no nos ofrece la verdadera respuesta. Hemos de buscar en otra parte si queremos averiguar lo que somos.

Recientes investigaciones sobre la hibridación del ADN en los chimpancés muestran pequeñas diferencias del orden del 1% en relación al genoma humano. ¿Cómo es que tales resultados no han desencadenado ciclos de conferencias materialistas recalcando que no somos más que simios sin ningún significado trascendente? ¿Acaso no corroboran dichos datos genéticos tal conclusión? Pues no, creo que no. Resulta, más bien, que las similitudes entre los genomas de simios y seres humanos suponen un problema para el darwinismo ateo. De ahí que no se haya hecho demasiada publicidad. Es una obviedad, que todo el mundo reconoce, constatar las múltiples diferencias existentes entre un mono y una persona. Si apenas nos diferenciamos desde la perspectiva genética, ¿dónde reside la biología de nuestra singularidad? 

Por si todo esto fuera poco, los últimos recuentos de genes vinieron a empeorar la situación. En el 2003 se reveló que el número de genes humanos no llegaba a los 25.000. Es decir, casi la misma cantidad que posee el pequeño gusano nematodo de la especie Caenorhabditis elegans. Un animalito de cuerpo cilíndrico de tan solo un milímetro de longitud y que se alimenta de bacterias en ambientes templados. Nunca han tenido tanto sentido las palabras del libro de Job como hoy en la era de la genética: ¿Cuánto menos el hombre, que es un gusano, y el hijo de hombre, también gusano? (Job 25:6). ¿Cómo podemos tener prácticamente el mismo número de genes que un minúsculo gusano? ¿Dónde encontrar las raíces de la identidad humana? Hoy por hoy, no sabemos qué información relevante del hombre reside en su genoma y cuál no. Es posible que durante las próximas décadas se produzcan avances en este sentido y aprendamos dónde mirar para buscar ese conocimiento que nos falta.

Otra gran sorpresa la constituye el descubrimiento de la epigenética. Es decir, el hecho de que los cambios en el medioambiente sean capaces de alterar la biología de los seres vivos y que, además, esa biología alterada —en forma de rasgos o enfermedades— se transmita a las generaciones siguientes. Esto no sería darwinismo sino lamarckismo. Sin embargo, los darwinistas han venido vilipendiando a Lamarck, y a todo aquel que defendiera sus ideas, durante la totalidad del siglo XX. ¿Qué se puede decir ahora?

Algunos evolucionistas empiezan a reconocer que el ritmo de las mutaciones al azar en el ADN, que propone el darwinismo como causa de la evolución, aunque estas sean seleccionadas por el ambiente, es demasiado lento para explicar muchos de los cambios observados. 

A pesar de los mecanismos propuestos por el evolucionismo para compensar esta dificultad, como la deriva genética (en la que supuestamente unos grupos pequeños de individuos sufren un gran cambio genético) o la epistasia (en la que un grupo de genes suprimiría a otro), etc., lo cierto es que, incluso admitiendo todos esos mecanismos, los ritmos de la mutaciones genéticas para organismos complejos como el Homo sapiens son muchísimo más bajos que la frecuencia de cambio que requieren nuestras características anatómicas y fisiológicas, desde los ajustes metabólicos hasta la resistencia a las enfermedades. Las cifras no encajan y los matemáticos lo venían diciendo desde hace tiempo: las mutaciones son demasiado lentas para explicar la evolución. 

Precisamente aquí es donde entran en acción los nuevos descubrimientos de la epigenética que vienen a contradecir la teoría darwinista. Los cambios en los seres vivos no son el producto de errores aleatorios sino de mecanismos biológicos complejos y exquisitamente programados. No son fenómenos lentos sino rápidos. No es una mutación en particular lo que se selecciona sino cambios simultáneos a través de la población. Y esto no es evolución al azar. 

