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En Génesis 1:3, Dios dijo: “Sea la luz”. Y hubo luz. Dios ya había creado el mundo, pero “la tierra estaba sin orden y vacía, y las tinieblas cubrían la superficie del abismo”. Sin embargo, incluso en la oscuridad, “el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas” (Gn. 1:2). 

¿Si Dios es luz (1 Jn. 1:5), y Él estaba presente, ¿por qué no había luz? Solamente podemos especular. Jesús dijo que veía a Satanás caer del cielo como un rayo (Lc. 10:18). Ya que lo vemos tentar a Eva en el Edén, algunos concluyen que la caída de Satanás ocurrió antes o quizá justo después de la creación del mundo; uno podría preguntarse si esto explica las tinieblas en el principio. 

Por otro lado, si la razón de la oscuridad es que simplemente Dios había decidido no manifestarse, podemos comparar eso con el hecho de que incluso hoy, aunque el Señor lo llena todo, no nos percatamos de esa presencia; nos quedamos en tinieblas hasta que Él nos quita las escamas de los ojos y se manifiesta de una forma personal.

Cuando el Señor decidió manifestarse en la creación, Él hizo la luz y —como siempre— las tinieblas huyeron. 

La luz derrota las tinieblas

Génesis 2:7 enseña que cuando Dios creó al hombre, le dio vida. Desafortunadamente, después de Génesis 3, el mundo cambió. Aunque la luz de la gloria de Dios es evidente, Satanás ha cegado el entendimiento de las criaturas para que no puedan verla (2 Co. 4:4). Dios sigue creando, evidencia suficiente es ver a un niño nacer. Sin embargo, después de la caída, todos nacen pecadores, con su mente entenebrecida (Ef. 4:18). La luz es manifiesta (Ro. 1:20), pero hasta que Dios se mueve en la vida de una persona, en ella hay caos y tinieblas… como en el principio. 

Cristo creó al mundo dándole vida, y de la misma manera nos da vida al hacernos nacer de nuevo. Pero ahora, cuando Él remueve las escamas de nuestros corazones, la vida que nos da es en abundancia (Jn. 10:10). Vida en abundancia, vida eterna.

Jesús nos enseña, “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn. 8:12). El Señor no solamente nos da vida, ¡sino también luz! Cuando Dios decide revelarse a una persona, por primera vez ella es capaz de ver la verdad. La verdad estaba allí presente todo el tiempo, pero ahora es revelada. Dios es quien abre los ojos de nuestro corazón, ¡y de repente podemos ver la realidad sin distorsión!

La luz tiene la capacidad de revelar. La oscuridad esconde la realidad, mientras que la luz la muestra. Y la luz siempre domina la oscuridad. Cuando uno entra en una habitación y enciende la luz, ¿qué ocurre con la oscuridad? Desaparece. 

El juicio trae tinieblas

En la crucifixión, a la sexta hora, “hubo oscuridad sobre toda la tierra, hasta la hora novena” (Mr. 15:33). De nuevo vemos a Dios presente, pero no su luz. Esa fue una señal sobrenatural y ominosa. Aunque la gente en Jerusalén no entendía lo que pasaba, el peso de la oscuridad era sobrecogedora. 

En Amos 8:9-10, el Señor advierte que el sol se pondría al mediodía, y que habría oscuridad en pleno día como juicio sobre su pueblo. Probablemente esta es una referencia al tiempo de oscuridad que sucedió mientras Jesús colgaba en la cruz. Mientras reinaba la oscuridad, parecía que Satanás había triunfado sobre Jesús. Sin embargo, en realidad fue el Señor quien escondió su luz a manera de juicio. 

Cuando la Luz del mundo sufría de rechazo y burla, Dios trajo oscuridad a la tierra por tres horas. El dios de las tinieblas los tenía cegados para que no vieran “el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Co. 4:4), así que Dios, en su omnipotencia, trajo oscuridad al mundo, de la misma manera que lo hizo antes sobre los egipcios (Éx. 10:21-29). Esa plaga tipificó lo que el pecado trae como consecuencia. Nos da una idea del terror que se siente vivir en un mundo sin Dios. Tan fuerte es la desesperación que viene al sentir el abandono de Dios, que Cristo mismo gritó al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mr. 15:34). 

La cruz vence las tinieblas

Satanás es el príncipe de los poderes de las tinieblas, pero Cristo destruyó los poderes de las tinieblas en la cruz.

La Luz del mundo, al morir en la cruz, abrió los ojos del corazón de dos personas junto a Él: uno de los ladrones y uno de los centuriones. Él había dicho en Juan 12:32, “Y yo, si soy levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo”. No se refería a todo el mundo, sino a todos aquellos que el Padre le había dado (Jn. 10:28-30). 

El último enemigo abolido fue la muerte. La deuda que teníamos con Dios fue pagada, y por esto Cristo dijo: “Consumado es”. Con su muerte, la separación que comenzó en la caída fue removida, y Dios rasgó en dos el velo del templo, de arriba a abajo. Nota que fue de arriba a abajo y no de abajo hacia arriba, como si fuéramos nosotros cortándolo.

Dios mismo hizo un camino para que podamos entrar en su presencia sin temor (He. 10:19). Esta relación íntima con Él produce cambios en nosotros para que podemos ser el reflejo de su luz hasta que Él regrese. Él creó la luz física, y luego crea en nosotros la luz espiritual, para que podemos caminar en su luz haciendo las buenas obras que Él preparó de antemano para que anduviéramos en ellas (Ef. 2:10). Debemos reflejar su luz aunque el mundo no pueda verla por su amor por las tinieblas. En su tiempo, Dios se encargará de abrir los ojos de los suyos para que puedan verla.

Un día, nuestro Señor regresará y nos llevará a “la ciudad que no tiene necesidad de sol ni de luna que la iluminen, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Ap. 21:23). Dios, siendo la luz espiritual, creó la luz física en la creación; Él terminará siendo la luz espiritual de la creación, porque cuando estemos con Él, no habrá necesidad de luz física. 


Imagen: Lightstock
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