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Esto le digo a mamás de hijos descarriados

Normalmente la bandeja de entrada del correo de la iglesia no es más que cadenas en las que me han copiado, o un correo electrónico que solicita la posición de nuestra iglesia sobre algún tema, o ese correo semanal del que tengo la intención de cancelar la suscripción. Hace aproximadamente un año, sin embargo, vi un correo electrónico de un padre preocupado por su joven adulto descarriado.

Su hijo se había mudado de algún lugar de Canadá a Pittsburgh, y estaba viviendo con su novia en un apartamento cerca de la iglesia que pastoreo. No quería nada con el cristianismo que sus padres habían pasado casi dos décadas inculcándole. Sin saber qué hacer, su padre encontró mi correo electrónico y me lanzó un mensaje desesperado. Me preguntó si podría llamar a su hijo e intentar reunirme con él.

Todo esto me recordó a Mónica, la madre de Agustín de Hipona (354–430 d. C.). Estaba leyendo las Confesiones de Agustín en el momento en que leí ese correo electrónico, al mismo tiempo que intentaba entender a los jóvenes adultos en mi iglesia. En un momento dado, Mónica se acercó a un pastor para hablar de su hijo pródigo. Estaba preocupada por él, y no sabía qué hacer. Agustín había abandonado la fe de su infancia, “se lanzó al amor imprudentemente” (3.1), y comenzó a explorar una secta de los maniqueos. Cerca del final del Libro 3 de sus Confesiones, que describe la conversación entre su madre y el pastor, Agustín escribió: “Esta mujer le pidió que fuera bondadoso y hablara conmigo, que refutara cualquier idea errónea mía y me enseñara lo bueno” (3.21).

Si Mónica hubiera vivido en el siglo XXI, habría sido un correo electrónico.

Los padres preocupados deben orar

Es una historia común. Como pastor de jóvenes adultos he tenido muchas conversaciones con padres de hijos pródigos, con padres como el que me envió un correo electrónico hace unos meses y con madres como Mónica, quien contactó al pastor hace 1,600 años. Y es cierto, es difícil saber exactamente qué decirles a tus hijos. Si lo intentas demasiado probablemente los alejarás. Si no haces nada se siente como si los estuvieras abandonando.

Mónica, por su parte, a menudo se inclinaba más hacia el extremo de “esforzarse demasiado”. Imagina a una madre que se muda al dormitorio de la universidad de su hijo. Esa es Mónica. Ella siguió a Agustín mientras él se movía por el Imperio romano, y por supuesto, Agustín a menudo buscaba formas de huir de ella. Sin embargo, incluso cuando lo seguía a todos lados, hizo algo que yo desearía que hicieran todos los padres de jóvenes.

Oró por él.

A menudo, son las oraciones de mamás como Mónica las que abrirán los corazones de los jóvenes.

Agustín pasó sus veintes experimentando con una secta y buscando experiencias sexuales, pero Mónica pasó esa década de rodillas, en oración. Agustín le escribió a Dios:

“Siguieron unos ocho años, durante los cuales giré en el lodo de esa fosa profunda y en la oscuridad de esa mentira, tratando a menudo de levantarme, pero siempre lanzándome de nuevo con más fuerza. Ella, mientras tanto, una viuda casta, piadosa, y sobria, como aquellas que amas, era optimista y llena de esperanza, pero no dejó de llorar y gemir; no cesó, en sus horas de oración, de golpearse el pecho ante Ti. Y sus súplicas le concedieron una audiencia; y sin embargo me dejaste para revolcarme y ser tragado en esa oscuridad” (3.20).

En otro momento, Agustín describió las oraciones de su madre como “ríos que ella te dirigía diariamente por mi bien, irrigando el suelo bajo su cara” (5.15). Ella creía que Dios finalmente convertiría a Agustín, incluso cuando sentía que su hijo se estaba alejando.

Cuando Mónica se acercó al pastor, él le dijo que siguiera orando. No estaba dispuesto a reunirse con Agustín porque, como Agustín escribe: “Todavía yo era imposible de enseñar, ya que estaba inflado debido a la emocionante novedad de la herejía”. Cuando Mónica insistió al enviar una solicitud tras otra, rogándole que tuviera una conversación con su hijo, se “cansó de eso y se molestó” y le dijo: “Salga de aquí. […] Siga haciendo lo mismo. Es imposible que perezca el hijo de estas lágrimas” (3.21). Si alguna figura histórica ilustró la parábola de la viuda persistente y el juez injusto (Lc. 18:1–8), fue Mónica.

Los jóvenes errantes necesitan oraciones

Le dije algo similar al papá que me había enviado el correo. Le dije que era poco probable que su hijo tuviera algún interés en una conversación conmigo, especialmente después de descubrir que su padre ya me había contado todo sobre su vida. Le dije que para muchos adultos jóvenes hay un período de vagar mientras buscan lo que creen, un tiempo en que no escuchan los consejos de nadie sin importar cuán insistentemente o elocuentemente se les diga algo. Y le dije que lo mejor que podía hacer por su hijo era orar por él y estar ahí cuando se quedara sin opciones. Nunca me respondió el correo electrónico.

Los jóvenes pródigos, más que cualquier otra cosa, necesitan de mamás como Mónica, quien empapó el suelo con lágrimas por su hijo. Necesitan madres que los dejen vagar, creyendo, como escribió Evelyn Waugh, que Dios ya los ha atrapado con un “gancho invisible y una línea invisible que es lo suficientemente larga como para dejarlos vagar hasta el fin del mundo y aún así traerlos de vuelta con un tirón del hilo”. Creo que detrás de muchas de las vidas que he visto transformadas en mis años de ministerio con jóvenes adultos están las madres que se negaron a dejar de orar incluso cuando se sentían desesperadas, suplicando con el mismo tipo de intensidad llena de adrenalina similar a aquellas madres que han levantado carros para salvar a sus hijos.

No dejes de orar

Las Confesiones, en el fondo, son la historia de una madre que no dejó de orar.

A los 30 años, cuando Agustín finalmente se convirtió al cristianismo, la primera persona a la que le contó fue a su madre. Él oró: “Ella estaba emocionada y exultante y Te bendijo, quien por tu poder haces más de lo que pedimos o entendemos. Ella vio que le habías concedido mucho más, en mí, de lo que ella estaba acostumbrada a pedir en su gemido lleno de lágrimas y lamento. Me habías convertido a ti” (8.30). Ella murió a los 55 años, poco después del bautismo de Agustín. Agustín pasó una gran parte del Libro 9 de sus Confesiones elogiándola y orando por ella, “para que todos los que lean mi relato recuerden en Tu altar a Tu sirvienta Mónica” (9.37). Las Confesiones, en el fondo, son la historia de una madre que no dejó de orar.

No puedo prometerte que tu joven se convertirá al cristianismo y escribirá tantas páginas teológicas como para llenar tres estantes de una biblioteca de seminario si tan solo oras lo suficiente. Lo que puedo prometerte es que Dios está cuidando a tus jóvenes, Él escucha tus oraciones y trabaja detrás de las escenas de una manera que no puedes ver. Riega el suelo con tus lágrimas. A menudo, son las oraciones de mamás como Mónica las que abrirán los corazones de los jóvenes a escuchar la predicación de pastores como yo.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
Imagen: Lightstock.
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