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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro La llama indestructible: El corazón de la reforma protestante (B&H Español, 2021).

Con la conclusión del siglo XV y el nacimiento del XVI, el viejo mundo parecía morir a manos de uno nuevo: el poderoso imperio Bizantino, último remanente de la Roma imperial, se había derrumbado; luego Colón descubrió un nuevo mundo en las Américas, Copérnico dio la vuelta al universo con su heliocentrismo, y Lutero literalmente reformó el cristianismo.

Todos los cimientos antiguos que antes parecían tan sólidos y seguros ahora se derrumbaron en esta tormenta de cambio, dando paso a una nueva era en la que las cosas serían muy diferentes. Mirando hacia atrás, es casi imposible imaginar cómo debe haber sido esa época «Medieval»: la propia palabra evoca imágenes oscuras y góticas de monjes enloquecidos por el claustro, y campesinos supersticiosos y rebeldes. La lista de diferencias podría seguir.

Sin embargo, este fue el escenario de la Reforma, el contexto por el cual la gente se apasionó tanto por la teología. La Reforma fue una revolución, y las revoluciones no solo luchan por algo, también luchan contra algo, en este caso, el viejo mundo del catolicismo romano medieval.

¿Cómo era, entonces, ser un cristiano en los dos siglos anteriores a la Reforma? Estos son cuatro antecedentes relevantes de la Reforma.

1) La autoridad de los líderes católicos

Como era de esperar, todos los caminos del catolicismo romano medieval conducían a Roma. El apóstol Pedro, a quien Jesús había dicho: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia», se piensa que fue martirizado y enterrado allí, permitiendo que la iglesia fuese construida, literalmente, sobre él.

Como una vez el imperio romano había considerado a Roma como su madre y al César como su padre, ahora el imperio cristiano de la Iglesia todavía parecía ver a Roma como su madre, y al sucesor de Pedro como padre, «papa» o «pontífice». Hubo una extraña excepción a esto: la Iglesia Ortodoxa Oriental se apartó de la iglesia de Roma desde el siglo XI. Aparte de esto, todos los cristianos reconocieron a Roma y al papa como sus padres irremplazables.

Sin el padre pontífice no podría haber iglesia; sin la madre iglesia no podría haber salvación. El papa fue considerado como el «vicario» de Cristo (representante) en la tierra, y como tal, él era el canal a través del cual fluía toda la gracia de Dios. Él tenía el poder de ordenar obispos, quienes a su vez podrían ordenar sacerdotes; y juntos, el clero tenía la autoridad para abrir el grifo de la gracia. Esos grifos eran los siete sacramentos: bautismo, confirmación, misa, penitencia, matrimonio, ordenación y últimos ritos.

A veces se referían a ellos como las siete arterias del cuerpo de Cristo, a través de las cuales la sangre vital de la gracia de Dios era distribuída. Fue por medio del bautismo que las personas (generalmente como infantes) eran admitidas por primera vez en la iglesia para experimentar la gracia de Dios. Sin embargo, la misa era lo realmente central en todo el sistema. Porque en la misa el cuerpo de Cristo sería sacrificado nuevamente delante de Dios (transubstanciación).[1] El servicio de la misa era en Latín. La gente, por supuesto, no entendía ni una palabra.

2) El mensaje conminativo de los líderes católicos

La enseñanza oficial de la Iglesia estaba bastante clara en que nadie moriría lo suficientemente justo como para merecer completamente la salvación. Pero eso no era motivo de gran preocupación, porque siempre estaba el purgatorio. A menos que los cristianos murieran sin arrepentirse de un pecado mortal como el asesinato (en cuyo caso irían al infierno), tendrían la oportunidad después de la muerte de que todos sus pecados fueran eliminados lentamente en el purgatorio antes de entrar al cielo, completamente limpios.

A finales del siglo XV, Catalina de Génova escribió un Tratado sobre el Purgatorio en el que lo describió en términos brillantes. Allí, ella explicó, las almas saborean y abrazan sus castigos a causa de su deseo de ser purgado y purificado por Dios.

Almas más mundanas que la de Catalina, tendían a ser menos optimistas ante la perspectiva de miles o millones de años de castigo. En vez de disfrutar de la perspectiva, la mayoría de la gente buscó acelerar la ruta a través del purgatorio, tanto para ellos como para los que amaban. Además de las oraciones, se podrían impartir misas por las almas en el purgatorio, en que la gracia de esa misa podría aplicarse directamente al alma difunta y atormentada. Exactamente por esta razón toda una industria del purgatorio evolucionó: los ricos fundaron capillas (con sacerdotes dedicados a oraciones y misas por el alma de sus patrocinadores o sus afortunados beneficiarios); los menos ricos se unieron en fraternidades para pagar por lo mismo.

3) El negocio del culto a los santos

Otro aspecto del Catolicismo Romano medieval que era imposible de ignorar era el culto a los santos. Europa estaba llena de santuarios dedicados a diversos santos, y eran importantes, no solo a nivel espiritual, sino también económico. Con suficientes reliquias de su santo patrón, un santuario podría garantizar un flujo constante de peregrinos, convirtiendo a todos en ganadores, desde los peregrinos hasta los publicanos.

