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Los seres humanos fuimos creados para la gloria de Dios. Esto significa no solo hacer cosas para Él, sino que también, en primer lugar, vivir para ver y conocer Su gloria.

Dios muestra Su gloria con toda claridad en la persona de Jesús, quien es la expresión exacta de Su naturaleza (Heb 1:3). El problema es que «el dios de este mundo ha cegado el entendimiento de los incrédulos, para que no vean el resplandor del evangelio de la gloria de Cristo, que es la imagen de Dios» (2 Co 6:4). Por eso necesitamos que Dios arroje luz en nuestros corazones, «para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (v. 6).

¿Cuál es el efecto que tiene tal conocimiento de Cristo en las personas que son iluminadas por Dios? Una experiencia transformadora en el alma del pecador. La percepción y el sentido de valor que obtenemos de esa gloria produce una persuasión de lo grande, dulce y superior de ella. En su sermón Una luz divina y sobrenatural, Jonathan Edwards describe la experiencia de la revelación divina en nuestra alma en dos pasos: el primero es una percepción de la realidad divina, seguido de una persuasión de esa realidad.

Es decir, cuando Dios comunica Su gloria al hombre, tal percepción produce una persuasión; esa persuasión produce una comprensión de esa gloria, y dicha comprensión se transforma en una experiencia. Eso, en última instancia, es lo que significa tener conocimiento de la gloria de Dios. Algunos de los términos bíblicos para describir esa experiencia son conversión (Hch 3:19), regeneración (Tit 3:5) y nuevo nacimiento (Jn 3:5).

Sin embargo, no termina ahí. El disfrute de Su gloria es algo tan vivo y real que el pecador no se conforma solo con experimentarlo una vez para salvación. Un anhelo por más se instala en el alma de los redimidos por Su gracia. Entre los efectos de conocer la gloria de Dios están un deleite continuo y una vida llena de frutos que proclaman esa gloria.

Deleite continuo en la gloria de Dios

La experiencia que viene de ver y conocer la gloria de Dios incluye el deleite en ella. Aquello que el ser humano busca con toda pasión, es decir, su felicidad, es un anhelo natural y legítimo. Fuimos creados para hallar felicidad. El problema surge cuando creemos la mentira de que podemos encontrarla en algo o alguien aparte de Dios. El pecado terrible del ser humano es creer que puede alcanzar su felicidad y plenitud de espaldas a Dios. 

El alma que contempla la gloria de Dios en Cristo experimenta un deleite eterno y sin igual

Cuando las personas encuentran su felicidad en las cosas creadas no solo están viviendo una mentira, pues es una felicidad pasajera, sino que están ofendiendo y despreciando a su Creador. Pero cuando ven y conocen la gloria de Dios, pueden experimentar la plenitud verdadera y legítima para la cual fueron creados. El alma que contempla la gloria de Dios en Cristo experimenta un deleite eterno y sin igual. El corazón hambriento encuentra en Cristo el verdadero deleite que lo satisface continuamente.

Es por eso que Moisés anhelaba ver la gloria divina y se lo pidió al Señor (Éx 33:17-19). Algo parecido expresó el apóstol Pablo cuando dijo que, aunque conocía a Cristo, su meta era conocerlo aún más (Fil 3:9). Ambos hombres ya habían visto, contemplado y experimentado la gloria de Dios cuando expresaron aquel deseo, pero aún así, querían más de esa gloria que habían conocido.

Los hijos de Coré expresaron este anhelo profundo comparándolo a un ciervo que brama por corrientes de agua. «Así suspira por Ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios» (Sal 42:1b-2a). David también lo expresa de una manera similar: «Oh Dios, Tú eres mi Dios; te buscaré con afán. Mi alma tiene sed de Ti, mi carne te anhela cual tierra seca y árida donde no hay agua» (63:1). Asaf, otro salmista, agrega: «¿A quién tengo yo en los cielos sino a Ti? Fuera de Ti, nada deseo en la tierra» (73:25). 

La gloria de Dios tiene esta capacidad de poder saciarnos y al mismo tiempo dejarnos con deseo por más. Cuando la gloria es vista y experimentada, las almas quedan satisfechas y, por decirlo de una manera, «insatisfechas» a la misma vez. Satisfechas porque disfrutan e «insatisfechas» porque quieren más. Dios despierta en el alma de Sus hijos un deseo de disfrutar continuamente de Su gloria. 

Proclamando la gloria de Dios

Esta realidad que Pablo describe cómo el «conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Co 4:6) es una experiencia que afecta toda la existencia. Es tan poderosa que transforma toda la vida de adentro hacia afuera, alterando prioridades, motivaciones y metas. No solo produce deleite continuo en el alma, también la hace rebosar de buenos frutos. 

El deleite en Dios es el combustible para una vida de alabanza de Su nombre, santidad y servicio sacrificado a los demás. Pablo decía que fuimos predestinados y salvados «para alabanza de Su gloria» (Ef 1:12). Un salmista animaba: «Cuenten Su gloria entre las naciones» (Sal 96:3). Una vida llena de la gloria de Dios es una vida llena de fervor, de alabanza, de anhelo por servir y de esfuerzo por hacer que esa gloria sea conocida por todos.

El deleite en Dios es el combustible para una vida de alabanza de Su nombre, santidad y servicio sacrificado a los demás

Vivir para Su gloria significa que nuestros actos, palabras y pensamientos deben honrar a Dios. Cuando conocemos y experimentamos esa gloria, queremos que gobierne y dirija nuestras vidas hasta transformarlas por completo. El resultado será una vida que ama y se entrega con pasión al servicio de los demás, que se humilla y pide perdón, que es paciente, compasiva y perdonadora. De esa manera, las demás personas también pueden glorificar a Dios a causa de nuestra transformación: «Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mt 5:16).

Ver, conocer, experimentar, disfrutar, anhelar, mostrar y proclamar la gloria de Dios es, en definitiva, lo que constituye ser creados para Su gloria. Dios considera importante y necesario manifestar Su gloria para que las personas la vean, la conozcan y la admiren. Solo Él merece toda la gloria y eso debería ser motivo suficiente para proclamar Su nombre.

Si mostrar Su gloria es central para Dios, entonces será central para Sus hijos también. Aquellos que hemos sido transformados al ver y conocer Su gloria, debemos aspirar a vivir para deleitarnos en ella y proclamarla. Esta es la meta y el propósito que debe guiar el uso de nuestro tiempo y recursos, pero sobre todo el motivo que alimenta nuestra oración.

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