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Zacarías 10-14  y Apocalipsis 18-20

 “Yo los llamaré y los recogeré.
Cuando los haya redimido,
serán tan numerosos como antes”
(Zacarías 10:8*).

La posmodernidad ha tirado por el suelo todos los conceptos tradicionales sobre los que se sustentaba la moderna cultura humana. El chileno Joaquín Brünner entiende este fenómeno como la “verdadera compulsión por lo plano, lo descentrado, la desviación, los márgenes, los fragmentos, lo minoritario, lo diferente, lo plural, lo excluido. O sea, por los restos que quedan después de las operaciones deconstructivas”. El hombre moderno sospecha de todo lo que suene a verdad última, y cree que su deber es mantener un profundo recelo que lo lleva a desmantelar, muchas veces injustamente, todo pensamiento universal. La doctrina y la teología cristiana han sido blanco de esta práctica. 

Podría parecer que los cristianos estamos perdidos a punto de ahogarnos en la marea posmoderna. Sin embargo, el cristianismo ha sabido sortear con éxito las diferentes etapas de la historia que le ha tocado vivir. Nuestra fe no depende de la moda filosófica ni de la ideología que promete poner todas las cosas en orden de una vez por todas. El cristianismo siempre ha tenido una sobria prudencia ante todos los cantos de sirena que se han levantado en diferentes momentos de nuestra historia y siempre ha entendido que todo pasa por el sometimiento a una verdad superior establecida en la Palabra de Dios.

La verdad de nuestra fe descansa en una persona, la segunda persona de la Trinidad, nuestro Señor Jesucristo. Nosotros no vamos por allí simplemente descubriendo leyes o principios, sino que nos presentamos delante de un Dios que sustenta esas leyes y esos principios con su carácter y con su justicia eterna y soberana.  

Por eso, el cristianismo se diferencia de cualquier otra confesión religiosa en que todos sus fieles dicen haber respondido a un llamado singular de parte de Dios. Ningún cristiano genuino atribuye su fe a sus antepasados, su cultura, su inclinación espiritual, o su profundo estudio de las materias religiosas. En realidad, el creyente vislumbra el punto de partida de su fe desde el momento en que el Señor despertó su corazón y lo convocó con un profundo e íntimo llamado. La verdad es que nosotros andábamos vagando por allí, sin rumbo ni esperanza, y Él fue quién nos encontró.

La palabra Iglesia tiene justamente esa connotación. El término castellano Iglesia procede del latín Ecclesia y éste del griego Ekklesia. En los tiempos del Nuevo testamento se usaba secularmente para señalar a las personas que eran convocadas para tratar algunos asuntos importantes dentro de la comunidad. La etimología de la palabra expresa un claro llamado a unirse a una reunión. Por lo tanto, varios estudiosos argumentan que podríamos traducir la palabra iglesia como la “reunión de los convocados”. Lo hermoso de esta convocación es que el Señor nos demuestra su amor al llamarnos públicamente a unirnos a Él y al grupo de sus hijos. No hay méritos, ni títulos, ni formularios que llenar, y mucho menos solicitudes que presentar. El Señor nos observa desde lejos, perdidos en una bruma sin esperanza, muertos en nuestros delitos. Allí es donde el Señor hace un milagro al avivar nuestros corazones y lanza un poderoso silbido que ahora podemos escuchar, y nos llama por nuestro nombre. “¿Quién?… ¿yo?”, preguntamos. “Si, tú”, nos dice Jesucristo.

Dios nos llama para estar para siempre con Él y encontrar una vida que no teníamos.

Yo tengo un amigo al que el Señor lo llamó cuando se encontraba frente a un acantilado, desesperado y desilusionado de la vida, a punto de suicidarse. Él escuchó con claridad como el Señor lo llamó por su nombre y desistió en su intento suicida. Conozco a otra persona a quien el Señor también llamó en circunstancias muy especiales. Él es un hombre moreno muy alto y fuerte. Un día caminaba tarde en la noche por unas calles peligrosas y, sin mediar aviso, un patrullero se detuvo frente a él, bajaron varios policías y lo detuvieron. Sospechaban que por su aspecto era vendedor de drogas o un delincuente común. En la madrugada lo echaron en un calabozo maloliente y oscuro. Él pudo percibir que había otros hombres que dormían alrededor. Su corazón se angustió profundamente. Sentándose en el piso y temblando, pasó la noche llorando y pidiendo por la intervención de un Dios que no conocía.

En la mañana, los otros hombres empezaron a moverse. A pesar de su gran tamaño, él temía por su vida y no podía dejar de temblar. Uno de los hombres percibió su temor y se acercó a él con cara de pocos amigos. Metiendo su mano en el bolsillo sacó algo que no pudo distinguir. “Ten, esto te va a servir más que a mí”, le dijo el tipo. Era lo que parecía un pedazo de papel higiénico. Alberto lo tomó con cuidado, sin quitar la mirada del hombre que tenía delante. Después de varios minutos de no hacer nada, abrió su mano. En el papel había unas palabras escritas… “No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte” (Jer. 1:8). Desde la cárcel, y a través de un pedazo de papel, Dios lo estaba llamando amorosamente.