Por encima de todo, lo que parecía alimentar el culto era la forma en la que Cristo se convertía en una figura cada vez más distante en la mente pública durante la Edad Media. Más y más, el Cristo resucitado y ascendido era visto como el Juez del juicio final, aterrador en su santidad. ¿Quién podría acercarse a él? Seguramente Él escucharía a su madre. Y así, cuando Cristo ascendió al cielo, María se convirtió en la mediadora por medio de la cual las personas podían acercarse a Él. Sin embargo, habiendo recibido tal gloria, María a su vez se convirtió en la inaccesible estrella del cielo, la reina del cielo. Utilizando la misma lógica, la gente comenzó a apelar a su madre, Ana, para interceder junto a ella. Y entonces, el culto de santa Ana creció y atrajo la ferviente devoción de muchos, incluyendo una familia alemana llamada los Lutero.

No era solo santa Ana. El cielo estaba abarrotado de santos, todos mediadores aprobados entre el pecador y el juez. Cristo fue reconocido como omnipotente. Por lo tanto, la instrucción oficial fue que María y los santos debían ser venerados, no adorados; pero en práctica esa distinción fue demasiado sutil para las personas que no estaban siendo enseñadas. Con demasiada frecuencia, el ejército de los santos era tratado como un panteón de dioses, y sus reliquias eran tratadas como talismanes mágicos con poder.

Pero ¿cómo se podría enseñar a los analfabetos las complejidades de este sistema de teología y así evitar el pecado de idolatría?

4) El papel «didáctico» de las imágenes

La respuesta predeterminada fue que, incluso en las iglesias más pobres, las paredes estaban cubiertas por imágenes de santos y la virgen María, en vitrales, en estatuas, en murales. Estas representaban «la Biblia de los pobres», los «libros de los incultos». A falta de palabras, las personas aprendían de las imágenes. Debe decirse, sin embargo, que el argumento es un poco débil: una estatua de la virgen María difícilmente sería capaz de enseñar la distinción entre veneración y adoración. El propio hecho de que los servicios fueran en latín, un idioma que el pueblo no conocía, traiciona la realidad de que la enseñanza no era realmente una prioridad.

Algunos teólogos trataron de justificar esto argumentando que el latín, como idioma santo, era tan poderoso que podía afectar incluso a aquellos que no lo entendían. Suena bastante improbable. Más bien, el hecho era que las personas no necesitaban entender para poder recibir la gracia de Dios. Una «fe implícita» no informada sería suficiente. Es más, dada la falta de enseñanza, tendría que serlo (bastaría).

La investigación histórica, especialmente desde la década de 1980 en adelante, ha demostrado sin lugar a duda que, en la generación anterior a la Reforma, la religión se hizo más popular que nunca. Ciertamente la gente tenía sus quejas, pero la gran mayoría se lanzó claramente con entusiasmo. Se pagaron más misas por los muertos, se construyeron más iglesias, se levantaron más estatuas de santos y se hicieron más peregrinaciones que nunca. Libros de devoción y espiritualidad, tan mezclados en contenido como hoy, eran extraordinariamente populares entre los que sabían leer. El celo religioso de la gente representaba que estaban ansiosos por una reforma.

El desafío al corazón mismo del cristianismo

A lo largo del siglo XIV, las órdenes monásticas se estaban reformando, e incluso el papado experimentó algunos intentos de reforma poco sistemáticos. Todos estuvieron de acuerdo en que existían algunas ramas muertas y algunas manzanas podridas en el árbol de la Iglesia. Por supuesto que hubo papas y sacerdotes viejos y corruptos que tomaban demasiado antes de la misa. La Iglesia parecía estar sólida y segura. Parecía capaz de soportar todo.

Los deseos de reforma nunca llegaron a imaginar que el tronco del árbol podría pudrirse y el efecto sería letal. Después de todo, querer mejores papas es algo muy diferente a no querer papas; querer mejores sacerdotes y misas es muy diferente a no querer un sacerdocio separado ni misas. Y esto mostró Dante: no solo castigó a los malos papas en su Inferno —fragmento en la Divina comedia—, también impuso la venganza divina sobre aquellos que se oponían a los papas; porque los papas, buenos o malos, eran, después de todo, los vicarios de Cristo.

Así fueron la mayoría de los cristianos en la víspera de la Reforma: devotos y dedicados a la mejora, pero no al derrocamiento, de su religión. Esta no era una sociedad que buscaba un cambio radical, sino una corrección de los abusos identificados.

El cristianismo de la era de la Reforma fue indudablemente popular y vivo, pero eso no significa que fuera saludable o bíblico. De hecho, si toda la gente hubiera estado hambrienta por el tipo de cambio que la Reforma traería, esto habría sugerido que la Reforma era poco más que un movimiento social natural, una limpieza moral. Esto los reformadores siempre lo negaron. No se trataba de una reforma moral popular; fue un desafío al corazón mismo del cristianismo. Afirmaron que la Palabra de Dios estaba penetrando para cambiar el mundo; fue inesperado y justo contra la corriente; no fue una obra humana sino una bomba divina.


[1] La transubstanciación enseña que la «sustancia» del pan y el vino en la misa se transforman, literalmente, en el cuerpo y la sangre de Cristo, mientras que el pan y el vino permanecían. El momento de la transformación ocurría cuando el sacerdote pronunciaba las palabras de Cristo en latín: Hoc est corpus meum («Este es mi cuerpo»).
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