El hecho de que los dispositivos epigenéticos aparezcan en una amplia gama de especies y estén tan bien conservados es una mala noticia para el darwinismo, porque este debería explicar cómo estos increíbles mecanismos epigenéticos aparecieron aleatoriamente en una época tan temprana en la historia de la evolución y, además, no cambiaron casi nada a pesar de que el medioambiente sí lo hiciera continuamente. 

¿Cómo es posible que surgieran por casualidad y se conservaran tales mecanismos epigenéticos, teniendo en cuenta que solo iban a ser de utilidad en algún tiempo desconocido del futuro, cuando las condiciones del medio así lo requirieran? ¿Por qué iba la selección natural a conservar unos mecanismos inútiles durante millones de años?

Seguramente el evolucionismo elaborará historias para explicar cómo aparecieron estos mecanismos epigenéticos. Se dirá que pudieron surgir de partes preexistentes que al principio se usaban para otros fines (el argumento de la exaptación o cooptación) pero que el tiempo y el azar les proporcionaron otras funciones. Sin embargo, la realidad es que la teoría de Darwin está siendo seriamente cuestionada por los nuevos descubrimientos de la genética.

Además, todo esto tiene otra repercusión social porque viene a anular las ilusiones de algunos. Se disipa la esperanza de encontrar esos genes a los que echarles la culpa de nuestro propio comportamiento: el gen de la violencia, el gen de la homosexualidad, o el gen de la obesidad. Lo que la ciencia puede decirnos hoy es que nuestros genes trabajan en equipo pero en combinaciones sumamente complejas y dependen también del ambiente y la educación recibida. Se comunican continuamente unos con otros mientras delinean y ejecutan la sofisticada arquitectura de innumerables proteínas. Gracias a ellas nuestras células permanecen vivas. Los genes del ADN se hablan mediante un leguaje de cuatro letras (las bases nitrogenadas), mientras que las proteínas lo hacen en otro más sofisticado de veinte (los aminoácidos). Existe un sofisticado diccionario bioquímico que traduce de un idioma al otro. Es posible que en cada célula existan diez veces más proteínas que genes. Los investigadores empiezan a pensar que quizás el lenguaje de la vida y de nuestra singularidad haya que buscarlo más en las proteínas que en los propios genes. Como quiera que sea, una cosa sí parece estar clara. Nosotros somos mucho, muchísimo más que nuestros genes. 

Aunque quizá la ciencia no termine nunca de explicarnos por completo por qué la conciencia humana no puede reducirse a las neuronas del cerebro y, por tanto, no resulte accesible a la investigación científica. El pensamiento simbólico que nos caracteriza, la captación de significado, el singular uso que hacemos del lenguaje, la capacidad para elaborar conceptos generales y otras muchas cosas, aunque requieran de procesos físicos para su ejecución, son en el fondo fenómenos que rayan lo espiritual. La existencia del “yo” personal del hombre es la realidad más evidente pero también más inexplicable para la ciencia. El “yo” humano no puede ser analizado en términos físicos o químicos. La ciencia no puede descubrir qué es el “yo”. Es más bien al revés, es el “yo” quien descubre la ciencia. Pues bien, ¿cómo llegaron a existir la conciencia, el pensamiento, y el “yo”? Todos estos fenómenos están por encima de las realidades físicas que son las únicas a las que la ciencia humana tiene acceso. Creo que lo metafísico o espiritual únicamente puede proceder de una fuente metafísica o espiritual. En definitiva, no podemos echar la culpa del egoísmo que nos caracteriza a nuestros genes. La responsabilidad es de nuestra conciencia caída y de eso que la Escritura denomina “pecado”. Desde el nivel de la razón y de nuestra experiencia cotidiana, es posible concluir que debemos tener nuestro origen en una fuente sobrenatural. Para mí, dicha fuente es el Dios que se revela en la Biblia.


[1]  Dawkins, R. 1979, El gen egoísta, Labor, Barcelona, p. 17.

Nota del editor: 

Este artículo fue publicado gracias al apoyo de una beca de la Fundación John Templeton. Las opiniones expresadas en esta publicación son de los autores y no necesariamente reflejan los puntos de vista de la Fundación John Templeton.

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