La convocación de Dios se manifiesta de diferentes maneras, pero tiene un sello fundamental. Dios nos llama para estar para siempre con Él y encontrar una vida que no teníamos, y libertad para nuestros conflictos. Cuando le decimos a su invitación, indefectiblemente dejamos atrás lo que hasta ese momento éramos y todo lo que pudiera hacernos daño. Ese mismo llamado lo escuchamos en el Apocalipsis: “Luego oí otra voz del cielo que decía: ‘Salgan de ella, pueblo mío, para que no sean cómplices de sus pecados, ni los alcance ninguna de sus plagas…’” (Ap. 18:4). Mucha gente espera un llamado de parte de Dios de tipo estético o místico. No quiero desmerecer ese anhelo o esa posibilidad, pero es como querer que las ambulancias y los camiones de los bomberos se quieran abrir el paso con sinfonías de Bach. El llamado de Dios es urgentísimo; es como un grito desesperado, una convocatoria apremiante a que vayamos a Él, quien es el único que puede darnos salvación y salud.

No olvides esto: la Iglesia es la asamblea de los que respondieron el llamado de Jesucristo. No es un edificio de culto, ni declaraciones religiosas, ni simples instituciones organizadas alrededor de una fe. Cada uno de los convocados podrá dar testimonio del momento en que se encontró de manera personal y sorpresiva con Jesucristo. Ninguno llegó por iniciativa propia o búsqueda personal. Luego, todos juntos, se recrearán en saber que el mismo Dios que les habló, es el Dios eterno que usó las mismas palabras para convocar a Abraham, a Moisés, a Juan, a Pablo y a infinidad de personas más. Bajo ese contexto, la doctrina y los mandamientos de Dios no son las palabras de una institución, sino las palabras amorosas y sabias del Dios vivo y verdadero, el Soberano que reina en medio de su pueblo y lo dirige con misericordia.

La Iglesia es la asamblea de los que respondieron el llamado de Jesucristo.

Los primeros mártires cristianos no murieron simplemente defendiendo sus ideas. Lo que defendían con su propia vida y que no podían negar, era la relación personal que tenían con el Dios Viviente. Por eso nunca más se inclinarían a una estatua de yeso o a otro ser humano. No necesitaban una representación de Dios porque ellos seguían un Dios personal. Ellos no podían volver a someterse a ritos para “invocar” el nombre de un dios. Era Dios el que los había “convocado” a ellos y se sentían seguros con Él. Justamente, Zacarías tenía ese mensaje de parte de Dios para el pueblo de su tiempo: “Yo mismo los fortaleceré, y ellos caminarán en mi nombre” (Zac. 10:12). 

Por último, los convocados por Dios no le tenían miedo a la muerte. Ellos tenían en su mano una gloriosa invitación para sentarse al final de los tiempos en la mesa del Señor. El mismísimo Jesucristo los estaría esperando en el otro lado de la muerte y se encargaría de secarles toda lágrima y consolarles de cualquier dolor. Total, fue Él mismo quien los llamó y no se detendrá hasta acabar su obra. Por eso, Juan recibe la siguiente orden: “El ángel me dijo: ‘Escribe: Dichosos los que han sido convidados a la cena de las bodas del Cordero’. Y añadió: ‘Estas son las palabras verdaderas de Dios’” (Ap.19.9-10). ¿No te parece absolutamente contrastante los letárgicos ritos religiosos de nuestro tiempo con la visión de una fiesta y banquete de la Iglesia del final de los tiempos?

Me entristece saber que mucha gente piensa que “hacerse” cristiano es una cuestión de simplemente creer “esto” y dejar de creer “aquello”. Ningún pastor o sacerdote, por más elocuente y dotado que sea, podrá hacer lo que solo Jesucristo puede hacer: llamarte con tal fuerza que su voz retumba hasta el punto de despertar tu alma y clamar a tu conciencia, dándote a conocer lo que solo tú y Él conocen. Es una voz que te doblega, porque es una voz amorosa pero también poderosa… Es la voz del mismo Dios que te llama a ponerte a cuentas con Él. Su llamado no es gratuito, ya que Jesucristo pagó en la cruz por todo aquello que se interponía entre ustedes. No te llama para reprocharte por lo vivido, sino para darte la vida abundante que tanta falta te hace.

Un himno muy antiguo habla de este poderoso llamado perfecto y permanente. Termino con la primera estrofa y el coro. Esa es nuestra esperanza como cristianos. 

Cuando anuncie el Arcángel que más tiempo no habrá
y aclare esplendoroso el Día final.
Cuando todos los salvados se congreguen con Jesús,
entre ellos, yo también tendré lugar. 

Cuando allá se pase lista
A mi nombre yo feliz responderé.


*Todas las citas bíblicas son tomadas de la NVI.


Imagen: Lightstock.
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