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«Fuimos creados para la gloria de Dios». Esta es una declaración absoluta, inmutable y cierta respecto a todas las criaturas, pero de manera especial, respecto a los hijos de Dios. Fuimos redimidos para Su gloria; rescatados por Dios, para alabanza de la gloria de Su gracia (Ef 1:6). La gloria de Dios es nuestra razón de ser, nuestra gran necesidad y nuestro anhelo supremo.

Sin embargo, me parece que muchas veces limitamos esta verdad a nuestras acciones, cuando la gloria de Dios debería impactar todo nuestro ser. No se trata solo de hacer cosas para la gloria de Dios, sino que abarca mucho más. Según la Biblia, que seamos hechos para Su gloria significa que fuimos creados y redimidos para ver y conocer Su gloria y, entonces, poder vivir y actuar para ella. 

Dios muestra Su gloria

Podemos empezar diciendo que Dios muestra Su gloria en las cosas creadas. La inmensidad, el orden y la belleza de la creación nos demuestran que existe un Creador poderoso y glorioso. «Los cielos cuentan la gloria de Dios» (Sal 19:1). Los cielos, la tierra, los océanos, las galaxias; todo nos apunta hacia el Ser supremo, majestuoso, sabio y digno de nuestra reverencia y alabanza.

Los seres humanos, que somos parte de la creación, también reflejamos la grandeza, sabiduría y gloria del Creador. Somos seres extraordinarios con capacidades únicas. Por eso, el rey David, cuando meditaba en su propia naturaleza, irrumpía en alabanza a Dios: «Porque Tú formaste mis entrañas; me hiciste en el seno de mi madre. Te daré gracias, porque asombrosa y maravillosamente he sido hecho; maravillosas son Tus obras, y mi alma lo sabe muy bien» (Sal 139:13-14).

La gloria de Dios resplandeció con mayor brillo en la persona de nuestro Señor Jesús y, de manera absoluta y decisiva, en Su muerte en la cruz

Asimismo, la grandeza y señorío de Dios se perciben en Sus actos en la historia. Es decir, la gloria y sabiduría del Señor se manifiestan en la forma en que dirige y gobierna la historia. Esto incluye Sus juicios hacia las naciones, el castigo contra Sus enemigos y la destrucción de los impíos. Por ejemplo, el diluvio, la destrucción de Sodoma y Gomorra y, más tarde, la caída de Babilonia, son todas expresiones de la gloria de Su poder sobre las naciones. La tierra se llena del conocimiento de la gloria de Dios cuando el Señor juzga a los pueblos (Hab 2:14).

Sin embargo, la gloria de Dios tiene su expresión más clara y definitiva en la salvación de pecadores. Todo lo que Dios es y ha hecho por amor a Su pueblo constituye la más elevada revelación de Su gloria. En la historia de la redención vemos desplegado el carácter, la sabiduría y la grandeza de Dios.

Para ser más preciso, la gloria de Dios resplandeció con mayor brillo en la persona de nuestro Señor Jesús y, de manera absoluta y decisiva, en Su muerte en la cruz y en Su resurrección (Heb 1:3). Esto también se hace evidente en la oración de Jesús, la noche que fue crucificado: «Padre, la hora ha llegado; glorifica a Tu Hijo, para que también el Hijo te glorifique a Ti» (Jn 17:1).

«Vimos Su gloria»

El apóstol Juan comienza su evangelio diciendo: «vimos Su gloria, gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad» (Jn 1:14). Este «vimos» se refiere a una experiencia sobrenatural con efectos transformadores.

«Ver» sirve como una metáfora que describe el hecho de conocer, comprender y apreciar quién es Jesús. Ver la gloria de Dios en Cristo significa percibir el valor infinito y supremo de esa gloria. Ciertamente, se percibe en la mente pero afecta e influye al alma. No es solo una actividad intelectual, pero tampoco es menos que eso. La mente descubre, capta y comprende la realidad de esa gloria, entonces el corazón y los afectos se conmueven y responden ante ella. 

Si fuese solo una cuestión física o intelectual, podríamos decir que los fariseos, sacerdotes y muchos otros judíos también «vieron» a Jesús. Pero no lo vieron en el sentido al cual Juan se refiere, porque no lo estimaron como lo más valioso, hermoso y trascendente. Ellos lo conocieron y lo escucharon, pero no significó nada para sus corazones. En sus mentes, Jesús era solo un hombre más, como cualquier otro mortal.

Los discípulos de Jesús, en cambio, no vieron solo un hombre recto y piadoso, sino que contemplaron al mismísimo Hijo de Dios. Tuvieron un encuentro con la gloria misma. ¡Qué extraordinario!

Aquellos que hemos visto la gloria de Dios en la faz de Jesús para salvación, estamos siendo transformados por esa misma gloria

Los discípulos vieron la gloria del Señor Jesús en las conversaciones con Él, en cada milagro, en Su compasión por los vulnerables, en Su humildad y paciencia con las personas. La vieron en Sus debates con los fariseos y en las respuestas llenas de sabiduría; en Su camino al monte Calvario, como oveja que se dirige al matadero; en Su esfuerzo por cargar la cruz, que luego lo cargaría sin vida; en Su sepultura y en Su resurrección tres días después. En todos esos momentos, y muchos más, los discípulos vieron la gloria del Señor Jesús y, en Él, la gloria del Padre.

Ver y conocer a Cristo

Pero el privilegio de aquella experiencia no fue solo para los apóstoles. Todos los creyentes hemos visto y conocido la gloria de Dios en el rostro de Cristo (2 Co 4:6). Si somos salvos es porque hemos visto y percibido al Señor Jesús como supremo, necesario y deseable. Hemos puesto nuestros ojos en Él como nuestro Señor, Redentor y única esperanza.

Cuando el Espíritu Santo iluminó los ojos de nuestro entendimiento, pudimos percibir la gloria de Dios en todo su valor y produjo una fuerte persuasión en nuestra alma. Aquellos que hemos visto la gloria de Dios en la faz de Jesús para salvación, estamos siendo transformados por esa misma gloria (2 Co 3:18). Nuestra mirada continúa puesta en Él y así debe seguir hasta el final de nuestros días.

En conclusión, ser creados para la gloria de Dios significa no solo hacer cosas, sino también, y en primer lugar, ver y conocer Su gloria en Jesús. Nuestra vida es transformada a medida que contemplamos, consideramos y admiramos la gloria de Cristo. Hemos visto y debemos seguir viendo a Cristo con los ojos de la fe, hasta que nos encontremos cara a cara con Él (1 Jn 3:3).

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